Son las que cargan con sus hijos en la huida. Las que los acunan hasta que la muerte alcanza sus cuerpos, hambrientos y enfermos. Las que sufren violaciones y padecen el repudio, el castigo eterno de un crimen que jamás cometieron. Las que son obligadas a casarse o vivir como no quisieron ni, menos aún, soñaron. Las que, cuando el rastro de sus seres queridos se desvanece, pueden pasar el resto de sus vidas enredadas en su búsqueda, enamoradas y firmes. Son ellas, las mujeres que sobrevivieron a la violencia más atroz.
A sus vidas dedica Gervasio Sánchez, uno de los fotoperiodistas españoles más veteranos y reconocidos, “Violencias mujeres guerras” (Blume). “Muchas mujeres me han dejado deshecho”, confiesa Sánchez en conversación con El Independiente. “Estuve un mes recogiendo testimonios de una quincena de niñas violadas en Colombia por todos los actores armados. Una cría se había convertido en la amante de un comandante guerrillero y luego había sido violada por paramilitares. Tenían entre los 12 y los 16 años”, evoca el reportero.
El volumen recorre a través de 90 fotografías transfiguradas en punzadas de dolor 25 conflictos armados, dictaduras militares o crisis humanitarias. Siempre con el foco puesto en ellas, en las que están más acostumbradas a padecer en silencio, lejos de la luz y los taquígrafos. “La imagen más antigua fue tomada en octubre de 1984 en Guatemala y la más reciente en junio de 2017 frente a la costa de Libia en el Mediterráneo central”, comenta Sánchez, galardonado recientemente con el Premio Internacional de Periodismo Manu Leguineche.
“Las guerras las sufren los civiles. Las bombas no preguntan si eres mujer u hombre, pero hay violencias específicas. La más cotidiana es la violación, que es un arma de guerra. Hasta 2010 no era considerada como un crimen de lesa humanidad por la ONU. Es un escándalo mayúsculo”, denuncia el aragonés, consciente de que haber relatado las “vidas inconclusas” le ha agrietado el carácter. “Me ha vuelto más pesimista y menos contemporizador”, explica en el prólogo del libro, publicado en colaboración con el Instituto Aragonés de la Mujer.
Siempre he creído que es fundamental documentar la lucha de las mujeres por la dignidad y la libertad
De Sierra Leona a Guatemala. De Perú o Argentina a Afganistán o Irak. En todas las latitudes y los países, sumidos en la oscuridad, Sánchez ha encontrado la mirada femenina. “Siempre he creído que es fundamental documentar la lucha de las mujeres por la dignidad y la libertad en aquellos países con niveles de intransigencia espeluznantes, aunque muchas veces mi trabajo se reduzca a verlas sufrir y morir”, replica. De todas ellas, Sánchez recuerda a la guatemalteca Eusebia, una niña prostituta que había huido de casa, escapando a las violaciones que sucedían entre sus muros. O a la iraquí Haurin, víctima de un matrimonio forzoso.
El sexo femenino como carne de cañón
“Si eres hombre o niño sufres sin que dependa de tu condición económica o de tu edad. ¿Pero qué pasa si eres una mujer o una niña? La ración de sufrimiento que ingerirás será aún más brutal y letal porque los combatientes siempre utilizan al sexo femenino como carne de cañón sin importar que las mujeres que violan o matan se parezcan a sus seres más queridos”, maldice el fotoperiodista. Su trabajo, a lo largo de cuatro décadas, es un ejemplo de resistencia, un ejercicio de regresar cuando la dictadura de la actualidad ya ha protagonizado la retirada y las secuelas de la guerra siguen ahí. "Los conflictos no acaban cuando las guerras finalizan", suele decir Sánchez.
Es uno de los problemas de la prensa. Se pone el foco y luego nos olvidamos
“Es uno de los problemas de la prensa. Se pone el foco y luego nos olvidamos”, advierte. “Que los presupuestos de los medios se dediquen a hacer periodismo sobre el terreno. Un tertuliano hablando sobre Afganistán cobra más que un enviado especial”, se queja. Él, que siempre vuelve a los lugares, en busca de “las víctimas que se acumulan como ejércitos de ceros”. “La ejemplaridad de las mujeres en las situaciones más violentas y absurdas me permiten seguir creyendo que no todo está perdido aunque a veces sea difícil distinguir un ápice de esperanza en plena catástrofe”.
Erbil (Kurdistán iraquí), abril de 2006
Haurin Khader, de 15 años, es curada de sus heridas en el hospital Emergency de Erbil, capital de la Región Autónoma del Kurdistán de Iraq. Su cuerpo es una llaga enrojecida de carne implantada y chamuscada desde que se intentara suicidar a lo bonzo en su pequeña aldea. El amor fue la causa que destruyó su cuerpo y puso en entredicho su futuro. Cometió la osadía de enamorarse de Arcan, un primo de su misma edad, cuando sus padres ya habían pactado su matrimonio con un familiar lejano, mucho mayor que ella. Haurin es una de las escasas víctimas que da detalles sobre su suicidio frustrado. En el 90% de los casos los familiares utilizan la tapadera del accidente doméstico o del descuido para justificar el suicidio. “Me había comprometido con mi primo en secreto y se lo estaba contando a una amiga cuando entró mi hermano Barzan y me obligó a interrumpir la conversación. Venía con la intención de matarme. Me tendió una lata de queroseno, me ordenó que me la vaciase por encima de mi cuerpo y encendiese una cerilla”, cuenta la adolescente. La joven cumplió la orden, pero antes amenazó con una sorprendente valentía: “Me voy a suicidar pero voy a decirles a las autoridades que tú eres el culpable”. Su cuerpo quedó envuelto en llamas ante la pasividad de su hermano. La familia la mantuvo en casa durante dos días envuelta en emplastos de plantas y barro. Ante la gravedad de las heridas no les quedó más remedio que llevarla al hospital.
Bogotá (Colombia), noviembre de 2011
María Eugenia Urrutia Moreno, de 38 años, fue violada por paramilitares delante de su marido. “Una noche entraron en mi casa, golpearon a mi pareja y sujetaron a mi hija de cuatro años. Dos me violaron delante de mi familia. Mi marido se sintió humillado y me dijo que hubiera preferido que le pegasen un tiro. Sentía más odio contra mí que contra los violadores. Organicé un movimiento de mujeres afroamericanas y soy su representante legal. La Corte Interamericana de Justicia ordenó medidas cautelares a mi favor por el alto riesgo de vulnerabilidad. Hace dos años me secuestraron con una amiga, nos llevaron a un descampado, nos introdujeron los cañones de sus armas en las vaginas, nos obligaron a hacer sexo oral y nos quemaron con cigarrillos. Todavía siento miedo y pesadillas. Recientemente estaba en mi trabajo junto a mis dos escoltas cuando un hombre se me acercó con una pistola. Uno de los escoltas se abalanzó sobre mí y me tiró al suelo; estuvieron repeliendo el fuego durante 20 minutos. Si no es por ellos, estaría muerta. Sé que el día que me calle habrán ganado la partida”, explica la activista.
Sarajevo (Bosnia-Herzegovina), setiembre de 1993
Una madre y su hija cargadas de bidones de agua que han llenado en una fuente pública observan el traslado al depósito de cadáveres de una persona víctima de un bombardeo. La vida, anclada en la más pura supervivencia, se cruza con la muerte en una calle de Sarajevo durante su brutal cerco que duró tres años y medio. Este tipo de escenas eran muy cotidianas y diezmaban la capacidad de resistencia de los ciudadanos que vivían sin agua, luz y calefacción. Los sitiadores, armados con artillería pesada y sólidamente pertrechados en las colinas que rodeaban la capital bosnia y en algunos de sus barrios, sometieron a un infierno diario a los centenares de miles de ciudadanos. Los cementerios crecían cada día por culpa de un espantoso e inútil goteo de muerte.
Freetown (Sierra Leona), enero de 2001
Mariatu Kamara, de 15 años, sufrió la amputación en 1999 de sus dos manos durante la guerra de Sierra Leona. Cortar manos, piernas, orejas o lenguas se convirtió en una práctica habitual de la guerrilla. La amputación fue la macabra singularidad de la guerra sierraleonesa. La guerrilla del Frente Revolucionario Unido generalizó su práctica a partir de 1995. Daba igual la edad. Algunas víctimas tenían meses. Mariatu lleva años viviendo en un centro especial para amputados en Aberdeen, un barrio de Freetown, la capital sierraleonesa. Aquí ha tenido tuvo su primer hijo que ha muerto al poco de nacer.
Tegucigalpa (Honduras), enero de 1999
Una niña víctima del huracán Mitch a su paso por Centroamérica se peina en un centro de damnificados de Tegucigalpa, la capital de Honduras. La naturaleza nunca ha tenido piedad del istmo centroamericano. Cada pocos años un nuevo terremoto o un huracán provocan una catástrofe humanitaria. Durante las interminables guerras civiles varios países fueron afectados por terremotos. Los combatientes tuvieron que parar la guerra temporalmente para rescatar a las decenas de miles de muertos entre los escombros. Los vaivenes de la tierra llegaron a provocar más muertos que las propias guerras. El Mitch destruyó gran parte de cultivos, las infraestructuras y la industria. Cerca de 10.000 muertos y otros tantos desaparecidos y hasta tres millones de damnificados fueron las cifras de aquella tragedia, además de inmensos daños en viviendas, cosechas y pérdidas económicas difíciles de cuantificar.
Campamento saharaui de Auserd, octubre de 2016
Dos mujeres muestran el retrato de un familiar desaparecido. Unos 400 saharauis han desaparecido desde principios de los años setenta en el marco del conflicto armado y la represión política de Marruecos contra la población civil de las zonas ocupadas. Durante décadas no hubo ningún tipo de información sobre el paradero de los desaparecidos. El gobierno marroquí reconoció en 1999 que 43 desaparecidos saharauis habían muerto durante la detención. En diciembre de 2010, el Consejo Consultivo de Derechos Humanos de Marruecos publicó en internet un informe con referencia a 207 casos de desaparecidos, dándoles por muertos “debido a las condiciones del encarcelamiento”, “en medio de sufrimientos” o en “enfrentamientos militares”. Según la Asociación de Familiares de Presos y Desaparecidos Saharauis (AFAPREDESA), las informaciones proporcionadas fueron limitadas, fragmentadas e imprecisas. Tampoco se informó sobre el destino final de los cuerpos de las víctimas. La desaparición forzada es un crimen de lesa humanidad y tiene carácter de delito permanente.
Belfast (Irlanda del Norte), setiembre de 2001
Margaret McKinney muestra la fotografía de su hijo Brian ante su tumba. El IRA asesinó al muchacho en 1978, hizo desaparecer su cadáver y negó su implicación en el crimen hasta que en 1999 facilitó información del paradero de sus restos bajo presión del gobierno estadounidense. La mujer le cuenta a Rogelio Alonso sus sentimientos más íntimos: “Morí con Brian y mi obsesión fue encontrarle. No he podido dejar de imaginarme el momento en que lo asesinaron. Veo su cara y sus manos atadas y sé que estaría pensando en mí. En 1999 me visitó el político Gerry Adams (algunos documentos oficiales británicos e irlandeses, desclasificados por haber transcurrido treinta años, le señalan como una importante figura del IRA Provisional a principios de la década de los setenta) y se comprometió a recuperar sus restos. Jamás me pidió perdón. Ni siquiera en privado, cuando estábamos a solas él y yo. Durante años negó que el IRA lo hubiera asesinado. Cuando finalmente lo admitió dijo que son cosas que pasan en una guerra y que todo el mundo sabe la opinión que en Irlanda se tiene de los confidentes. Él sabía muy bien que mi hijo no era un confidente, ni jamás tuvo nada que ver con el grupo armado. Si lo hubiese sido, habrían dejado su cadáver abandonado en cualquier cuneta, como hacían para disuadir a otros”.