Chennor Bah sobrevivió al infierno en la tierra, la cárcel de Pademba Road, un penal encajado en el paisaje de Freetown, la populosa y precaria capital de Sierra Leona. El treintañero pasó los años más preciados de su adolescencia en sus entrañas, compartiendo sus infectas celdas con adultos. “Llegué a pensar que no iba a salir de allí. Sentía que mi vida estaba acabada”, reconoce Chennor en conversación con El Independiente. Ahora, dos veces por semana, visita Pademba donde padeció abusos, hambre y enfermedades para ayudar a otros menores que, como números sin rostro, siguen dando con sus huesos en prisión por un castigo colonial, vagar por las calles sin rumbo.
“Los presos adultos abusaron sexualmente de mí aprovechando la falta de comida. Me dijeron que si quería comer y sobrevivir debía tener sexo con ellos. No tuve opción. Lo hice y abusaron de mí, no una vez sino muchas”, relata el joven. Antes de aceptar sexo a cambio de alimentos, fue víctima de una primera violación. “La primera vez me echaron algo en la comida y me dejaron sin fuerzas. Creo que me drogaron con clonazepam. Fui consciente de todo, pero no podía defenderme ni siquiera moverme”, recuerda. Pademba fue levantada por las autoridades coloniales británicas en 1914. Fue construida para albergar 220 presos. Hoy, entre sus muros, residen alrededor de 2.000 reclusos, entre ellos, varios cientos de menores de edad.
Chennor terminó en las mazmorras de Pademba en virtud de una ley promulgada en 1945, dieciséis años antes de la independencia del país africano. La norma permite a la policía detener y enviar a la cárcel a todo aquel que deambule por calles, carreteras, plazas o recintos entre las seis de la tarde y las seis de la mañana, “sin que sea capaz de proporcionar un relato satisfactorio”. “Cuando era niño perdí a mi padre. Mi madre era demasiado pobre. Me fui a vivir con mi tia pero me trataba muy mal. A los ocho años decidí irme a vivir en la calle con mis amigos. Poco tiempo después, la policía me arrestó por vagar por la vía pública”, admite.
A los ocho años decidí irme a vivir en la calle con mis amigos. Poco tiempo después, la policía me arrestó por vagar por la vía pública
Chennor Bah, superviviente de la prisión de Pademba
Desde entonces, fue alternando períodos de cautiverio y libertad. Volvió al penal por reincidir en su vida callejera y vagar sin rumbo al caer la noche. En enero de 2014 Chennor abandonó por última vez la prisión de Pademba. Para entonces seis años de su infancia y adolescencia habían transcurrido entre rejas.
“Cuando entramos por primera vez en Pademba, nos dimos cuenta de que había menores que estaban encerrados simplemente por haber cometido un crimen que viene del tiempo de la colonia. Le llaman 'loitering' (holgazanear, en inglés) y se refiere a caminar sin rumbo durante la noche. Por eso se convierten para las autoridades en una amenaza pública y un potencial ladrón. La policía tiene el poder de enviar a estos niños directamente a prisión sin pasar por juicio”, denuncia a este diario Jorge Crisafulli, el misionero salesiano que ha transfigurado su rescate en objetivo de vida.
"Si el infierno existe, Pademba es el infierno. El hacinamiento, el olor, la podredumbre, los cuerpos esqueléticos…"
Jorge Crisafulli, misionero salesiano en Sierra Leona
En busca de los menores
La misión en Pademba, allá donde pocos llegan, comenzó en 2013. “Por aquel entonces era superior de las misiones en todo el África occidental anglófona. Había escuchado que en Sierra Leona había menores en la cárcel. Le pedí a los salesianos en el país que me consiguieran una entrevista con el director de cárceles y ese mismo día estaba sentado frente a él. El funcionario me dijo que lo mejor que podíamos hacer era ir y ver. Fue una experiencia arrolladora porque quedé impactado al observar la realidad de los presos y encontrarme caras muy jóvenes, de niños entre adultos”, narra Crisafulli.
“En La Divina Comedia, cuando las almas que han sido condenadas entran en el infierno, Dante dice: '¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!' Eso es lo que uno siente cuando accede a Pademba. Si el infierno existe, esto es el infierno. El hacinamiento, el olor, la podredumbre, los cuerpos esqueléticos… Era como volver atrás en el tiempo y estar en los campos de concentración nazis. Sin agua ni más que un plato de comida al día, con constantes abusos emocionales, físicos y sexuales…”.
En esa geografía de hacinamiento y lenta agonía, Chennor pagó su última condena por “daño malicioso e intencionalidad de herir”. Una pelea callejera le condujo directamente hasta el penal, emplazado en la carretera de Pademba. “Es una prisión muy sucia donde enfermabas continuamente”, comenta el joven, de visita en Madrid para presentar “Libertad”, un documental con el que Misiones Salesianas inaugura la campaña “Inocencia entre rejas”, una denuncia de los más de 1,2 millones de menores de edad que permanecen en cárceles de adultos a lo largo y ancho del planeta.
Sierra Leona -un país de 7,8 millones de habitantes y una de las naciones más pobres del mundo, víctima de once años de guerra civil que concluyó en 2002 y dejó más de 50.000 muertos y medio millón de desplazados- es uno de esos agujeros negros del mundo, donde ni siquiera la infancia está a salvo del calvario carcelario. Entre los fugaces intervalos de libertad, Chennor se dejó tentar por las drogas, una evasión a una realidad difícil de digerir. “Tomé marihuana y tramadol [un medicamento que pertenece a la familia de analgésicos opioides]. Empecé a los catorce años”, confiesa.
Secuelas que el tiempo no borrará
Chennor mantiene intacto el recuerdo de cuando descendió hasta el infierno. Del sabor de su dieta diaria, escasa y maloliente: un plato de arroz con salsa como plato único y un té negro, sin rastro de azúcar ni leche, como desayuno. Y una sed que jamás antes había sentido en tal grado. “Era muy difícil tener agua. Solo había una botella de agua por preso para lavarse o beber. Tampoco quedaba sitio para dormir. Éramos nueve personas por celda. Resultaba imposible tener espacio para descansar”, evoca.
Pasamos continuamente por las celdas y tratamos de descubrir a aquellos que tienen rastro de niños
Jorge Crisafulli, misionero salesiano en Sierra Leona
“Cuando llegamos a la cárcel, entendimos que el agua era lo más necesario. Hemos construido dos pozos y tanques de agua; hemos creado el sistema de duchas que no existía o las fosas sépticas… Antes los presos se peleaban entre ellos por el agua para bañarse”, reconoce Crisafulli, afincado desde hace un lustro en los pliegues de Freetown. “Pasamos continuamente por las celdas y tratamos de descubrir a aquellos que tienen rostro de niño. Hemos sacado de allí a más de 40 menores. Son nuestro principal objetivo”. A veces la vía de escape es desembolsar fianzas irrisorias, apenas dos euros.
Cuando por fin pudo dejar atrás el horror, Chennor arrastraba secuelas que le acompañarán el resto de su vida, las que le marcaron sus verdugos. “Los que cometieron los abusos eran los presos que llevan años en prisión y a los que los funcionarios encargan el control de las celdas y de mantener el orden. Tienen entre 30 y 50 años”, detalla. “Me siento una persona nueva. Me siento bien y siento que estoy ayudando a mis compañeros, los que siguen en la calle y en la prisión. Don Bosco me ha permitido cambiar”, desliza.
"No creo que las condiciones hayan mejorado desde que me fui. Es una prisión muy sucia donde enfermabas continuamente"
Chennor Bah, superviviente de la prisión de Pademba
Una vez abandonada Pademba, Chennor logró plaza en una de las casas que regenta la congregación. “Viven supervisados por educadores pero en un ambiente de familia, con libertad. Estudió soldadura pero en 2016 le ofrecí trabajar en la prisión. Ya no accede como recluso sino que ahora lo hace como miembro de Don Bosco. Y dijo que sí. Conoce muy bien la calle y la prisión”, recalca Crisafulli. Convertido en su colaborador inseparable, el joven admite verse reflejado en las decenas de menores que aún pueblan la prisión y a los que busca entre rejas. “La situación que yo viví sigue sucediendo. Es como sentirse en el mismo lugar y padecer el mismo sufrimiento”, precisa.
Estamos intentando crear una celda exclusivamente para menores porque ya se sabe qué ocurre cuando un menor cuando entra en una con adultos
Jorge Crisafulli, misionero salesiano en Sierra Leona
La infancia continúa enfilando el camino hacia Pademba, esa pequeña ciudad encerrada en una urbe de un millón de habitantes que creció a toda prisa sin los servicios básicos mínimos. “Estamos intentando que se cree una celda exclusivamente para menores porque ya se sabe en que se convierte un menor cuando entra en una celda con adultos”, arguye el misionero, curtido por los testimonios que ha ido reuniendo.
“Es un sistema que lleva funcionando muchos años y es difícil cambiarlo. Otra opción en la que trabajamos es que los crímenes de los menores puedan ser sustituidos por trabajos comunitarios. Estamos insistiendo al gobierno y ofreciéndoles nuestros refugios. Pademba destruye para siempre la vida de los menores”, explica quien se muestra orgulloso de, pese a las vicisitudes, "haber creado un pequeño paraíso" en mitad de las tinieblas.
Chennor, con su biografía mutilada por las heridas que les causó su paso por el centro penitenciario, vuelve semanalmente a ese infierno. “No creo que las condiciones hayan mejorado desde que me excarcelaron. La situación sería aún peor si no estuvieran los salesianos”, indica. “Los funcionarios de la prisión siguen permitiendo a los presos adultos abusar de los menores”, denuncia.
Los castigos que le llevaron a conocer los lugares más lúgubres de Sierra Leona tampoco han perdido vigencia. “Las penas de cárcel que implica vagar por la calle se aplican aún. No tienen sentido. ¿Qué otra alternativa tienen los niños y las niñas de la calle? Solo tratan de sobrevivir y no tienen lugar al que ir”, responde Chennor. “Tienen que ser abolidas”, asiente el misionero que, ajeno al desaliento y los reveses, rescata rostros infantiles de la oscuridad de Pademba.
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