“En nombre de todas las mujeres y hombres de esta gran nación que han trabajado para conseguir que esto sea posible, y por la generación Artemis, esto es para vosotros. En este momento os doy el “go” para reasumir la cuenta atrás y lanzar el Artemis 1.”
La voz de Charlie Blackwell-Thompson, la primera mujer directora de lanzamiento de la NASA, no sonó nerviosa, sino decidida, fuerte y clara, aunque no podía evitar mirar hacia abajo, en dirección a los monitores. Eran las 6:48 de la mañana en Madrid y éramos pocos los que ya estábamos levantados, y muchos menos aún, los que vivíamos con expectación el momento. No solamente porque se trata del espacio, que no suele llegar a las portadas, sino porque hay que añadir al historial la larga serie de problemas, errores, y sobre todo, lanzamientos fallidos que tiene este programa espacial que pretende nada menos que llevar a seres humanos de vuelta a la luna y, desde allí, a Marte. Pero hoy sí se pudo lanzar el vehículo más complejo jamás creado por la humanidad.
Blackwell-Thompson, como tantos otros centenares de personas que trabajan directamente para el programa espacial norteamericano, vivió siendo una niña pequeña la gloria de las misiones Apollo, que llevaron a las doce personas que han pisado la luna. De hecho, fue contemplar el despegue de una de aquellas naves lo que inspiró su carrera hasta convertirse en la persona al mando en ese gran momento. Toda una vida dedicada a “lanzar gente y cosas grandes al espacio”, como ella misma afirmó en alguna ocasión.
Ahora es Artemis (en la mitología griega, la hermana gemela de Apolo) el nombre elegido para un proyecto que hoy por fin ha dado su primer paso y que parece que va a catapultar de nuevo la exploración humana hacia el espacio.
A la 1:47:44, hora de la costa este norteamericana, dos millones y medio de toneladas de hidrógeno y oxígeno se combinaron en cuatro enormes motores, junto a dos “boosters” (cohetes de apoyo) que quemaron otra tonelada más de combustible. Cuatro millones de kilogramos de empuje se desarrollaron en la plataforma 39B del Kennedy Space Center, el mismo lugar desde el que partió la última misión que pisó nuestro satélite, el Apollo 17, en 1972. La enorme figura de 98 metros de altura se alzó por encima de su torre de lanzamiento, entre una humareda de vapor de agua tan grande que generó una ligera lluvia a cientos de metros de distancia. Se hizo de día por unos segundos ante los miles de fieles seguidores del programa espacial que decidieron trasnochar y probar suerte observando la escena desde las zonas habilitadas para ellos.
Asistir a ese momento es algo inolvidable para cualquiera, pero sobre todo fue especial para una firme candidata a ser el próximo ser humano que pise la luna: Kayla Jane Barron. Hablamos de una atleta, ingeniero nuclear, oficial naval y submarina, y, sobre todo, astronauta. Por algo tuvo que ser la persona elegida por la NASA para comentar el evento para los medios. Tras toda una vida dedicada a conseguir subirse a una nave, algo que se cumplió hace justo un año, era la primera vez que asistía a un lanzamiento “desde fuera de la nave”. Ella, que fue parte del primer grupo de mujeres en convertirse en oficiales de guerra submarina y ganando tres medallas al mérito militar, no pudo evitar llorar. Exactamente igual que cualquiera que haya asistido a algo así.
A los tres minutos y cuarenta segundos de haberse lanzado, el vehículo ya estaba en órbita. Además de saberlo gracias a la modernísima estructura de telemetría que lleva el aparato a bordo, un pequeño Snoopy de peluche vestido de astronauta comenzó a flotar por la cabina. El pequeño perrito beagle es parte de las misiones tripuladas al espacio desde el accidente del Apollo 1 en 1967. Cada astronauta tiene desde entonces uno de plata, y ya es tradición llevar en todas las misiones una mascota similar para convertirla en una de las más notables señales “analógicas” de que se ha conseguido dar vueltas alrededor del mundo sin necesidad de autopropulsarse.
A pesar de que salió todo bien, no faltaron momentos en los que se temió que habría un nuevo aplazamiento. En esta ocasión solamente fueron dos fallos, y pudieron ser subsanados en apenas unos minutos. Uno de ellos, una fuga de hidrógeno en una válvula, necesitó el trabajo urgente de tres hombres increíblemente preparados para ello. El denominado “red team” (equipo rojo) se mete sin dudarlo en una estructura equivalente a un edificio de 25 plantas cargado de combustible y refrigerado a menos de cien grados bajo cero para poder hacer reparaciones, instantes antes de que todo aquello se convierta en un infierno.
Una hora y media después del despegue, los propulsores se volvieron a encender para sacar al vehículo de su órbita e iniciar el camino hacia la luna. En menos de dos horas ya había dado la vuelta a la Tierra el artefacto. Volvía a estar sobre la península de Florida, que podemos ver abajo, de noche, diminuta, con las luces de las ciudades encendidas, en la animación que nos ofreció la agencia espacial norteamericana durante el transcurso del lanzamiento.
A pesar de ser una distancia enorme, no es más que el primer paso de los más de dos millones de kilómetros que ha de recorrer en estos 25 días la verdadera nave espacial al margen del transportador, la llamada Orión, que se hallaba en la punta de la gigantesca estructura del cohete. La tripulación, que en esta ocasión se trata del mencionado peluche y tres maniquíes de prueba, llegarán a estar a solamente 100 kilómetros de la superficie lunar el martes que viene. Esta vez no hay seres humanos para poder contemplar esa vista privilegiada, pero ya sabemos que serán una mujer y alguien de color quienes serán los elegidos para ser los primeros a la hora de volver a la luna. De momento la ciencia dará una vuelta en esta vuelta.
La colaboración internacional ha sido una de las claves en una época de importantes tensiones entre diferentes países. Por ejemplo, de entre los muchos dispositivos que “aprovechan el viaje”, la carga útil de la misión transporta un curioso nanosatélite japonés llamado Omotenashi, de apenas 11 centímetros de largo, 24 de ancho y 37 de alto. Este “Cubesat” tiene un papel importante a la hora de preparar el terreno para los vuelos tripulados a nuestro satélite natural.
Aún queda bastante para ver de nuevo astronautas en misiones a la luna, pero en 2024 se espera que los maniquíes dejen sitio a seres humanos y al año siguiente, que una mujer lance su primera frase sobre otro cuerpo celeste. ¿Será “es un pequeño paso para una mujer…”?
Rafael Clemente, escritor especialista en viajes espaciales tripulados, sigue siendo escéptico y mantiene la predicción que hizo en este mismo medio en septiembre.
“Este dinosaurio-Frankenstein llamado SLS (el cohete transportador) es caro, complejo, y anticuado”, afirma el especialista. Y añade “en nuestros días, no tiene sentido lanzar motores al espacio para luego dejarlos caer al mar”. No le falta razón a Clemente, que valora positivamente la posibilidad de que sea la empresa de Elon Musk la que transporte la cápsula Orión al espacio. “Si se ha hecho así es por intereses políticos y económicos alejados del verdadero objetivo de la misión. Se fabrican componentes del cohete en 42 estados norteamericanos, y a ningún político le apetece que haya protestas por despidos”, aclara.
Aunque califica de “éxito” lo ocurrido hoy, es cierto que ha sido precisamente esa complejísima estructura la que provocó los anteriores aplazamientos, y la mayoría de problemas de esta mañana.
Las misiones espaciales no se escapan y también deben consumir lo menos posible. Como nosotros en nuestro día a día
“Es más potente que el último cohete que llevó al hombre a la luna, el Saturno V, pero también bastante más caro, aunque se prometió que sería más económico”, aclara el escritor. Para él, hay un aspecto del que se habla poco en los medios: “la trayectoria está diseñada para que sea necesaria la mínima energía posible. Realiza una órbita llamada retrógrada que alarga el recorrido pero consigue un ahorro importante de combustible”.
Parece que las misiones espaciales no se escapan y también deben consumir lo menos posible. Como nosotros en nuestro día a día. Una rutina que no se vió alterada en la inmensa mayoría de personas en el momento de este histórico despegue, pero que seguramente sí se verá alterada en el futuro con los muchos avances que gracias al espacio nos llevan a casa con GPS o se incorporan a esa prolongación de nuestro propio cuerpo llamada teléfono móvil.
Podemos darle la espalda al espacio, y verlo como un gasto más que una inversión, pero cabe preguntarse qué hubiera sido de la humanidad si hubiésemos dado históricamente la espalda al mar.
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