No es que el futuro que nos ha presentado Black Mirror esté por llegar, es que ya ha llegado. Los biohackers son profesionales cuya misión es alterar aspectos genéticos para dotar a los humanos de nuevas aplicaciones. Esta práctica, que va dando sus pequeños pasos en Estados Unidos y en otras mecas de la ciencia, aún está lejos de ser una realidad que afecte al día a día de los ciudadanos, pero sí plantea ideas que se están aplicando a una escala potencialmente muy exitosa.
Una de esas pequeñas estrategias ya la han implementado en la sede de Epicenter, un espacio de coworking para start ups donde conviven más de 100 empresas que concentran a hasta 2.000 empleados en Estocolmo. Allí ya hace tiempo que han prescindido de las típicas tarjetas de acceso y del dinero para realizar pagos en máquinas expendedoras y demás servicios. Lo hacen todo con un chip implantado en la mano.
El proceso comenzó en el año 2015 y desde entonces más de 150 trabajadores de la firma escandinava ya llevan un pequeño chip insertado bajo la piel de la mano entre el dedo pulgar y el índice. Es un dispositivo con el tamaño de un grano de arroz que se coloca con una inyección prácticamente indolora. El proceso apenas dura unos segundos.
Gracias a ese microchip, que es inocuo biológicamente hablando para el que lo lleva, se pueden abrir puertas, encender las impresoras o incluso pedir bebida en el comedor que tiene la empresa. Eso evita a los trabajadores llevar encima las llaves o su identificación y además le sirve a los responsables para controlar las horas de acceso de sus empleados o para registrar los movimientos que realizan una vez que están en su puesto.
"El chip reemplaza a un montón de objetos que no tienes que portar, ya sean llaves o tarjetas", explica el CEO y cofundador de Epicenter, Patrick Masterton, según recoge Associated Press. "Por supuesto, recibir un implante es una decisión que se debe tener bien meditada ya que estás metiendo en tu cuerpo un chip", explica.
La tecnología que utilizan estos injertos no es nueva, de hecho es muy similar a la que incorporan los chips de identificación de las mascotas o los que llevan algunos envíos y sirven para geolocalizar en qué punto del viaje están. Se trata de la Near Field Communication (NFC), que también es la técnica que utilizan las tarjetas de crédito actuales o los smartphones para pagar en un datáfono.
Estos chips son, además, pasivos. Es decir, contienen un buen puñado de información sobre las personas y permiten a otros dispositivos leerla, pero en ningún caso obtendrán información de otras máquinas que puedan contener datos.
Grandes avances
No es el primer caso en el que implantes de este tipo funcionan con éxito. Amaal Graafstra es un emprendedor estadounidense que montó una start up bajo el nombre Dangerous Things, con sede en Seattle. Su principal tarea se ha centrado en investigar el uso de este tipo de chips en la medicina, después de recibir un implante en cada mano en el año 2005.
Para desarrollarlos hizo pública su misión a través de un crowdfunding en el que los 8.000 dólares que pedía quedaron rápidamente eclipsados por los más de 30.000 dólares, más de 28.000 euros, que finalmente recaudó el proyecto. La idea que se materializó gracias a esos fondos creó un chip que, alojado en un brazo, servía para interactuar con aparatos electrónicos como el smartphone, que se podía desbloquear con un movimiento.
El avance de este tipo de tecnologías, cuyo crecimiento será lento pero imparable, va a poner en primera línea el debate de la seguridad. Aceptar un implante de este tipo supone permitir que los datos de nuestra actividad diaria queden registrados, almacenados y estén a disposición tanto de los responsables de la empresa para la que trabajamos como para aquellos que tienen peores intenciones.
Todavía no son dispositivos que estén conectados a la red con el famoso Internet of Things (IoT) de por medio, pero no tardaremos en ver cosas así.
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