En un rincón de la vega del río Ungria, al inicio del valle, Leticia Rodríguez de la Fuente dice haber encontrado su lugar en el mundo, el que llevaba décadas buscando. Su finca, adquirida hace más de un lustro, es hoy una granja de flores en la que, según la época del año y entre álamos o avellanos, crecen vivaces y gramíneas con la determinación de su protagonista, una de las tres hijas del naturalista que fascinó a varias generaciones de españoles, de tocar tierra y echar raíces.
“Volver a la tierra ha sido una forma de reconciliarme con aquella niña que era antes de que mi padre nos dejara. Yo creo que entonces desconecté de mi y he pasado 30 años buscando, en una huida hacia adelante”, reconoce Leticia en conversación con El Independiente. Es un mediodía de mediados de mayo y, pertrechada de un sombrero de paja, se mueve grácil por los dominios que sus manos y las de un reducido grupo de amigos y colaboradores han ido dando forma, domesticando un páramo en el que hasta su llegada crecían zarzales y frutales.
Tocar tierra
Leticia acaba de publicar Tocar tierra (Espasa), un libro menudo e ilustrado con algunos de los ejemplares que cultiva en su finca en el que reivindica su hallazgo, a tan solo 8 kilómetros de Brihuega (Guadalajara). Desde su parcela, que ha ido ampliando hasta alcanzar la superficie de una hectárea, esta jardinera y floricultora hecha a sí misma observa su jardín, “que se va transformando año tras año en un pequeño oasis de vida”, y también el mundo que va más allá.
Ignoramos por completo la tierra y el planeta. No respetamos el ritmo de la naturaleza y la machacamos
“Ignoramos por completo la tierra y el planeta. No respetamos el ritmo de la naturaleza y la machacamos. La tierra es la gran madre porque es la que nutre a las plantas y éstas, a su vez, son las que nos nutren a nosotros con el oxígeno. Y, en lugar de eso, estamos todos inmersos en la satisfacción inmediata de nuestras acciones”, dice. “Vivimos muy malamente en las ciudades. Tenemos una calidad de vida que es una mierda y estamos en una especie de carrera hacia no sé sabe dónde. Aquí he sido consciente de la emergencia climática”.
Sabe de lo que habla. Lo ha aprendido en “su viaje sin retorno a la tierra”, transfigurado en un ejercicio de paciencia, de experimentar con las herbáceas y verlas crecer sin mirarse en el tiempo. “Es que no hay más que hacer que dejarse estar y asistir al espectáculo de la vida con las emociones adecuadas, como decía Óscar Wilde”, desliza Leticia, que comenzó su obra instalada en una pequeña casa sin agua ni electricidad. “Me daba igual. No era consciente de los límites para nada. Me enamoré de este lugar. Estaba abducida. Decidí que quería tener aquí mis flores”.
Halló “la tierra prometida” de modo fortuito, mientras llevaba a casa a un agricultor de la zona. Desde niña había estado vinculada a La Alcarria, cerca de donde vivió sus últimos años el periodista Manu Leguineche -autor de La felicidad de la tierra- y donde está ubicada La Matilla, la finca en la que su padre se recluía con su familia a disfrutar de la cetrería y la naturaleza. El autor de El hombre y la tierra, que inculcó el amor por la naturaleza en la España que despertaba tras la dictadura, había establecido -a juicio de Leticia- “una relación más con la naturaleza salvaje”. “Yo siempre he tenido tendencia a domesticar la naturaleza, a crear un jardín, aunque está claro que nos hemos criado en el campo”.
El mercado industrial de la flor busca la perfección y la naturaleza es todo lo contrario, totalmente imperfecta
En contra de la industria de la flor
Fue su tío Enrique, un apasionado de la botánica con el que compartía veranos en Cantabria, su verdadero inspirador. A sus 55 años, Leticia -que estudió en Reino Unido y se inició en el mundo del arte- recorrió el camino hacia el campo desde la floristería que abrió en el madrileño mercado de Antón Martín. Allí se topó con el mercado industrial de la flor y fue consciente de su larga singladura desde el origen hasta el destinatario final.
“Holanda es el centro neurálgico, donde se subasta toda flor susceptible de ser comercializada a gran escala en Europa. Aquí aterriza el género de todo el mundo para su cotización y posterior redistribución. El cultivo masivo de la rosa, por ejemplo, se encuentra en Ecuador y Colombia, aunque últimamente Etiopía está cogiendo la delantera. Israel tampoco se queda corto en cuanto al cultivo de otras flores, como puede ser la peonía. Pero lo más impresionante de toda esta locura es que el productor que quiere vender en su país de origen tendrá que pasar por Holanda para poder acceder a los circuitos preestablecidos de distribución. Las flores que su compran han estado mucho tiempo viajando en aviones y tráileres refrigerados para acabar en neveras industriales y rociadas con todo tipo de productos químicos”, desgrana Leticia.
“Es, además, un mercado que busca la perfección en la flor: un largo de tallo, un color de pétalo, una forma de la flor. Y la naturaleza es todo lo contrario, totalmente imperfecta. Entonces todo lo que el mercado industrial consigue con la flor es alejarse de lo natural, de lo fresco, de lo espontáneo, lo que tiene personalidad, lo que tiene alma”, arguye. Sus clientes, recalcan, comparten “la conciencia ecológica, de lo tóxico que es el mercado de la flor y la huella de carbono que deja”.
“Cuando tú empiezas a trabajar con flor orgánica, de cercanía, sostenible, ya no puedes trabajar con la otra flor. La industrial es demasiado tiesa e inexpresiva. Por muy bella que sea la flor en sí, lo que es la flor no es sólo los pétalos o el tallo, también son las hojas. Es el movimiento que tiene, es el espacio y cómo interactúa con otras flores”, explica. En su granja -de la que emergen peonías, dalias o ranúnculos, según la estación- se preparan cada martes encargos para un puñado de floristerías y clientes privados.
De un hare krishna a un joven jardinero
“Me metí en esto por necesidad. Empecé a estudiar con floristas ingleses que trabajaban con flor orgánica y en España no tenía proveedores que me pudieran abastecer. Así que terminé convirtiéndome en productora”. Pero fue en el diseño de su jardín donde encontró su vocación. “La flor de corte la mantengo para financiar el jardín. Le he dado la vuelta a la tortilla. Mi vocación en la vida es el jardín”, esboza. El suyo es un jardín naturalista que respeta los colores de cada estación y que tiene una extensa lista de plantas por incorporar. Y en el que ella misma sigue aprendiendo.
Me he reinventado 20.000 veces en mi vida y ésta es la última parada
“No tenía equipo ni dinero ni sabía cultivar ni conocía la idiosincrasia del lugar. Todos los impedimentos al final no lo fueron y se fue dando de maravilla”, admite. Desde un monje hare krishna que le echó una mano en los inicios hasta Óscar, el joven jardinero que hoy cuida de la finca. Leticia asegura que su jardín es su destino definitivo. “Me he reinventado 20.000 veces en mi vida y ésta es la última parada. He sido una buscadora nata y una intrépida y siempre he querido hacer cosas nuevas. Me aburría muy rápido cuando conseguía montar algo. Hoy no tengo esa sensación. El jardín no se acaba nunca”.
Es el sueño más rentable que he tenido en mi vida. Ni veinte años de psicólogos
Volver a conectar
Una sinfonía, la de sus flores, a las que se dedica sin noción de tiempo. “Me puedo pasar horas en silencio quitando malas hierbas”, apunta. “A medida que el jardín se va expresando y tiene distintas épocas, voy viendo de qué pie cojea y lo que tengo que quitar o añadir”. Una tarea que se ha convertido en un sueño rentable, viable y terapéutico. “Es el sueño más rentable que he tenido en mi vida. No gano un duro porque todo va a pagar los gastos, pero a nivel personal es el más rentable que he tenido en mi vida. Ni veinte años de psicólogo”.
En los “atardeceres sublimes” de su finca, con el sol ocultándose por el valle y el pueblo encaramado en la montaña, Leticia ha forjado una suerte de reconexión vegetal. “Si siento que no estoy implicada en lo que hago, me marchito”, comenta la protagonista de la metamorfosis. La de “aquella niña que se había ido con su padre para no enfrentarse al vacío y a la profunda desconfianza en el futuro que supuso su súbita pérdida”. Ahora, con una sonrisa, piensa que Félix, a quien le dedica el libro, nunca se marchó. “He tenido un diálogo constante con mi padre y le siento muy cerca. Me ha traído de la mano hasta aquí porque ha sido demasiado fácil. Le suelo decir: 'oye, papá, en menudo lío me has metido'”.
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