Croan oscuras como el tizón, ocultas entre la vegetación de una charca a un escaso kilómetro del epicentro del desastre nuclear. Son distintas al resto de sus congéneres, que lucen una piel verde vibrante. Habitan uno de los lugares más siniestros del planeta: la zona de exclusión de Chernóbil.
“Nunca había visto algo así”, asegura a El Independiente el ecólogo Germán Orizaola. El dosímetro pitaba. Hundido en las aguas hasta el esternón con las luces del sarcófago que recubre el reactor número 4 parpadeando a lo lejos, el científico descubrió el año pasado un puñado de estos extraños anfibios. Acaba de regresar al mismo lugar.
“No sabemos por qué son negras”, reconoce mientras hablamos por teléfono. De las 120 ranitas orientales de San Antonio (Hyla orientalis) que ha recogido, 25 son negras o grises. “Este año están por todas partes. Creemos que puede ser una mutación que las protege de la radiación gamma”, hipotetiza el científico de la Universidad de Uppsala.
Cada noche desde hace una semana y cuando el tiempo lo permite, Germán y su equipo se adentran en el bosque ucraniano en busca de nuevos ejemplares. “Los días de frío las ranas se refugian, se quedan inactivas y no hay forma de localizarlas”, explica. Como si fueran el flautista de Hamelin las ranas cantan y los científicos las siguen. Enfundados con las botas de agua y el frontal iluminando la profunda noche desvelan las ranitas ocultas en los carrizos. “No se asustan, algunas siguen cantando cuando las atrapas en el hueco de la mano”, relata.
Entrada la madrugada Orizaola y su colega Pablo Burraco, de la Estación Biológica de Doñana, llegan al pequeño laboratorio, que forma parte de las instalaciones del Laboratorio Internacional de Radioecología del Centro Chernóbil. Cada rana esperará en un tupper hasta el amanecer. Será entonces cuando inicien la toma de muestras.
El accidente de la central nuclear liberó en abril de 1986 una cantidad de radiactividad 200 veces mayor que la que desprendieron las bombas atómicas que Estados Unidos lanzó en 1945 sobre Hiroshima y Nagasaki. La zona quedó devastada y altamente contaminada. Las autoridades limitaron el acceso hasta el foco del desastre un radio de 30 kilómetros. Las últimas proyecciones señalan que más de 40.000 casos de cáncer en humanos estarán vinculados con la exposición a la radiación liberada en el accidente.
A primera vista las ranas no muestran signos malignos. “Los ejemplares con graves defectos que dificultaran su vida morirían al poco de nacer”, argumenta Orizaola. La naturaleza se deshace pronto de los débiles. Se han perpetuado las mejores. “Estamos tomando muestras para analizar su respuesta inmune, el estrés oxidativo, las bacterias de su microbioma, explorar su ADN en busca de alteraciones, y sus ojos en busca de cataratas, un efecto muy típico de la exposición a radiactividad”, explica. Si las ranas actuales tienen mutaciones, estas no deben estar afectando a su desarrollo normal o incluso podrían haberlas dotado de nuevas características beneficiosas. Es posible que el color negro sea una de ellas.
Es la segunda visita que hacen a la región. Están recogiendo muestras en 6 localizaciones, incluida El Bosque Rojo, el área más contaminada. La primera nube de radiación tras el accidente pasó por este pinar. Tal fue el impacto para los árboles que se tornaron color rojo. “Los pinos murieron, hoy es un bosque de abedules”, cuenta el español.
Lo que aún es un área restringida para los humanos 31 años después, se ha convertido en un paraíso para la vida salvaje. Al principio los animales no lograban sobrevivir en la zona, pero los niveles de radiación han disminuido y ahora la fauna y la flora es exuberante. “La vegetación ha engullido edificios. Los animales abundan. Hemos visto castores, ciervos, caballos, chotacabras, lobos, alces”, describe.
Aquí habita una manada de caballos Przewalski, en peligro de extinción. Quedan unos 1.400 ejemplares en su inmensa mayoría en Mongolia. Los de Chernóbil fueron introducidos en 1998. Han convertido la zona de exclusión en su edén. Llegaron 20 y han triplicado la población.
El guía de la expedición en busca de ranas es Sergei Gaschak, del Centro Chernóbil, un experimentado biólogo que formaba parte del ejército que ayudó a limpiar la zona a los pocos días del accidente. Desde entonces ha estado estudiando la fauna del lugar. Con cámaras trampa ha captado a lo largo de estos años imágenes íntimas de la vida silvestre que ha renacido al son de la caída de radiactividad.
Allí campan libres lobos grises, nutrias y animales que no se veían en la región desde hacía casi un siglo, como el lince europeo y el oso pardo. Ha dejado constancia de que los murciélagos cuelgan de las vigas de las casas abandonadas de Pripyat, que antes del desalojo albergaba a 50.000 habitantes. Ha visto cómo las aves anidan sin temor. Los animales viven en zonas de alta radiactividad sin aparentes perjucios. Tan solo se han detectado algunos casos de aves albinas y deformidades en golondrinas hace unos años.
“Si estos animales viven aquí, ¿podríamos volver ya los humanos?”, se pregunta Germán. No serían buenas noticias para la fauna. En realidad la razón de esta abundancia no es que el ambiente ya no sea peligroso para la salud sino la ausencia de humanos. “Antes no había lobos porque los matábamos. Hoy viven aquí. El efecto destructor causado por la presencia humana es mayor que el de la radiactividad”, reflexiona. Mientras, en el laboratorio las ranas negras esconden su secreto.
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