De Vladimir Putin siempre se recuerda, y con razón, que fue espía de la KGB. Pero pocas veces se dice que fue un agente bastante mediocre y sin ningún éxito remarcable en su labor. Por lo que sabemos, su experiencia en el Berlín Oriental fue frustrante, enfermizamente rutinaria y burocrática, y no se ajustó en absoluto a lo que él esperaba de un trabajo que creía lleno de aventura y acción. La suya, vaya, fue una experiencia lamentable.
Claro que Putin tenía una visión totalmente sesgada del rol de un espía. Él pensaba que todos en la KGB eran como su admirado Stierlitz, el llamado James Bond soviético, un personaje de ficción que protagonizó Doce instantes de una primavera. La película se emitió por primera vez en 1973 y todos sus biógrafos aseguran que fue el detonante para que un jovencísimo Vladimir Putin, de 20 años, quisiera convertirse en espía. Fue el momento en que tomó consciencia de que, como decía la serie, “los esfuerzos de un solo hombre pueden conseguir lo que ejércitos enteros no pueden. Un sólo espía puede decidir el destino de miles de personas”.
La decepción que se llevó cuando comprobó de qué iba en realidad eso de ser de la KGB lo marcaría para siempre. O eso, al menos, asegura el documental Putin: de espía a presidente, elaborado inicialmente para la BBC y que ahora se puede ver en Movistar+.
Sobre Putin, desde luego, hay miles de series, documentales, libros y tesis doctorales. Pero esta serie, de tres capítulos, además de recordar algunas cuestiones destacadas de su convulsa biografía, destaca sobre todo por analizar los motivos, las influencias y las pulsiones más primarias que fueron modelando un carácter tan errático como empecinado, tan implacable como sin escrúpulos. Entender el pasado de Putin para comprender cómo ha podido llegar a tomar una decisión tan drástica y salvaje como invadir Ucrania: de eso va Putin: de espía a presidente. Además, en la serie hablan por primera vez muchas personas que no lo habían hecho con anterioridad, como Tatyana Yumasheva, la hija de Boris Yeltsin. Por no decir que los productores entrevistaron a enemigos y víctimas de Putin, gentes que han sufrido sus malas artes, incluso presuntamente sus crímenes. En la serie sale Marina Litvinenko, viuda de Alexander Litvinenko (que murió por envenenamiento), y Vladimir Kara-Murza, un político de la oposición que habla sobre cómo le envenenaron personas que están conectadas a Putin. O, al menos, él está convencido de que lo están.
Putin fue un joven conflictivo, un matón de manual, lleno de rabia y sin respeto por nada y por nadie
La serie da voz a personas de toda clase y condición, pero todos están de acuerdo en una cosa. Putin fue un joven conflictivo, un matón de manual, lleno de rabia y sin respeto por nada y por nadie. Era bajito, frío y no tenía demasiados amigos. No acabó siendo un criminal de baja estofa porque le salvó el deporte. En concreto, el judo. Llegó a ser bueno, lo que le permitió entrar en la KGB. El deporte, Stierlitz y una personalidad fría le empujaron al mundo de los espías. Él acabó amargado como espía, pero su formación en la KGB moldeó irremediablemente su carácter. “Él hace lo que le enseñaron a hacer”, asegura Kara-Murza en el documental. “Manipular, mentir, reclutar, reprimir”.
Su primer destino fue en Dresde. La República Democrática de Alemania era un lugar destacado dentro de la red de espionaje soviético y estaba repleta de espías y delegaciones militares. Todo ello prometía adrenalina, pero él no hizo más que estar en un cubículo encerrado. Uno de los pocos papeles desclasificados de él en aquella época es una carta de Putin a un mandamás de la Stasi, la policía secreta de la Alemania del Este, solicitando un nuevo teléfono.
Él hace lo que le enseñaron en el KGB: manipular, mentir, reclutar, reprimir
Muchas personas se lo hubiesen tomado como un mal necesario: unos inicios duros, insípidos, para luego ir subiendo. Pero Putin no escaló puestos. Su carrera fue tan pésima como escueta: a los pocos años de haber llegado a Berlín, cayó el muro. El 5 de diciembre de 1989, unas semanas más tarde, una multitud se congregó en el edificio de Dresde que acogía las oficinas de la Stasi. Cuando comprobaron que no podían entrar, cruzaron la calle y se dirigieron hacia el edificio del KGB, una especie de chalet de dos plantas, de fachada blanca y tejados azules. Un oficial salió a recibirles. Era un tipo pequeño, rubio, con pintas de tener malas pulgas y estaba muy nervioso. Se llamaba Vladimir Putin. “No intentéis entrar”, dijo. “Mis camaradas están armados y autorizados a usar las armas en una emergencia”. El grupo se fue y Putin pidió refuerzos. “No podemos hacer nada sin la autorización de Moscú”, le dijeron, “y Moscú no dice nada”. La sensación de Putin era que los habían dejado tirados. “Nadie movió un dedo para defendernos”, diría años más tarde un colaborador. Algunos biógrafos aseguran que cada vez que Putin ve a una manada de personas en una manifestación clamando por la democracia -en Kiev en el 2013 y el 2014, por ejemplo- se acuerda de aquellas personas de Dresde que intentaron derribarlo por la fuerza. Y le entra el pánico.
Putin saldría harto de Berlín, pero sería un error creer que todo aquello no le enseñó importantes lecciones. Aquello moldeó como veía a la sociedad, cómo debía organizarse el espionaje y cómo funcionaban los bajos fondos. Vivir en Alemania le permitió unas comodidades a él y a su familia -por aquel entonces estaba casado con Ludmila- que eran impensables en la Unión Soviética, como ver cómo les limpiaban las ventanas una vez por semana. La familia Putin disfrutó de ciertos lujos y se sabe que Vladimir se pasaba horas mirando catálogos de almacenes occidentales que enviaban cosas por correspondencia, aunque también intentó ahorrar al máximo para comprarse un coche.
Poco después desapareció la Unión Soviética. Algunos analistas están de acuerdo que, cuando Putin asegura que el colapso de la URSS fue catastrófico, no sólo se refiere a la trascendencia histórica del momento, sino a las implicaciones personales que tuvo para él. De repente, se quedó sin trabajo y sin porvenir. Su mundo se había acabado: su carrera estaba finiquitada, todo a lo que había aspirado se había esfumado en un instante. Algunos compañeros suyos se suicidaron. Él estaba solo.
Después de la reunificación de Alemania, los Putin cargaron en un coche una lavadora antigua -de 20 años- y unas maletas y pusieron rumbo a San Petersburgo (Leningrado ya no se llamaba así). Tuvo suerte de que unos cuantos conocidos en la capital le enseñaron cómo funcionaba el nuevo mundo: había oportunidades de sobra para hacerse rico, le dijeron, sólo había que arrimarse a las compañías adecuadas. Fue entonces cuando comenzó a codearse con personas que empezaban a construir sus grandes fortunas personales y acabaron siendo destacados oligarcas. Algunos acabaron conformando su núcleo más íntimo, como Nikolai Tokarev, que hoy dirige Transneft, la principal compañía estatal de gaseoductos. O Matthias Warnig, ex oficial de la Stasi, que dirige el gaseoducto Nordstream.
Putin, además, tuvo suerte de que se cruzara en su vida por entonces un tal Anatoly Sobchak, alcalde de San Petersburgo, un tipo con fama de corrupto, para el cual Putin comenzó a ejercer de consigliere. No le gustaban los periodistas -siempre ha preferido moverse en las sombras-, pero quería destacar e ir subiendo peldaños, por lo que no desaprovechó ninguna oportunidad para salir en los medios. Cuando supo que se iba a rodar un documental sobre el funcionamiento de la Administración Pública de la capital, se prestó a salir. Chupó cámara todo lo que pudo: reconoció que había sido espía y apareció en su coche conduciendo mientras sonaba de fondo la música de la serie de Stierlitz.
Cuando Sobchak perdió las elecciones en 1996 -se dio cuenta de que lo de enriquecerse por medios no siempre éticos no casaba bien con los votantes-, Putin quedó horrorizado. Aquello fue el principio de su asco por la democracia, su desconfianza en cualquier movimiento o proyecto realizado por voluntad popular.
Putin tuvo que hacer las maletas y poner rumbo a Moscú. Se codeó allí con otra figura clave, Boris Yeltsin, aunque el hombre que había despertado tantas ilusiones y tanto interés en Occidente, en Rusia era visto como un borracho que no se podía tener de pie. En la serie se deja claro que Yeltsin se benefició largo y tendido de la facilidad de Putin para usar lo que en jerga se llama el Kompromat y los vulgares mortales conocen como chantaje. Putin sabía recabar información controvertida y muy polémica de personas -líderes de opinión, aspirantes a políticos, periodistas, gerifaltes, etcétera- y usarla a conciencia. Quizás por esa habilidad, Yeltsin lo nombró su mano derecha: él no podía mantenerse despierto muchos días, mucho menos dirigir el país. Luego lo nombró sucesor. Semanas antes de anunciarlo, nadie hubiese creído que Putin podía llegar tan lejos: era considerado un buen fontanero del poder, alguien capaz de moverse hábilmente por los bajos fondos, pero no tenía imagen pública, ni capacidad de oratoria, ni mucho menos una personalidad arrolladora que le permitiera destacar en una campaña democrática. Por no decir que no lo conocía nadie fuera de unos círculos muy cerrados del Kremlin.
Pero todo aquello no fue un problema. Con unas cuantas presiones y unos cuantos amaños, las urnas acabaron por auparlo. Además, en un país que, después de clamar por la libertad, el pueblo se dio cuenta que organizar un sistema democrático no era tan sencillo como parecía, la gente decidió de repente que quería orden. Que Putin fuera un antiguo agente de la KGB acabó por ayudarle. La noche electoral, cuando se hizo público el recuento, Yeltsin llamó para felicitarlo, pero Putin alegó estar ocupado y le dijo que ya le llamaría más tarde. Nunca le devolvió la llamada. Así es él: un tipo al que no le importa ir dejando cadáveres en el armario. El típico espía que nunca mira atrás, ni pierde el sueño.
Numerosos testigos en la serie hablan de la metamorfosis de Putin, de aquel joven matón a un presidente de Rusia sin escrúpulos. Pero, sin duda, lo más interesante de la serie es escuchar al propio Putin explicarlo en primera persona. Ver esos ojos gélidos, esa expresión tensa, esa manera de hablar tan lacónica como tajante que deja claro que jamás se fía de la persona que tiene delante.
En los tres episodios de la serie vemos a este Putin frío que supuestamente está detrás de crímenes horrendos y que no duda en eliminar a toda oposición que se le ponga por delante. Como a Anna Politkóvskaya, una periodista muy crítica con Putin en el conflicto checheno y que fue acribillada a la salida de su apartamento de Moscú. O el exoficial del KGB Aleksandr Litvinenko, que fue envenenado con material radiactivo (Polonio 210). Y también tenemos a ese Putin que no duda en manipular elecciones (propias y ajenas) para seguir en el poder.
Cualquier cosa para seguir en el poder. Cualquier maniobra por criminal y tenebrosa que sea. Sin mirar atrás, sin escrúpulos, pudiendo dormir perfectamente por las noches. No hay duda de que el KGB lo entrenó muy bien.
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