Imaginen presentar una demanda contra Meta (Facebook) para que les paguen por no informar adecuadamente a los usuarios al compartir sus datos personales con otras entidades y que el gigante norteamericano tenga que cambiar su forma de proceder sólo por un ciudadano quejoso. O una contra Tik Tok por prácticas comerciales dudosas y que la compañía china tenga que pagar miles de millones de euros a los consumidores.

Esto es una realidad en países como Portugal, Reino Unido, Bélgica o Alemania, pero no en España. La lucha de los consumidores contra las grandes empresas sigue siendo aquí David contra Goliat, mientras que otros países europeos han ido empoderando a sus usuarios con herramientas legales para que puedan enfrentarse al colosal guerrero. O lo que es lo mismo, a las grandes empresas. En definitiva, España va muy tarde en adaptar la Directiva de la Unión Europea de acciones de representación para la protección de los intereses colectivos de los consumidores que debería haber sido traspuesta en 2022, pero que tres años después sigue esperando.

La intención está. O estaba, al menos, en el Ministerio de Justicia, que verá cómo los jueces van a liberarse de carga de trabajo con una ley con la que sólo será necesaria la denuncia de un cliente para representar a todos los demás. Lo que se llama acciones de clase. No habrá que plantear una demanda colectiva en la que un grupo inmenso de personas tenga que unirse para pleitear, por ejemplo, con el cartel de la leche, ni cada usuario tendrá que acudir a los tribunales para poder recoger su beneficio de una sentencia anterior. Bastará un ganadero para lograr el éxito de todos los demás.

Por eso, el departamento que dirige Félix Bolaños llevaba trabajando meses para que el proyecto de Ley de Eficiencia de la Justicia contuviera todas estas herramientas, pero en el último momento el pasado mes de noviembre la imposibilidad de llegar a un acuerdo con los actores sociales y otros ministerios provocó que se descolgara de la norma que finalmente fue aprobada. A las fuentes consultadas en el sector les sorprende que el asunto haya pasado por debajo del radar de la opinión pública, cuando la ley puede suponer una transformación muy profunda de la defensa de los consumidores. Un cambio de paradigma, dicen.

Los que conocen este asunto hablan de "herramienta muy potente" para poder equilibrar las fuerzas de los consumidores. Sin embargo, existen ciertas reticencias en el mercado por miedo a los abusos. Unos creen que esto se puede convertir en el "Oeste de Estados Unidos", demandas salvajes contra empresas, y otros ven totalmente "injustificado" el temor. El hilo argumental de la película Erin Brockovich --basada en un caso real-- sería un buen resumen de lo que puede lograr la ley. Una activista medioambientalista demandó en 1993 a una fábrica de gas y electricidad (Pacific Gas and Electric Company) en California y descubrió que había una sustancia química, el cromo, que estaba en el agua de consumo. Se enfrentó con un abogado mundano a un monstruo de compañía y ganó.

Las grandes tecnológicas y empresas internacionales tienen todos los medios económicos para contratar a los abogados más reputados, los bufetes más especializados, y la lucha se vuelve desigual. Esta ley supone un paso de gigante para el usuario. Un Goliat contra Goliat.

Actualmente en España para realizar una acción de este tipo se debe vehicular a través de demandas colectivas. Para eso, los despachos deben salir al mercado a buscar más afectados y el trabajo se multiplica. El otro sistema, las acciones de clase, permiten que un representante ponga una demanda y con ella ya es, algo así, como el apoderado de todos los afectados.

Este anteproyecto de esta ley vanguardista que estaba fraguando Justicia proponía que se pudieran afrontar todos aquellos procesos que tuvieran un impacto menor de 3.000 euros por un solo usuario.

Ejemplos prácticos en el país vecino: se han presentado demandas colectivas en Portugal contra Rynair, por supuestamente prácticas comerciales desleales; contra FNAC, por presuntamente incumplimiento de la garantía de los bienes; contra Vodafone, por servicios adicionales supuestamente no solicitados, etc.

En España es la administración la que puede reclamar a las empresas multas por perjuicios a los consumidores. Por ejemplo, la sanción de 179 millones de euros que el Ministerio de Consumo acordó para cinco compañías low cost por prácticas abusivas con el equipaje. Si se le da luz verde a esta norma, este tipo de condenas en los tribunales podrían redundar en un beneficio en los clientes y no sólo en dinero para la Administración. Igual que la condena que la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) ha interpuesto a Booking por abuso de posición de dominio: 413 millones de euros que van a las arcas públicos y que el consumidor perjudicado no ve de forma directa.

La parte más compleja del sistema es la financiación de terceros para este tipo de acciones. Fondos de inversión especializados en activos litigiosos aterrizarían en territorio nacional para entrar en el mercado. Estas acciones de clases solo las pueden poner entidades habilitadas, asociaciones de consumidores. A algunas de ellas el hecho de que la financiación venga de fondos las echa para atrás. Pero varios actores que llevan años trabajando con este tipo de herramientas en países extranjeros aseguran que hay mucho más que ganar, que que perder en esta ley que el Gobierno, de momento, ha dejado en un cajón.