Son muchos. Están ante mis ojos, entre la vegetación, pero no los veo. Son del color de los robles secos y no los distingo. Relinchan y aparecen en tropel. Son tarpanes, caballos salvajes prehistóricos. Se extinguieron hace siglos. La ciencia los ha resucitado y habitan en Paleolítico Vivo, una reserva en pleno campo burgalés. Bajamos de un salto del jeep y cuando nuestras botas pisan el suelo hemos retrocedido 120.000 años.
Estamos en una vaguada recorrida por el río Arlanzón en Salgüero de Juarros, a los pies de la Sierra de la Demanda. Han escuchado el motor y vienen a investigar. Son vivaces y muy curiosos. “Sus patas son rayadas como las de las cebras. Una franja de pelo negro recorre su columna vertebral. Su manto color grulla cambia en verano a marrón claro. Son rasgos típicos primitivos”, explica a El Independiente el paleontólogo Juan Luis Arsuaga, asesor científico de este particular Parque Jurásico de mamíferos.
No son los únicos seres del pasado que trotan en pleno siglo XXI. En 800 hectáreas pacen los uros y lucen su lana, imponentes, los bisontes. Otros caballos prehistóricos, los Przewalski, miran en la media distancia con sus ojos achinados y sus crines erizadas. Son una pintura rupestre viva. “Son muy salvajes. No son domesticables ni se dejan tocar”, apunta Fernado Morán, veterinario de la reserva y fundador, junto a Juan Luis y al naturalista Benigno Varillas. Concebido hace 4 años, el proyecto abrió sus puertas el verano pasado. La primavera es la estación estrella para disfrutar del safari prehistórico. Ya lo han hecho 6.000 personas.
El tarpán (Equus ferus ferus) era propio de los bosques de Europa. Animales muy duros y resistentes al frío, se extinguieron en el siglo XIX. El último de estos caballos genuinamente salvajes de Europa murió en un zoológico de Moscú en 1909. Sus compañeros salvajes habían desaparecido un par de décadas antes devorados por la avaricia e inconsciencia de los humanos. "Muchos animales se extinguieron con la popularización de las armas de fuego", relata Arsuaga.
En este lugar, en el entorno de Atapuerca, viven los parientes más cercanos del tarpán, los caballos polacos konik seleccionados para asemejarse lo máximo posible al extintos. Son calcos de los prehistóricos, a excepción de las crines, que en los tarpanes eran cortas. "Provienen de parques naturales de Holanda y Bélgica. Son ya 59, con el nacimiento esta semana del primer potrillo", comenta Morán.
A partir de los konik, como este recién nacido, la ciencia y el empeño de unos entusiastas han intentado devolver a la vida a los tarpanes. En 1930 los zoólogos alemanes Lutz y Heinz Heck recrearon el tarpán haciendo cría selectiva de los caballos polacos para pronunciar los rasgos primitivos cruzándolos con ponies del norte de Europa. El resultado es el caballo raza Heck. Se asemeja mucho a los actuales konik, que también ha sido seleccionados genéticamente para viajar atrás en el tiempo.
Otra de las creaciones de estos científicos pisa terreno burgalés: el uro (Bos primigenius primigenius), animal emblemático de cuevas rupestres como Altamira. Es el antepasado de los toros de lidia y de la vacas domésticas. Desaparecieron del ámbito salvaje por la caza excesiva primero por la carne y luego con intención de exterminarlo para ocupar su espacio con ganado doméstico. El último murió en Polonia en 1627.
“Los uros de Paleolítico Vivo fueron creados en los años 20 del siglo pasado cruzando diversos razas rústicas de vacunos. Tuvieron el apoyo de los nazis porque aparecen en las leyendas de los nibelungos”, del siglo XIII, cuenta el paleontólogo. Son más pequeños que el uro original, que alcanzaba los dos metros de altura a la cruz. Tal y como relatan los textos que ensalazaban su figura, se acercan con paso firme, equidistantes, temibles con sus característicos cuernos en forma de lira apuntando hacia nosotros. La escena es inquietante y mi instinto me reclama que me ponga a salvo. Cuando llegan son más tranquilos de lo que su primitiva apariencia anunciaba.
Quizá no lo sean tanto los ejemplares que está desarrollando el Programa Tauros, iniciativa privada que está trabajando en el desarrollo de un uro alto y capaz de sobrevivir sin la ayuda de los humanos. Su intención es repoblar Europa, en el marco del proyecto Rewilding Europe (Regreso a la Europa Salvaje), impulsado por organizaciones conservacionistas, que quiere reintroducir fauna salvaje en un millón de hectáreas abandonadas de Europa para 2020.
En el paisaje paleolítico europeo los bisontes son un sello de identidad. Los últimos ejemplares silvestres murieron alrededor de 1920 abatidos a tiros por los cazadores. A partir de 12 ejemplares que vivían en cautividad se ha logrado criar los 6.000 ejemplares que viven hoy en día, muchos en zoológicos. En este valle pleno de robles de cientos de años de edad, viven libres 3 ejemplares. Son animales macizos, con los cuartos delanteros muy desarrollados y lanudos. Hoy en día es el herbívoro más grande del continente. Son bestias que alcanzan la tonelada de peso y los dos metros a la cruz. “Con los bisontes no os despistéis, no les perdáis ojo y no os separéis de mí”, advierte Morán. No son afables como los tarpanes.
“Cazar un bisonte era la diferencia entre vivir y morir para los humanos prehistóricos”, asegura el experto. Daba tanto alimento, piel, huesos y grasa que garantizaba que un niño pudiera nacer o que una familia sapiens o neandertal saliera adelante. Las pinturas rupestres lo muestran como objeto de caza, pero también de admiración. Han aparecido restos de distintas especies de bisontes en yacimientos prehistóricos, entre ellos la Sima de los Huesos, en Atapuerca, que demuestran que ha estado presente en Iberia durante 1,2 millones de años.
Morán trabaja por repoblar la naturaleza con bisontes. “Es una máquina de limpiar monte, come unos 30 kilos diarios de vegetal, entre los que figuran ramas, hojas, cortezas; como un pequeño rebaño de cabras”, explica este experto de la comisión de superviviencia del bisonte europeo de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza. “Abre claros y evita fuegos. Por eso es una especie muy interesante para gestionar fincas o grandes espacios. Mantiene a punto las zonas rurales abandonadas”, apunta.
En 1879 el naturalista ruso Nikolai Mijailovich Przewalski descubrió la viva imagen de los caballos de las pinturas rupestres trotando por las estepas de la frontera mongola con China. Équidos fuertes, robustos, con las patas cortas y la cabeza grande. De manto castaño amarillento, más oscuro en las patas acebradas. Las crines son cortas, a cepillo. Su hocico, blanco. Como los tarpanes, una línea negra ancestral recorre su columna hasta la cola.
Un siglo después, el caballo Przewalski había desaparecido de la naturaleza y sólo vivía en zoológicos. La hibridación con caballos domésticos y las enfermedades que les contagian acabaron con ellos. En los años 90 del siglo XX nacieron numerosos proyectos de recuperación y reintroducción de este inusual caballo. Hoy, a pesar de los esfuerzos, tan solo quedan unos 1.400 ejemplares en su inmensa mayoría en Mongolia. Una manada ocupa la zona de exclusión de Chernóbil. Siete espléndidos ejemplares corren salvajes en Salgüero de Juarros. Un privilegio.
Arsuaga ve el futuro próximo de la reserva con más ejemplares de estos animales que compartieron vida y espacio con nuestros antepasados repoblando las hectáreas desiertas de España. “Esto activa la economía de las regiones y es una experiencia inolvidable para los visitantes. Debería ser obligatorio en los colegios”, dice. Yo subo la apuesta. Las nuevas técnicas de ingeniería genética están en plena efervescencia. Gracias a ellas veo en el horizonte una España con mamuts, rinocerontes y tigres de dientes de sable renacidos.
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