"Todo por la ciencia". Este podría ser el lema que guió la vida de estos cinco científicos que experimentaron consigo mismos. A contracorriente o saltándose las normas, todos proporcionaron conocimientos que permitieron dar un gran salto en alguna de las ramas de la ciencia.
Un mes en una cueva sin luz
El ruso Nathaniel Kleitman, profesor emérito de fisiología en la Universidad de Chicago, fue el primer científico que centró todos sus esfuerzos en conocer el funcionamiento del sueño. Experimentó sobre sí mismo en varias ocasiones. En 1938 se instaló a más de 100 metros de profundidad en una cámara de piedra en la Cueva Colosal (Mammoth Cave) en Kentucky (EEUU), el sistema de cuevas más extenso del mundo. Permaneció 32 días junto a su alumno Bruce Richardson en ese ambiente sin luz, donde sus cuerpos no tenían referencias para saber cuándo era de día y de noche. Se impusieron un ciclo de 28 horas y averiguaron, midiendo su temperatura corporal, que su organismo seguía guiándose por ciclos de 24 horas.
Repitió la experiencia en alta mar. Se encerró en el submarino militar Dogfish para estudiar la dificultad del organismo para ajustarse a los cambios horarios. Más tarde se mudó al Círculo Polar Ártico en verano, cuando el sol no se oculta, para observar cómo afecta al organismo la constante exposición a la luz. En otra ocasión se mantuvo despierto durante 180 horas consecutivas para estudiar los efectos de la privación del sueño.
En su periplo en busca de los secretos de Morfeo, este científico tenaz descubrió, junto al estudiante de doctorado Eugene Aserinsky, la fase REM (Rapid Eye Movement) del sueño, caracterizada por los sueños y por un patrón de ondas cerebrales similares a la vigilia. Hasta entonces se creía que el cerebro permanecía en reposo durante el sueño.
Se inyectó su prototipo de vacuna
En 1947 la Fundación Nacional estadounidense para la Parálisis Infantil propuso al microbiólogo neoyorquino Jonas Salk buscar una manera de frenar la polio. El médico no dudó. Estaba muy sensibilizado, veía que la enfermedad producía tantas muertes, dolor y secuelas que decidió dedicarse en cuerpo y alma a la investigación para el desarrollo de una vacuna. Así estuvo durante ocho años hasta que anunció la creación de un prototipo vacunal.
Los primeros en probar la vacuna fue un grupo entre los que figuraban el mismo Salk, su mujer y sus tres hijos. Todos los que probaron la vacuna generaron anticuerpos contra el virus y no enfermaron. En 1953 publicaba su hallazgo la revista Journal of the American Medical Association. Tras esta primera prueba consigo mismo, Salk inició un ensayo clínico a gran escala con 2 millones de niños. Los resultados probaron que la vacuna era efectiva y segura.
La vacuna era inyectable y estaba basada en las tres variedades del virus cultivadas en tejido de mono e inactivados posteriormente en formol. Una vez se inyectaba en el organismo los virus recorrían el torrente sanguíneo y el sistema inmunológico del paciente desarrollaba defensas contra él. Las personas vacunadas no desarrollaban la enfermedad pero sí podían ser portadoras del virus, que seguían propagando a través de las heces y la saliva.
La información se hizo pública en abril de 1955. La población recibió la noticia con extremo entusiasmo y emoción. La polio era uno de las enfermedades más temidas y uno de los mayores problemas de salud pública. La vacunación masiva comenzó enseguida. Desde ese instante la incidencia de la enfermedad empezó a disminuir drásticamente. Salk se convirtió en un héroe nacional. No quiso patentar su invento porque no quería rédito económico; su intención era que se distribuyera por el mundo lo más rápido posible.
Sometido a velocidad supersónica
El coronel John Stapp, investigador médico de las fuerzas aéreas norteamericanas de los años 40, experimentó en sus propias carnes cambios de velocidad brutales. Fue el precursor de los actuales maniquíes para ensayos de colisiones o crush test dummies. Se le conocía como “el hombre más rápido del planeta”.
Atado a un asiento en una lanzadera en el desierto de Nuevo México fue acelerado en tan solo 5 segundos hasta superar los 1.000 kilómetros por hora, para a continuación detenerle en 1,4 segundos. En el trance soportó una presión 40 veces superior a la gravedad terrestre (g). Se quedó ciego durante unas horas porque los ojos sufrieron aplastamiento contra las cuencas. El objetivo del experimento era recabar información para diseñar aviones supersónicos y cohetes espaciales.
Gracias a sus trabajos sabemos que un ser humano sujeto adecuadamente puede soportar 45 g. Los pilotos de combate mejor preparados soportan fuerzas de 9 g antes de perder la consciencia. Un piloto de 88 kg sometido a esa fuerza tiene la sensación de que pesa 796 kg.
Tras semejante experiencia Stapp fue uno de los primeros en proponer el uso indiscutible del cinturón de seguridad en los coches y que los pasajeros estuvieran sentados a contramarcha para absorber el impacto del choque con el respaldo. “Mueren más pilotos de avión en accidentes de coche que en tragedias aéreas”, explicaba.
El médico que se operó a sí mismo
El cirujano alemán Werner Forssmann fue uno de los pioneros de la investigación cardiaca. En 1929 inventó una técnica de cateterización que probó en sí mismo. A espaldas de su jefe en el hospital de la Caridad de Berlín, este joven y audaz médico se insertó una cánula en su propia vena antecubital desde el codo, y a través de ella introdujo un catéter de 65 centímetros hasta alcanzar la aurícula derecha de su corazón. Tras ello se radiografió a sí mismo para visualizar la posición del catéter y el comportamiento del corazón.
Su trabajo fue considerado tan temerario que muchos colegas le dieron la espalda. Terminó cambiando la cardiología por la urología. Finalmente su trabajo fue reconocido y recibió el premio Nobel de Fisiología y Medicina de 1956.
Sufrió voluntariamente úlcera de estómago
Gracias a los científicos australianos Barry Marshall y Robin Warren hoy sabemos que más de mitad de los casos de úlcera estomacal y duodenal están causados por una bacteria llamada Helicobacter pylori y no por el estrés. Por este descubrimiento recibieron el premio Nobel de Medicina de 2005.
El camino para llegar a esta conclusión no fue de rosas. Cuando presentaron su hallazgo públicamente en el año 1983, a través de la prestigiosa revista médica The Lancet, no fue bien aceptado por gran parte de la comunidad científica que se mostró muy escéptica. Se creía que ninguna bacteria podía sobrevivir a los ácidos del estómago.
Warren ya había padecido úlcera, así que Marshall, el más joven de los dos investigadores, se contagió a sí mismo, bebiendo una solución de bacterias de un paciente infectado, para demostrar que estaban en lo cierto y que la Helicobacter pylori era la causante de la patología. Este pequeño organismo se instala en el cuerpo humano durante la infancia a través de la madre generalmente. Se aloja en la parte baja del estómago y se acomoda en la mucosa gástrica donde puede permanecer sin producir ningún síntoma durante muchos años. De hecho, no todos los portadores desarrollan una úlcera. Cuando sí ocurre, el infectado sufre la inflamación de la mucosa, es decir, una gastritis, que si no se trata puede llegar a ocasionar úlceras sangrantes e incluso perforaciones en el estómago. Con antibióticos y antiácidos, hasta el 80% de los casos se curan.
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