En las entrañas del acuario más grande de Europa, el Oceanogràfic de Valencia, la humedad lo inunda todo. Las altas paredes de hormigón cubiertas de tuberías se ciernen oscuras sobre los buzos enfundados en trajes de neopreno. Están a punto de hundirse en las aguas de uno de los tanques más peligrosos del acuario. Allí habitan media docena de tiburones toro, carnívoros de 3 metros de longitud. En sus manos llevan algo que despertará sus instintos.
El olor de las piezas de merluza, caballa y bonito atrae la atención de los escualos. “Nuestra presencia bajo al agua les indica que hay comida”, asegura el buzo Carlos Taurá, responsable de este tanque de 6 millones de litros. El equipo dedica años a acostumbrar a los animales a este método de alimentación que permite mantener el equilibrio. "Hay animales que son muy voraces. Si lanzáramos la comida al agua impedirían que los más delicados, nerviosos o estresables se alimentaran", explica.
Darles comida a mano es la única manera de controlar los 31 tiburones y 72 rayas que moran esta zona del acuario, que reproduce el ambiente del océano Atlántico. “En la mayoría de los acuarios tienen un ejemplar o dos de cada especie. Nosotros hemos conseguido mantener auténticos grupos, y eso sólo es posible alimentando de forma individual a cada animal”, explica. Los buceadores distinguen a todos y cada uno de ellos. Tienen cicatrices y detalles anatómicos únicos que los diferencian, como la longitud de la cola o alguna mancha.
La tarea no está exenta de riesgo. Son animales enormes de dentelladas rápidas y bruscas. Dos veces a la semana los buzos, inmersos en el tanque, insertan el alimento al final de un largo palo que mecen con el agua. El tiburón se acerca y lo arranca en un suspiro. “Me he llevado mordiscos de tiburones nodriza. Afortunadamente la dentición de este animal no crea unas lesiones severas, pero su potencia de succión es grande”, reconoce mientras el ala de una raya emerge del agua y le recorre el hombro. Son conocidas como los gatos de los mares porque no dudan en acercarse, frotarse con otros seres y arañar si les incomodan. “Tenemos una raya que está cerca de los 100 kilos. Cuando abre la boca le cabe toda nuestra mano. A veces viene con demasiado ímpetu y se lleva parte de nuestras uñas”, relata.
Cuando no están en el agua, los buzos andan en la cocina, donde reina el bullicio cada mañana. Aquí preparan el alimento para nutrir a las 500 especies que habitan el gigantesco acuario. El filo de los cuchillos atraviesa merluzas y trocea potas. Cubos y cajones con menús para cada especie se amontonan en las encimeras. Con cadencia, corrientes de aire helado a 24 grados bajo cero se escapan de las monumentales cámaras frigoríficas al abrirlas para coger planchas de pescado. “Debe estar congelado para evitar parásitos”, afirma Paola Muñoz, bióloga entrenadora de mamíferos marinos.
Manejan 120 kg diarios de pescados, calamares, mejillones y gambas para 500 especies de peces
Los trabajadores manejan 420 kilos diarios de peces, calamares, mejillones y gambas, de los que 300 están destinados a los mamíferos. Hay cinco cocinas, una para peces, otra para aves y reptiles, en la tercera se prepara el alimento para delfines, y las dos últimas están destinadas a cocinar para las belugas, morsas, leones marinos y focas. Cada una está situada en las cercanías de las instalaciones donde viven los distintos tipos de animales.
La comida se conserva con suma exquisitez para evitar la contaminación por microorganismos. Cualquier persona que entre en la cocina debe antes sumergir las suelas de sus zapatos en un cajón con desinfectante situado en la puerta de acceso. Los ingredientes se descongelan en un periodo de 24 horas en una cámara frigorífica a una temperatura de entre 0 y 5 grados. Después se revisa. “Se desechan las piezas con cualquier defecto en las branquias, un agujero o sin ojos”, explica Muñoz. Los menús preparados se guardan en otro frigorífico en cubos cubiertos de hielo hasta que sea la hora de comer.
Cada mes llega una nueva remesa de pescado y marisco para cargar los congeladores. El equipo de laboratorio lo analiza para asegurar que cumple con los estándares de calidad, que son los mismos que para consumo humano. También hacen un análisis nutricional de las piezas. Con la tabla de valores, los veterinarios y buzos pueden saber qué pescados son más grasos y de esta manera elaborar un menú adecuado para cada especie en función de la época del año.
“En invierno comen más pescado calórico. Así las morsas y las belugas pueden engrosar la capa de grasa que les permite termorregularse. Deben mantenerse a 36 grados, y las aguas de su acuario están a unos 14 grados”, ilustra la científica. Todo lo contrario sucede con los cocodrilos. “Cuando llega el frío, dejan de comer. Su metabolismo se ralentiza tanto que no tendrían las enzimas necesarias para digerir y la comida se pudriría en su interior”, describe su compañero Mario Roche. Son cocodrilos hociquifinos africanos. Comen pescado de agua dulce, codornices, pollos y ratas, que guardan enteras y congeladas en un arcón.
La dieta también se adapta a los periodos de reproducción. Las delfines embarazadas o que están dando de mamar necesitan muchas calorías. Sucede algo parecido con los tiburones. Cuando las hembras se preparan para la gestación, comen mucho. Los machos, por su parte, cuando están cortejando a las hembras dejan de comer y dedican toda su atención al apareamiento.
La edad de los ejemplares es clave para diseñar su menú. Papi es el pingüino más querido del acuario y uno de los más veteranos. Es un pingüino de Humbolt de 22 años. Se acerca caminando muy despacio, arrastrando el trasero para tomar un capelín de las manos de su cuidador, Antonio Messeguer. “Es viejito y le duelen las caderas cuando está fuera del agua. Por eso no permitimos que engorde controlando la cantidad de alimento que ingiere”, cuenta. Los menús son completados con suplementos vitamínicos. Los tiburones necesitan yodo. “Tienen tendencia a desarrollar bocio. Le metemos unas pastillas de yoduro potásico en el tubo de un calamar”, comenta Rocha.
El color de los animales también condiciona la dieta. El plumaje rosado de los flamencos que moran las aguas del exterior del Oceanogràfic se lo proporcionan los carotenoides presentes en el pienso, que incluye una mezcla de pequeños crustáceos y algas. Si no lo toman, en menos de un mes se vuelven blancos. Para mantener vivos los tonos de los peces tropicales, su alimento va cargado de pigmentos, como los carotenos de color naranja presentes en las zanahorias, o los azules y verdes del alga espirulina. Lo acompañan con pimiento verde y espinacas, muy ricos en vitamina C, fundamental para su correcto desarrollo. Los cocineros mezclan estos vegetales con pescado azul hasta formar una papilla que dejan caer en puntos estratégicos del acuario.
¿Y qué beben los animales marinos? Agua, no. En la naturaleza se hidratan con los alimentos. Como la carne pierde agua con el proceso de congelación, los cocineros les preparan una original bebida sólida: gelatina. Los mamíferos la disfrutan como ningún otro grupo de animales del acuario. “Cada día las hacemos con distintas formas y tamaños, y las usamos para jugar y estimular a los animales”, narra la entrenadora. “Al igual que con la comida, un día la escondemos en algún lugar del tanque. Otro cae del cielo. O cuando necesitamos que estén quietos, por ejemplo para realizar una ecografía, le damos el alimento en la mano”.
La creatividad, el escrupuloso método y la pasión por la fauna marina de los cocineros es el secreto del éxito de este titánico acuario.
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