En los años 60 del siglo pasado el oceanógrafo Antoni Ballester se dio cuenta de que una base científica en el polo sur sería muy útil para España. Lo supo mientras realizaba diversas expediciones por allí, organizadas por otros países que eran, por aquel entonces, los que llevaban la delantera en la exploración de la Antártida. Pero aunque él lo tenía claro, tardó 17 años en convencer a las autoridades españolas de nuestro país para que dieran el paso. Costó, pero consiguió su objetivo, y en 1988 comenzó a construirse la base científica antártica Juan Carlos I, gestionada por el CSIC.
Construida a más de 12.000 kilómetros de nuestro país, en la periferia del continente helado, la instalación ha estado operativa desde entonces. Se ubica en una pequeña bahía de la Isla Livingston, que pertenece al archipiélago de las Islas Shetland del Sur, un punto muy cercano al conocido Glaciar Johnson y a una montaña que fue nombrada como Reina Sofía. Se trata de un lugar privilegiado: alejado del turismo, protegido de los temporales y cercano a Sudamérica. Pero para instalarse allí España necesitó el visto bueno de los países que conforman el Tratado Antártico.
"Yo siempre digo que esto es como un hotel. Yo soy como el gerente, y junto con el resto de técnicos nos encargamos de llevar la instalación. Luego tenemos mecánicos, gente encargada de la parte electrónica, un médico, un informático, guías de montaña y patrones de embarcaciones. Y los turistas en nuestro caso serían los científicos que vienen a investigar", asegura Joan Riba, jefe de la base, que atiende a este periódico por videollamada desde allí. "La Antártida que sale en los documentales no es la nuestra, pero estamos aislados. Aquí todo nos lo hacemos nosotros, porque estamos solos y tenemos que apañárnoslas", asegura.
La base está habitada durante tres meses al año, de diciembre a marzo, época en la que se desarrolla la campaña antártica española, que coincide con el verano austral. Allí, durante ese periodo de tiempo, viven rodeados de ballenas, focas, elefantes marinos, pingüinos y todo tipo de aves. De todo menos perros, porque la Antártida es un continente protegido, así que están prohibidos. "Ahora casi todas las investigaciones que se hacen aquí llevan la coletilla del cambio climático. Pero se estudian muchas cosas, desde la dinámica de los glaciares al campo magnético terrestre, pasando por proyectos de microbiología o geológicos. Y también hay proyectos para ver los contaminantes que llegan hasta aquí desde todo el planeta", resume Riba.
Aunque tiene capacidad para albergar a 51 personas, ahora mismo hay 31 viviendo en la base, entre técnicos, científicos y personal de Aemet y RTVE. Todos ellos disponen de embarcaciones neumáticas, motos de nieve y quads para moverse por la isla. Y cuentan con el apoyo de los buques Hespérides y Sarmiento de Gamboa, propiedad de la Armada y del CSIC, respectivamente. Dependiendo del año reciben ayuda de uno u otro, o incluso de los dos. El primero parte de Cartagena al inicio de la campaña con todo el material científico y la comida (congelada y seca) que los habitantes de la base necesitarán. Y el segundo hace lo mismo desde Vigo, aunque ambos van realizando también visitas periódicas para llevar provisiones.
Llegar hasta allí desde España ya es una odisea en sí misma. "Los barcos tardan un mes en llegar a Ushuaia (Argentina) o Punta Arenas (Chile), que son los puertos de entrada. Nosotros cogemos un avión para coincidir con ellos en esas ciudades, nos embarcamos y en tres o cuatro días de navegación llegamos a la base. Lo ideal es llegar entre el día 8 y el 20 de diciembre, pero este año llegamos el 30", comenta Riba. Es decir, justo a tiempo para Nochevieja. Aunque no es que lo celebraran mucho. "Aquí son cuatro horas menos que en España. Pero ese día nos tomamos las uvas a las 11 de la noche y nos fuimos a dormir. No aguantábamos más", asegura.
Las entrañas de la base
Cuando llegan a la base, Riba y el resto del equipo tienen días con 24 horas de luz. Suele nevar mucho, pero llueve incluso más. Y la temperatura media anual es de -1.2ºC, aunque las variaciones siempre son pocas, porque lo habitual es estar en torno a los 0ºC. Sin embargo, el principal enemigo es el viento, que puede llegar a soplar en rachas de hasta 180 kilómetros por hora.
En total, la base tiene 1.735 metros cuadrados de instalaciones techadas. Los tres módulos principales están ubicados en forma de aspa, con un núcleo en común, aunque son independientes en cuanto a los suministros. Dos de ellos son gemelos, con 26 habitaciones cada uno más los baños, y sólo se diferencian entre sí en que uno tiene lavadoras en la planta de abajo y el otro tiene una planta depuradora de aguas residuales. El tercer módulo principal acoge el comedor, la cocina, los almacenes, una sala de estar, la enfermería, un pequeño gimnasio y un despacho.
En el resto de instalaciones hay repartidos un laboratorio, una biblioteca, una zona de aeronáutica (donde se guardan las embarcaciones), un taller de reparación y otra zona con material de montaña. Y luego hay dos módulos claves para que todo funcione: uno que alberga los tres generadores que alimentan toda la base de energía y otro que tiene centralizado las energías alternativas de las que disponen, que son paneles solares y aerogeneradores.
"Aquí la dieta que seguimos es muy sana y equilibrada. Tradicionalmente los cocineros que trabajaban en la base eran los típicos que había en los barcos, que hacían muchas comidas de cuchara. Pero luego fue cambiando y empezaron a venir cocineros de restaurante", relata Riba. Y añade: "Yo siempre les digo que quiero comer como lo haría en mi casa, porque vamos a estar aquí tres meses. Antes la gente engordaba mucho cuando venía, pero ahora se come de lujo. Es algo que reconoce todo el mundo".
La gestión de la basura en la base también tiene su historia, porque allí no se puede quedar nada. Los buques de apoyo visitan la base cada cuatro o cinco semanas, y cuando descargan la comida también aprovechan para llevarse los residuos orgánicos y el papel -que previamente se queman en una incineradora-, los plásticos, los metales, los aceites y los desechos de los combustibles. Todo se traslada a Argentina o Chile, salvo los aparatos científicos y electrónicos, que parten rumbo a España cuando concluye la campaña.
Luego también hay que hablar del Campamento Byers. "Es un campamento internacional que gestionamos nosotros. Está en el extremo oeste de la isla Livingston, en una zona protegida, de mucho interés científico y de acceso muy limitado. Allí tenemos dos iglús rojos de fibra, uno que sirve como comedor, sala de estar y cocina y otro que se usa como laboratorio. Los dos son iguales, tienen unos siete metros de largo, 2,5 de ancho y 2 de alto. Como son pequeños hay que montar tiendas de campaña para que la gente pueda dormir. Es como vivir en un barco o en una autocaravana", resume Riba
Aunque técnicamente podrían llegar hasta allí en motos de nieve, normalmente suelen viajar en barco para ahorrarse gran parte de las cuatro o cinco horas que, en el mejor de los casos, tardarían. El campamento está abierto durante un mes al año, y aunque las condiciones allí son durísimas por los temporales y el viento es fundamental realizar esas investigaciones sobre el terreno, que son las que posteriormente acaban dando pie a más publicaciones científicas. En esa zona, además, hay un santuario donde directamente está "prohibidísimo" entrar.
La soledad de la Antártida
Incluso allí, a miles de kilómetros de casa, Riba y el resto mantienen vivas algunas tradiciones españolas. "Los técnicos que participamos en la campaña estamos aquí los tres meses, pero muchas veces los equipos científicos se alternan para venir en periodos de tres semanas o un mes. Es decir, que ellos vienen con mucha energía, pero nosotros llevamos otro ritmo. Así que si podemos intentamos echarnos una siestecita de 15 o 20 minutos, que nos dan la vida", explica el jefe de la base, que detalla que los lunes siempre cenan tortilla de patata.
Aunque siempre hay muchas cosas que hacer, no todo es trabajar. Al final del día el personal tiene un poco de tiempo libre, que suelen invertir en ver películas o series, escuchar las charlas que algunos de los científicos organizan o jugar al backgammon, un juego de mesa milenario y muy popular en el mundo árabe. "Las conexiones no dan problemas, pero la gente está muy acostumbrada a tener mucho ancho de banda y malgastar megas. Y aquí que 40 personas estén mirando Instagram es un consumo desorbitado. Así que lo tenemos muy organizado", asegura Riba.
En la isla Livingston, que tiene 80 kilómetros de largo, hay otra base científica. Son sus vecinos los búlgaros, con los que tienen "mucha relación". Todo lo contrario sucede con la otra base española de la Antártida, la Gabriel de Castilla, que es militar. "No los tenemos muy lejos. A unas 20 millas, que son dos horas y media en barco. Pero no nos vemos en los tres meses que dura la campaña. Sólo cuando llegamos y cuando cerramos las bases. Aunque estamos en contacto por si tenemos problemas", relata el jefe de la base.
En general, en la periferia de la Antártida hay mucha presencia humana. El mejor ejemplo es la isla Rey Jorge, que también pertenece al archipiélago de las Shetland del Sur, donde hay incluso una pista de aterrizaje para aviones y otras muchas bases científicas, la mayoría de países latinos y gestionadas por sus ejércitos. Aunque Riba explica que tampoco tienen mucho contacto con ellos.
Toda esa zona también está muy frecuentada por el turismo, al igual que la Península Antártica que tienen justo debajo, y que es una especie de lengua de tierra que sale del corazón del continente. Pero el interior de la Antártida es otra cosa muy distinta. Una zona casi inhabitada, muy virgen, donde hay lugares "en los que nadie ha puesto el pie jamás". Pero allí los españoles ni se acercan, según explican porque son conscientes de que no tienen medios suficientes.
"Cuando me preguntan si hace frío en la Antártida siempre les digo que es un continente. Nadie pregunta nunca si en Europa hace frío o no, porque tenemos Sevilla y tenemos Estocolmo. Es relativo. Pero dentro de eso, nosotros estamos en la Sevilla de la Antártida", afirma Riba. "Por condiciones meteorológicas la base podría habitarse todo el año, porque hay otras bases ubicadas en zonas mucho peores. Pero cuando se diseñó no se pensó en eso, y las necesidades de agua dulce y combustible en invierno son distintas, porque hay periodos más largos sin apoyo exterior. Haría falta una inversión para acondicionarla, pero ahora mismo no se plantea", añade.
Dicho esto, la base está abierta para todo aquel que quiera visitarla. Aunque no suele ser mucha gente la que se pasa por allí, algo que después del Covid se acentuó aún más. Por eso Riba destaca lo difícil que es, a nivel mental, vivir allí: "Estamos aislados. Cualquier información que nos pueda llegar de la familia es un problema. O cosas, que han pasado, como que la gente llame por teléfono a sus hijos pequeños y no quieran hablar con ellos. En esos momentos hay que relativizar, y estar muy frío". Nunca mejor dicho.
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