Cada día un trozo de chatarra espacial cae sobre nosotros. Son unas 70 toneladas al año de restos de cohetes o satélites que golpean la superficie de la Tierra. La inmensa mayoría se desploma en los océanos, que ocupan el 70% de la superficie del planeta, o en zonas deshabitadas. Ha pasado poco más de medio siglo desde que la humanidad iniciamos la conquista espacial y ya hemos convertido el espacio en un desbordante vertedero.
La mayoría son caídas controladas. La agencia espacial responsable del objeto aeroespacial conoce y anuncia el lugar y el momento de la caída sobre la Tierra. Otras tantas son objetos descontrolados y no identificados. Es el caso de las bolas negras que cayeron en Murcia y Albacete hace un par de años. Dos pastores vieron caer los artefactos de unos 20 kilos y 65 centímetros de diámetro sobre el campo que paseaban. Avisaron a la Guardia Civil que comprobó que no llevaban restos de combustible tóxico en su interior, como hidracina, muy típico de los satélites, y los llevó a buen recaudo. Resultaron ser tanques de presurización de helio de un cohete estadounidense Atlas V. El año pasado miembros de las Fuerzas Aéreas del país norteamericano pasaron a recoger los restos.
Desde que en 1957 se puso en órbita el primer satélite, el Sputnik, se han lanzado casi 5300 cohetes, se han puesto en órbita 7500 satélites, de los que permanecen allí arriba 4300 aunque solo están operativos alrededor de 1200. Hemos generado más de 7500 toneladas de basura en el espacio. La Red de Vigilancia Espacial de Estados Unidos sigue la trayectoria de cerca de 24.000 objetos que sobrevuelan el espacio cercano. En total son unas 750.000 piezas de lo más variadas. Los restos miden desde un milímetro hasta varios metros.
Además de trozos de cohetes, hay satélites viejos, polvo, añicos y pequeñas esquirlas de pintura producto de explosiones. Y lo más curioso, herramientas perdidas por los astronautas, como bolígrafos, lámparas e incluso una mochila. El más icónico de los objetos extraviados es la nave Snoopy, el módulo que orbitó la Luna en la misión Apolo 10. Acompañaba al módulo de mando llamado Charlie Brown. Desde su interior los astronautas Thomas Stafford y Eugene Cernan vieron la Luna a tan solo 14 kilómetros de distancia. Mientras, John Young, vigilaba la operación desde el módulo de mando. Aún hoy nadie sabe dónde está Snoopy.
Con tanta chatarra orbitando la Tierra la primera colisión no tardó en llegar. En 1996 el satélite militar francés Cerise chocó contra un trozo de cohete lanzado una década antes. En 2009 el satélite ruso Cosmos-2251 chocaba con el estadounidense Iridium 33, que explotó en 2000 nuevos trozos de chatarra que se sumaron al vertedero espacial.
A lo largo de la historia espacial se han contabilizado 290 choques de este tipo y explosiones provocadas por cohetes con restos de combustible que han generado la basura más peligrosa. Los añicos acelerados de escasos centímetros pueden causar daños catastróficos en las naves, los satélites y telescopios. "Un fragmento de un centímetro puede golpear un satélite causando el mismo efecto que una granada de mano", explica la Agencia Espacial Europea (ESA). De hecho, en 2012, unos años después del choque de los satélites ruso y estadounidense, los restos de la explosión amenazaron con golpear la Estación Espacial Internacional. Los astronautas se refugiaron en las dos naves Soyuz que la estación tenía acopladas en ese momento.
Un fragmento de 1 cm puede golpear un satélite causando el mismo efecto que una granada de mano
“El ritmo actual de lanzamientos es de unos 100 al año y se prevé que se produzcan unas cuatro o cinco choques o explosiones cada año. Así el crecimiento de la basura espacial será incesante. Eso hará que la probabilidad de colisiones catastróficas también aumente”, explica Holger Krag, director de la Oficina de Basura Espacial de la ESA. Si nada cambia los grandes residuos van a ir chocando unos otros hasta formar una nube de añicos que bombardearían hasta la destrucción a cualquier objeto que se situara en su camino. Las órbitas infestadas de estos pequeños trozos quedarían inutilizables durante décadas e incluso siglos. Serían precisamente las más demandadas hoy en día para colocar satélites, situadas en una franja del espacio que se extiende entre los 200 y los 2.000 kilómetros de altura. El 70% de los desechos se amontonan allí.
Ya hay en marcha programas para retirar la chatarra o al menos, frenar el crecimiento del vertedero. La táctica más obvia, ejecutada por China, está descartada. En 2007, el país asiático tuvo la idea poco afortunada de lanzar un misil contra un satélite meteorológico en desuso con la intención de fulminarlo. El remedio fue peor que la enfermedad. Se rompió en 3000 minúsculas piezas que engrosan ahora el basurero.
La ESA está desarrollando una especie de camión de la basura espacial, eDeorbit, que recoja satélites viejos entre los 800 y 1000 kilómetros en las órbitas polares, el lugar más conflictivo. Son las órbitas más apreciadas por los satélites de observación terrestre. “Cada satélite pasa unas 14 veces al día por ahí. Confluyen muchos en un espacio reducido y el riesgo de colisión es alto”, subraya Krag. Los capturaría con un brazo robótico o con una red y los arrastraría hasta una zona donde se precipitarían hacia la Tierra por atracción gravitatoria y se quemarían en la caída por el rozamiento con la atmófera. El lanzamiento está previsto para 2024.
"La manera más eficaz de reducir el crecimiento de los deshechos es evitando las explosiones en órbita y las colisiones. Por eso desde 1997 las etapas de los cohetes Ariane liberan de manera controlada el combustible y descargan sus baterías. Desde entonces no han producido ninguna explosión allí arriba”, explica Krag. También está en pleno desarrollo una nueva generación de cohetes reutilizables para minimizar los residuos y ahorrar material.
Otra medida que propone la iniciativa CleanSpace de la ESA es que cada empresa o agencia que ponga en órbita un satélite debe responsabilizarse de retirarlo cuando acabe su vida útil, siempre antes de 25 años. Los satélites pueden quemarse en la atmósfera o si aún tienen combustible pueden desplazarse hasta sobrevolar el lugar del océano más alejado de tierra firme: el punto Nemo. Está en el océano Pacífico; es un homenaje al capitán del submarino Nautilus de la novela de Julio Verne, ‘20000 leguas de viaje submarino’. Allí, como en un salto del ángel, el viejo satélite se dejaría caer.
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