Nada volverá a ser igual en Kazajistán. La crisis de estos días genera aún más incógnitas que certezas, pero es un punto de inflexión en la historia del país desde su independencia de la Unión Soviética en 1991. El relato de un Dubái de la estepa rico, próspero y muy estable hace tiempo que presentaba serias grietas, pero mantenía cierta vigencia. Ahora ya no. El anterior y primer presidente de Kazajistán, Nursultán Nazarbáyev, pese a haber pasado a un aparente segundo plano desde la primavera de 2019, seguía siendo a sus 81 años el astro sobre el que gravitaba el poder político y económico. Algunas estatuas de Nazarbáyev han sido derribadas por manifestantes y el grito unánime durante las protestas ha sido "Shal ket" ("viejo, vete"). La denominada política exterior multivectorial -la apuesta de Kazajistán por simultanear su relación estrecha y dependencia con Rusia con lazos amistosos y fluidos con Occidente- aunque estaba sometida a fuertes tensiones desde la anexión rusa de Crimea en 2014, se mantenía, al menos, retóricamente. Ahora, con la intervención militar rusa en marcha, será muy difícil, acaso imposible, que sobreviva. Hacia dentro y hacia fuera se intuyen, pues, consecuencias profundas y duraderas para Kazajistán y el conjunto de Asia Central.
La oleada de protestas se inició en la región de Mangystau, en el depauperado oeste del país. Un erial donde ya se habían producido incidentes de gravedad como la llamada masacre de Zhanaozén, en diciembre de 2011, tras una larga huelga de trabajadores del sector petrolero. La chispa que ha hecho saltar el polvorín esta vez ha sido el aumento del precio de los combustibles, particularmente del gas licuado, empleado para vehículos. De ahí se extendieron rápidamente por todas las ciudades del país, incluidas las dos capitales, Nur-Sultán (antes Astaná) y Almaty.
En Almaty es donde se han producido, hasta el momento, los enfrentamientos más violentos. La extensión y virulencia de estas protestas reflejan el malestar social latente. Durante la última década, el modelo de desarrollo kazajo basado en la exportación de materias primas ha mostrado cada vez más debilidades. La ralentización de la economía, la ausencia de reformas genuinas y los desequilibrios sociales, unidos a la opulencia y ostentación de la élite dirigente, han alimentado el sentimiento de agravio popular.
El anuncio por parte del presidente Tokáyev del cese del Gobierno y de la suspensión de la liberalización de los precios de los combustibles no consiguió aplacar las protestas. Lo que no resulta sorprendente si tenemos en cuenta que el Gobierno kazajo en pleno ha sido cesado ya en otras ocasiones sin que eso se tradujera luego en cambios o reformas significativas. En apenas día y medio, las protestas adquirieron un cariz muy violento y se produjeron numerosos saqueos y asalto de comercios y edificios públicos en Almaty, Nur-Sultán y otras ciudades. Las autoridades kazajas han indicado que, al menos, 18 policías han muerto y, según la portavoz de la policía de Almaty, docenas de manifestantes "han sido eliminados", aunque sin precisar su número. Los vídeos que circulan por redes sociales, fundamentalmente grupos de Telegram, invitan a pensar que el número de fallecidos totales -si llega a conocerse- será elevado.
La irrupción de grupos de jóvenes alborotadores y la incapacidad de la fuerza policial para contener esta violencia alimentan los rumores y las sospechas de unos y otros en Kazajistán. Las hipótesis van desde quienes ven un intento de deslegitimar lo que habían sido unas protestas masivas y pacíficas hasta quienes ven (o quieren ver) una mano foránea. De momento, la falta de información y evidencias no permite ir más allá de conjeturas, pero cabe apuntar que hay un contexto social propicio para el estallido popular orgánico, aunque éste después pueda ser capitalizado o manipulado por grupos diversos.
Cabe indicar también que la oposición política organizada es prácticamente inexistente en Kazajistán y que los sucesivos intentos de creación de partidos o movimientos cívicos de corte democrático han sido sistemática y eficazmente reprimidos en los últimos veinte años.
El miércoles 5 de enero, los acontecimientos se precipitan. En un discurso en la televisión nacional, el presidente Tokáyev anuncia que, a partir de ese momento, él encabezará también el Consejo de Seguridad Nacional, reemplazando a Nursultán Nazarbáyev, y que planea mantenerse en la capital pase lo que pase y actuar con la mayor contundencia contra (dirá en una intervención posterior) los “bandidos y terroristas”. Ese mismo día, Tokáyev cesa también a Karim Masimov, mano derecha de Nazarbáyev, como jefe del servicio de inteligencia (KNB). Un golpe de timón en toda regla y el cambio más relevante dentro de la elite dirigente kazaja en los últimos treinta años.
Asimismo, Tokáyev toma una decisión trascendental para el futuro de Kazajistán como Estado soberano e independiente al solicitar la intervención de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC). La OTSC es una organización intergubernamental a veces calificada como la OTAN del espacio eurasiático, pero que se parece poco o nada a la Alianza Atlántica en su naturaleza y funcionamiento. Además de Rusia y Kazajistán, Armenia, Bielorrusia, Kirguistán y Tayikistán son miembros, pero solicitar la asistencia de la OTSC es, simple y llanamente, pedir una intervención rusa. El presidente kazajo ha justificado esta decisión apelando a que el país se enfrenta a “terroristas internacionales” entrenados y financiados desde el exterior sin, de momento, dar detalles más concretos o presentar alguna evidencia que respalde esa afirmación.
La OTSC, por boca de su presidente de turno, el primer ministro armenio, Nikol Pashinián, ya ha anunciado el despliegue de 2.500 efectivos que se unirán a los 3.000 paracaidistas rusos que ya han llegado a territorio kazajo. No está claro aún qué van a hacer exactamente, pero incluso en el caso de que la situación se estabilice rápidamente (como se apunta en las últimas horas) y las tropas rusas y de la OTSC se dediquen exclusivamente a proteger infraestructuras críticas -aeropuertos, edificios gubernamentales, etc.-, el coste en términos de legitimidad y de soberanía puede resultar muy alto. Y si la situación no se estabiliza en las próximas 24-48 horas y se mantienen bolsas de resistencia armada, Kazajistán entrará en territorio ignoto.
Del llamamiento a la OTSC cabe apuntar que o bien el régimen kazajo se encontraba en una situación de extrema debilidad y temía un colapso súbito e inminente -lo que pese a la gravedad de los incidentes no parecía tal- o bien Tokáyev quería contar con el respaldo de Rusia en la consolidación de su poder al apartar a Nazarbáyev y sus leales. La rápida reacción de Moscú puede ser indicio de un entendimiento previo y es un evidente respaldo a Tokáyev a ojos de cualquiera que pudiera pensar en estos momentos en moverle la silla.
Kazajistán es una tierra fértil para teorías conspirativas, pero cabe mencionar que una hipótesis que circula entre algunas fuentes bien informadas del establishment kazajo apunta a Rusia como instigadora de lo sucedido con vistas a consolidar a una nueva élite, nucleada en torno a Tokáyev, que abandone veleidades multivectoriales. Lo que podría tener también una dimensión económica y estratégica relevante dado el peso de la inversión occidental en el sector petrolero y minero kazajo. Si Rusia ya ha decidido lanzar un ataque a Ucrania y prevé fuertes sanciones occidentales, los activos económicos en territorio kazajo pueden ser un elemento nuevo e importante dentro de esta partida.
Asimismo, la relación de Rusia y Kazajistán es compleja y ambivalente históricamente y presenta otra variable a tener muy en cuenta. Así, pese a que muchos ciudadanos preocupados por los saqueos y la violencia pueden respaldar ahora cualquier medida que restaure el orden, una estabilidad a corto plazo impuesta a hierro y fuego y que sacrifique total o parcialmente la soberanía kazaja podría poner las bases para un conflicto mucho más complicado en el futuro.
El etnonacionalismo kazajo es una corriente aún sin articular sólidamente y está lejos de ser monolítico, pero es la principal fuente de legitimidad para articular el poder político en Kazajistán. Al contrario de lo que se suele creer, la retórica oficial de la “armonía interétnica” en el Kazajistán plural y diverso, con oficialmente más de 120 nacionalidades censadas, no es excluyente, sino la otra cara de una misma moneda. Y explica en parte la incomodidad de Kazajistán con la intervención de Rusia en Ucrania desde la primavera de 2014 y con la deriva neoimperial del Kremlin.
En agosto de aquel año, el entonces presidente Nazarbáyev, con vistas a disipar cierta alarma en la entonces Astaná, indicó en una entrevista en TV que Kazajistán podría plantearse una retirada de la Unión Eurasiática si ésta suponía algún riesgo para la independencia del país. La respuesta rusa no se hizo esperar. Dos días después, en el campamento de verano del movimiento nacionalista juvenil Nashi, el presidente Putin vino a decir que Nazarbáyev era tan sabio que había sido capaz de crear "un Estado donde nunca lo había habido [porque] los kazajos nunca habían tenido el suyo propio". En Astaná, estas palabras se interpretaron como una clara advertencia con relación a la integridad territorial y la soberanía real de Kazajistán. Cabe mencionar que figuras conocidas del nacionalismo ruso llevan desde antes del colapso soviético pidiendo que la franja norte de Kazajistán -donde se concentra el grueso del 20 por ciento de la población étnicamente rusa- se una a la Federación Rusa.
La siguiente anécdota personal puede quizás ilustrar bien las sutilezas y complejidades del contexto local kazajo. En el otoño de 2014 participé en una serie de seminarios a puerta cerrada en las dos capitales kazajas. En uno de ellos, hice mención a esas declaraciones del presidente Putin y dije que cabía interpretarlas como una amenaza explícita contra Kazajistán. Otro participante, un veterano analista local étnicamente ruso y con fama de haber pertenecido a la KGB, tomó la palabra para afearme airadamente mi intervención e indicó que el comentario de Putin había sido un halago malinterpretado de forma intencionada. Mientras hablaba, algún participante asentía complacido. Durante algunos segundos se hizo un silencio incómodo en la sala y el moderador del coloquio propuso pasar a otro tema. Posteriormente, durante la pausa para el café, otros participantes (todos ellos, kazajos étnicos) se me acercaron para susurrarme discretamente al oído un "molodets" (bien hecho). El cómo y la duración de la intervención rusa será, por consiguiente, un factor decisivo para que sea percibida como una ayuda en un momento de crisis o como el inicio de una ocupación del país. Las próximas semanas se plantean, pues, llenas de incógnitas para Kazajstán.
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Nicolás de Pedro, Senior Fellow, The Institute for Statecraft, Londres.
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