Nunca se habían enfrentado a una mar tan brava. En el polo sur los frentes se suceden uno tras otro sin descanso. Durante tres meses 24 investigadores españoles lidiaron con las infatigables olas de este entorno extremo a bordo de los buques Nuevo Alcocero y Pescapuerta Cuarto. Era la primera vez en la historia que España fletaba una expedición científica al continente helado. Se cumplen 30 años de la hazaña.
“Esas moles inmensas de hielo se te clavan en el alma”, recuerda el físico Javier Cacho, miembro de la expedición. “Las lenguas de hielo que se deslizan hasta la costa y se rompen en icebergs o el colorido del hielo, que recorre del blanco al azul intenso. Nunca habíamos visto algo parecido”, describe a El Independiente.
La expedición partió el 21 de noviembre de 1986 de Ushuaia, en Tierra de Fuego. Era el verano en el hemisferio Sur. Los barcos viajaban casi en paralelo. Se perdían de vista y se volvían a encontrar unas millas más allá. Surcaron 20.000 kilómetros danzando por el arco de islas que salpican el camino hacia la península antártica: los archipiélagos de Georgia, Sandwich, Orcadas y Shetland del sur.
Fue sobrecogedor para Eduardo Balguerías, biólogo que fue jefe de campaña con 25 años. Hoy es director del Instituto Español de Oceanografía (IEO), al que pertenecían 20 de los científicos pioneros. Él conoció una Antártida opaca y agria meses antes, en pleno invierno, “cuando no hay luz, ni vida, las ventiscas son permanentes y no ves más allá de unos metros”.
En verano los días son eternos. El sol cae hasta la línea del horizonte pero nunca se oculta. Las temperaturas ascienden y el hielo se rompe en mil pedazos. La superficie del continente mengua de los 30 millones de kilómetros cuadrados a 14 millones. “Aquello era una explosión de vida. Pingüinos, aves, focas, ballenas, la vegetación cubría la costa...”, recapitula entusiasmado.
Desde 1982 España formaba parte del Tratado Antártico, como observador, sin derecho a voto. “Para ser miembro de pleno derecho debíamos demostrar interés comercial pesquero o una investigación científica continuada”, explica Balguerías. Así España se lanzó a la conquista científica y pesquera de los hielos australes. El país, aún despertando en su segunda legislatura, con el PSOE de Felipe González gobernando con mayoría absoluta, quería formar parte decisiva del club y a la vez andaba en busca de nuevos caladeros.
El primer intento fue un fracaso. El excéntrico empresario belga Guillermo Cryns invirtió en poner la goleta Idus de marzo rumbo a la Antártida desde Candás (Asturias). Por problemas administrativos, averías y temporales varios el barco tardó tanto en llegar a Punta Arenas que el invierno se estaba echando encima. “Otros barcos regresaban huyendo del mal tiempo y nosotros íbamos a iniciar el viaje. Los marinos advertían de que la mar estaba montañosa”, cuenta Carlos Palomo, el que era jefe del Departamento de Geología Marina del IEO, también patrocinador, que coordinaba la parte científica de la expedición. “Tanto era así que decidimos retirar a todos nuestros hombres y el equipo científico del barco”, recuerda.
El viaje siguió adelante sin ellos. En un trayecto deslucido, los exploradores viajaron hasta Isla del Rey Jorge, en las Shetland del Sur, colocaron una placa y regresaron apresurados a tierra firme continental. Cuatro años después, el Gobierno recuperó el impulso perdido de conquista científica y se implicó en la financiación con 360 millones de pesetas. Organizó una nueva expedición, la definitiva, la Antártida 86/11. El Ministerio de Agricultura y Alimentación asumió los costes a través de la Dirección General de Pesca Marítima.
“En España no teníamos barcos científicos con capacidad polar, así que adaptamos dos buques de pesca de altura; transformamos los almacenes en laboratorios”, relata Balguerías, que organizó la expedición y coordinó a los 24 científicos de a bordo. Equiparon los laboratorios con lo último en tecnología: los primeros ordenadores Olivetti M24. Así renacieron el Nuevo Alcocero, que se dedicaría eminentemente a la prospección pesquera de krill, y el Pescapuerta Cuarto, enfocado en investigación científica.
El equipo tenía un plan de trabajo apretado. Los 20 hombres y 4 mujeres estudiaron el entorno desde el punto de vista biológico, químico, geológico e hidrográfico. Los geólogos salían de noche porque no necesitaban luz para hacer prospecciones. Les llamaban los murciélagos. Los biólogos hacían capturas experimentales para identificar los seres vivos y también buscaban buenos puntos de pesca. “Los soviéticos llevaban tiempo explotando la zona. La riqueza era extraordinaria”, señala.
Una de las piezas más relevantes del equipo científico llegó casi por casualidad. Javier Cacho, del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial, se embarcó cuando el Instituto Nacional de Meteorología renunció a participar a última hora. Dos años antes se había descubierto agujero de la capa de ozono. Aún no estaba claro qué destruía esta molécula, que nos protege de las radiación ultravioleta, de las zonas altas de la atmósfera. Dedicó el viaje a medir el espesor total de la columna atmosférica del ozono en puntos donde jamás se había hecho.
Desde entonces a Cacho la Antártida no se le olvida. Hoy es uno de los mayores expertos en exploración e investigación polar. “En la Antártida aflora el sentimiento de especie. No hay palabras, ni se firma nada, pero si ves una persona en peligro arriesgarías tu vida por salvarla”, asegura.
Los científicos vivieron el cambio de año en este lugar alejado del mundo. En Nochebuena echaron de menos a sus seres queridos. Organizaron sendas fiestas en los barcos, donde celebraron comiendo “centolla das rías antárticas", "tradicionales dulces de verano austral" o "uvas añejas y bien conservadas".
El día de Navidad contactaron por radio con los habitantes de la Base Antártica Orcadas en la isla Laurie. Compartieron mesa, comida y conversación. A veces se levantaban y miraban por los ventanales. No contemplaban las profundas vistas a la bahía. Dirigían la mirada a un duro muro de rocas. Miraban a casa. No eran los únicos. Ni estaban tan solos. “En los hielos, el espíritu de la cordialidad se despierta”, dice Cacho. “Allí haces amigos para siempre”.
Regresaron a casa el 7 de febrero de 1987. España fue aceptada en el Tratado Antártico en 1988. Hoy tenemos un buque de investigación polar, el Hespérides; dos bases, la Juan Carlos I, del CSIC, y la Gabriel de Castilla, del Ministerio de Defensa. Y cada verano decenas de investigadores parten hacia las tierras heladas, una rutina imposible sin el arrojo de aquellos que nos abrieron hace tres décadas las puertas de la ciencia antártica.
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