Vasili Korvin-Krukovski no fue un hombre cualquiera. A mediados del siglo XIX a un general de artillería del ejército ruso se le presumía ciertas habilidades, todas ellas dominadas por el vigor, la rudeza, una constitución física tendente a la redondez y, en la mayoría de los casos, una considerable capacidad para soportar con calma las bebidas etílicas.
Siguiendo con los prejuicios, deberíamos suponer que el buen general tendría una descendencia criada a base de disciplina castrense que termine por vestir con los hombros bien adornados, no en vano hablamos de la Rusia de 1850.
La realidad, en este caso, es muy (muy) diferente. Korvin nunca destacó por su corpachón, no era alguien rudo -lo del vodka no está documentado-, ni tampoco pasó a la historia por sus victorias en el campo de batalla, que seguro que las hubo. Su nombre quedará siempre ligado al de una mujer: su hija Sofia Vasílievna Kovalévskaya.
Sofia, que recibió el apellido de su marido, nació en Moscú en el año 1850 y dedicó su vida a las matemáticas y la ciencia, destacando por sus contribuciones al análisis de las ecuaciones diferenciales, sus teorías de los anillos de Saturno y sus postulados sobre la rotación de un cuerpo sólido sobre un punto fijo.
Sin embargo, y pese a que sus obras abrieron una enorme cantidad de posibilidades para sus coetáneos y para los científicos posteriores, el gran mérito de esta matemática rusa fue crear el sendero por el que luego pasarían tantas y tantas mujeres.
Sofia Vasílievna Kovalévskaya fue la primera profesora universidad de Europa, una hazaña teniendo en cuenta que prácticamente ninguna mujer del Viejo Continente conseguía ser admitida en los estudios secundarios y que en países como Alemania, ahora a la cabeza del continente, las féminas tenían prohibido recibir educación universitaria.
Huida de Rusia
Nacida en enero del año 1850, Sofia Kovalévskaya tuvo que salir de Rusia muy joven. Su país, un ingente territorio sobrado de talento científico pero no político, no permitía que las mujeres asistieran a las clases universitarias.
Acostumbrada a formar parte de las élites intelectuales de la capital, pues su padre era aficionado a la ciencia y su madre, Elizayeta, era la hija del astrónomo alemán Fiodor Schubert, para Sofia era inaceptable no seguir avanzando en las matemáticas que tanto amaba. Tocaba emigrar, pero tampoco aquello era fácil. El camino más sencillo era, por desgracia, el matrimonio.
Para elegir a su marido, en un enlace de conveniencia, decidió organizar una suerte de casting del que salió un elegido: Vladimir Kovalevski, un estudiante de paleontología que también estaba deseando dejar atrás a la madre patria. Ambos pusieron rumbo a Alemania para establecerse en Berlín.
Sus trabajos, dirigidos por Karl Weierstrass, padre del análisis matemático, eran realmente buenos pero, de nuevo, había un obstáculo: la Universidad de Berlín no la iba a aceptar en clase. Weierstrass, que la tenía en alta estima, decidió hablar con antiguos alumnos y uno de ellos presentó las obras de Sofia en la Universidad de Gotinga, famosa por el paso de Albert Einstein por sus aulas. Allí decidieron que no hacía falta ni que hiciera el examen oral.
Los tres trabajos de investigación que presentó le valieron para hacerse con la tesis doctoral con el grado cum laude. Ya era doctora en matemáticas, permitiéndose el lujo incluso de tirar por tierra alguna de las teorías de Pierre Laplace, así que decidió volver a Rusia con la firme intención de presentarse al examen para profesora universitaria. Un decreto del ministro de Educación impidió que llegara a poner su nombre en la prueba.
En el año 1883, y tras la muerte de su padre tiempo antes, fallece su marido, al que terminó queriendo por el apoyo que le prestaba. Harta de encontrar barreras en Rusia, decidió aceptar el puesto de profesora en la incipiente Universidad de Estocolmo, recién creada, con unas condiciones que no hubiera aceptado ningún hombre: el primer año no cobraría de la universidad.
Su llegada al centro docente provocó los titulares de los periódicos. Uno de ellos, según cuenta la historia, le dio la bienvenida calificándola como "la princesa de la ciencia". Su respuesta valdría para un día como el de este viernes: "¡Una princesa! si tan solo me asignaran un salario...".
Legado eterno
Sofia tuvo una vida llena de éxitos, pero nunca consiguió ser profeta en su tierra. Falleció en el año 1891 a causa de una neumonía que sufrió en Estocolmo, donde ya era profesora permanente en la universidad.
Antes de fallecer tuvo tiempo para hacerse acreedora del Premio Bordin, uno de los más destacados que se conceden por méritos científicos en Francia, gracias a sus trabajos sobre la rotación de un cuerpo sólido.
Pese a que otros gigantes de la ciencia como Euler o Lagrange lo habían intentado, sin terminar de afinar, Sofia consiguió resolver las ecuaciones del movimiento gracias a un sistema de seis ecuaciones diferenciales, considerando el tiempo como una variante complejo y analizando los casos en los que las seis funciones tenían relación con el tiempo. Sumó sus conclusiones a las de Euler y Lagrange y resolvió una cuestión que fue decisiva para la mecánica newtoniana posterior.
Su país natal sí que tuvo el detalle de concederse una cátedra y fue nombrada académica de la Academia de Ciencias Rusa, uno de los múltiples honores que se le han concedido de forma póstuma y que hubiera recibido en vida de no ser una mujer.
Además de las matemáticas, Sofia Vasílievna Kovalévskaya era una apasionada de la literatura. Tanto es así que la canadiense Alice Munro, premio Nobel de literatura en el año 2013, basó en su vida uno de sus cuentos, al que tituló, quien sabe si tirando de ironía, Demasiada Felicidad.
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