El silencio apenas se ha roto levemente. En casa hace sólo unos meses que se empieza a recordar, a sentir que hacerlo ya no es “remover” el pasado innecesariamente sino empezar a reconciliarse con él. El manto de oscuridad lo ha ocultado, enterrado, más de siete lustros para que no doliera. Aquellos años en la Euskadi del atentado casi diario hubo un viaje de ida lleno de ilusión y otro de regreso plagado de dolor y alivio. Lemóniz había quedado atrás, pero seguiría grabado para siempre en sus vidas. En las de una madre, en las de un padre y en las de una hija, cada una a su manera.
En la de Estela estaba casi olvidado. Nunca lo había recordado como hasta ahora. Sus recuerdos eran reducidos, algo difusos y casi siempre, ajenos a la intensidad que vivió. Era apenas una niña. Su carnet de identidad le presenta como bilbaína. Lo es pero, como su hermano, por pura circunstancia. Quizá si su padre hubiese optado por las artes, el derecho o la empresa su lugar de nacimiento sería distinto. Y su infancia, y su vida.
Pero a su padre le apasionaba la ingeniería, se había formado en esta disciplina en Estados Unidos hasta lograr ser reconocido como uno de los mayores expertos en la disciplina nuclear que tanto auge alcanzó en los 80. Fue uno de los elegidos para hacer realidad una de las centrales más avanzadas del momento. La construiría Iberduero y se levantaría en Lemóniz, frente a la costa vizcaína.
Con él viajó su mujer, su gran apoyo, y allí nacerían Estela y su hermano. El resto de la historia de la familia Baz en Lemóniz, en los años en los que una banda terrorista se reconvirtió en agente antinuclear y empleó para ello bombas, secuestros y pistolas, ha dejado de vivir en el baúl del trastero familiar. La de los Baz, la de la familia de Estela, es la historia de otras muchas que como su padre un día fueron elegidos para construir la central nuclear que situaría al País Vasco en los puestos de cabeza en la industria energética .
ETA atacó Lemóniz con hasta 300 acciones violentas y mató a cinco trabajadores, "a mis padres aún les cuesta hablar de ello"
Cinco asesinatos, 300 atentados y ataques y un clima social irrespirable por momentos terminaron con el proyecto. Fueron la secuencia del fracaso de Lemóniz que la historia ya ha fijado para el relato de futuras generaciones. En ella ocupa un peso fundamental lo padecido por los responsables de su construcción, los ingenieros, la compañía energética e incluso el Gobierno para hacer frente a la amenaza de ETA en esos años hasta lograr el objetivo de paralizar para siempre el proyecto.
Ser "una de ellos"
Pero en Lemóniz hubo otras miradas, otros miedos y otras preguntas sin respuesta que apenas han sido recordadas. Se hicieron de modo ingenuo, inocente y sin prejuicio. Las formularon los hijos de los alrededor de 3.000 trabajadores de Lemóniz. Estela fue una de ellas. ¿Cómo explicar que sus padres fueran amenazados? ¿De qué debían protegerles sus madres?, ¿Por qué les miraban de modo tan extraño? ¿Qué significaba “Lemóniz Goma-2”?, ¿Por qué llora mamá?
Ahora, supera la cuarentena, ha querido acordarse de todos ellos, de aquellos niños que como ella vivieron crecer la amenaza contra sus padres por el mero hecho de trabajar en el proyecto nuclear. “Fueron las víctimas invisibles de todo aquello”, asegura.
Lo ha hecho en su libro Los niños de Lemóniz (Ediciones Planeta), una novela basada en su experiencia personal y en el relato de otros muchos niños y niñas que vivieron en su casa la triste historia de la fallida central nuclear. El paso del tiempo y el silencio que sobre aquellos años se impuso en casa le obligó a buscar, a preguntar e indagar para conocer cómo fueron y contarlos desde la mirada de una niña, Ángela, la protagonista de su obra.
Un trabajo que nació de un reencuentro con una amiga y el impacto que le causó su vivencia de un atentado en Alemania junto a su hija: “Me contó que junto a su hija tuvieron que esconderse en un establecimiento y cómo la niña en un momento dado, mientras escuchaban los disparos, le dijo ‘mama, nos van a matar’. Me impactó mucho. De aquella comida salí preguntándome cómo llega a impactar el terrorismo en los niños”. No tardó en darse cuenta de que ella era “uno de ellos”.
Había que contar cómo lo vivimos los niños, fuimos los grandes olvidados de todo aquello"
Los recuerdos de su vida en Euskadi hasta los siete años eran demasiado borrosos. Quería conocer más y acudió a sus padres. Casi 36 años después aún preferían guardar silencio: “No querían hablar. Mi madre me decía que eran cosas del pasado, que habían sufrido mucho y que mejor no removerlo”. La insistencia no bastó. Estela se acordó entonces de “Laura”, su “compañera de aventuras de la infancia” la niña, hija de uno de los ingenieros como ella, con la que compartió todos esos momentos y que también aparece en el libro. Fue un encuentro personal y un viaje a su infancia: “Hacía tiempo que no hablábamos pero enseguida empezamos a recordar a revivir todo aquello. Me dijo que hacía sólo dos semanas había estado en el País Vasco y se había acordado de mi”.
'Las madres de Lémoniz'
Los recuerdos se amontonaron: la ikastola, las manifestaciones, los juegos de sus madres para ocultar la amenaza, las pintadas, los encuentros de trabajadores para contarse las últimas noticias, las chapas de ‘soles’ con el lema ‘Energía nuclear, no gracias’… Todos ellos forman parte de Los niños de Lemóniz. También los peores momentos; el secuestro del ingeniero jefe José María Ryan, -“Jon” en la novela-, entre el 29 de enero de 1981 y el ultimátum de siete días para liberarlo a cambio de derruir la central dado por ETA o incluso el atentado contra Ángel Pascual poco después en Bilbao.
En la mirada de la pequeña Estela está fijada la imagen de ‘las madres de Lemóniz’. Las esposas de los trabajadores, muchas de ellas venidas de fuera del País Vasco y que hicieron de tripas corazón para proteger a sus hijos, abrieron los ojos a sus maridos de la amenaza creciente e idearon planes, juegos y escusas para poner luz en la oscuridad. Fueron ellas las verdaderas artífices del arco de protección que blindó su infancia, quienes trabajaron en viajes de ida y vuelta al pueblo, a casa de los abuelos, para salir de allí en los momentos más difíciles.
“No recuerdo esa etapa con sufrimiento y eso es gracias a mi madre. Las madres de todos esos niños se comportaron como en la película La Vida es Bella, fueron las salvadoras de esas familias. Pese a estar en la primera línea de la amenaza su prioridad fue siempre que nosotros viviéramos con cierta normalidad. Recuerdo cómo cuando pasaban manifestaciones en las que se lanzaban piedras, o se coreaban gritos contra Lemóniz nos decía que bajásemos las persianas y nos poníamos a jugar a las tinieblas. Había que encajar todo aquello para sobrevivir y supieron hacerlo”.
No lo recuerdo con sufrimiento y eso es gracias a mi madre. Las madres fueron las salvadoras de las familias en esos momentos tan duros"
Niños que crecieron viendo pintadas frente a su casa, “Lemóniz apurtu” (Romped Lemóniz) o que pronto descubrieron que “los malos” estaban detrás de tres letras, E.T.A, y que se “llevaban al cielo” a los hombres importantes de la central como los padres de algunos de sus amigos. Niños que, como la protagonista de la novela, Angela, preguntaban a los Reyes Magos en sus cartas si eran capaces de “hablar con la gente que está en el cielo” para pedirles por sus amigos “que lo han pasado mal este año, sus papas se han ido, se los han llevado y eso les pone tristes”.
Central de dolor y tristeza
Los niños de Lemoniz ha sido un viaje al pasado de la memoria que ha requerido volver al lugar donde todo ocurrió. Estela no lo había hecho desde que tras el asesinato de Angel Pascual su familia decidió abandonar el proyecto, dejar Euskadi e instalarse en Ponferrada (León). Regresar para ver con su mirada de mujer adulta lo que vivió con los ojos de una niña no es fácil de asimilar. Llovía, como acostumbra en Euskadi, y eso no ayudó. Ver los restos de la central nuclear que hace casi cuatro décadas su padre intentó poner en marcha le impactó: “Me hubiera gustado quedarme más tiempo allí, viéndola, pero no pude. Me tuve que dar media vuelta e irme. Sentí una sensación extraña de dolor y tristeza”.
Su padre tampoco ha regresado jamás, sólo ahora ha vuelto a saber del proyecto con las imágenes que su hija le ha enviado. Ni él ni su madre hablan aún con naturalidad y comodidad de todo aquello, “les cuesta, pero lo entiendo”: “Entiendo muchas más cosas ahora, comprendo que sean como son. Este trabajo me ha permitido tener un acercamiento mucho mayor con mi padre. Con pocas palabras y de modo tranquilo me ha ido contando cosas. Ha sido la primera vez en todos estos años que he hablado con él de todo esto”.
Creo que más que una piscifactoría, Lemóniz debería ser un símbolo en memoria de las víctimas"
Charlas de un padre y una hija cuatro décadas después que suman episodios difíciles, el asesinato de sus compañeros, las primeras cartas amenazantes de ETA con un punto de mira, la necesidad de ocultar su profesión y lugar de trabajo, las pintadas y manifestaciones, el aislamiento social, las dificultades en la ikastola, los escoltas… Pero también el sentimiento de unidad y apoyo entre las familias de los ingenieros, las excursiones al pueblo para destensar, el apoyo de la empresa, “que todos los hijos de trabajadores con los que he hablado subraya, que Iberduero les apoyo siempre y les ayudo en lo que pudo”.
Ahora lo que queda de la fallida central de Lemóniz no es más que una gigantesca infraestructura fantasma y abandonada que jamás albergó ni generó energía nuclear. ETA ganó aquel pulso. Fue una victoria de sangre que aún duele en muchas casas, en muchos niños. Ahora la central que un día impulsó Iberduero será vasca de nuevo. El Gobierno acordó hace sólo unos días incluir en el proyecto de presupuestos la cesión de los terrenos al Ejecutivo vasco y dar cumplimiento a lo acordado entre el PNV y el PP de Rajoy en 2018. Los planes ahora no parecen una amenaza. Nadie se manifestará, nadie matará y nadie morirá. Lemóniz será una piscifactoría, un criadero industrial de vida marina. Una inesperada paradoja vital en el lugar donde unos pocos decidieron quitarla. Estela Baz, una de las muchas ‘niñas de Lémoniz’, cree que lo que hoy aún alberga la central merecería otro tipo de reconversión, “creo que debería ser un símbolo en memoria de las víctimas”.
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