“Cuando desperté el jueves, me sorprendieron las noticias de la invasión. Siempre pensé que en el último momento Putin no sería capaz de hacerlo. Flipé cuando supe que habían comenzado a bombardear mi país”. Román rememora la sorpresa con el español que ha aprendido durante sus cuatros años de residencia en la periferia de Madrid. Pronto, si nada se tuerce, cumplirá los 24 años y por primera vez en casi un lustro soplará las velas en su patria. La apagará solo si, en medio del fragor de la batalla, queda tiempo de hacerlo.
Hace una semana Román empacó unas cuantas mudas de ropa y dejó atrás la vida que su madre había construido para él y sus dos hermanas en Getafe, en el sur de Madrid. “Mi madre llegó un poco antes que yo. La vida no era buena en Ucrania y no había trabajo. En España vivimos mejor”, admite el veinteañero. La guerra que hace nueve días irrumpió en su tierra nativa ha acabado marcándole el camino de regreso.
“Mi madre no quería que viniera. Se puso a llorar, pero le dije que no la iba a escuchar y que iba a viajar seguro”, narra el joven, ya desde territorio ucraniano. El sábado pasado partió desde Madrid, de las inmediaciones de la estación de Atocha, con destino al país cuyas vicisitudes mantienen en vilo al mundo, sometido a una intensa campaña de bombardeos de la aviación rusa. “Tomé la decisión muy rápidamente. Trabajé hasta el mismo sábado. Recuerdo que le dije a mi jefe que me trajera el dinero que me debía porque me iba a Ucrania”, comenta.
De las reformas a la guerra
Hasta su repentino periplo, forzado por la ofensiva militar de Vladímir Putin y sus deseos de enrolarse en las filas de la resistencia ucraniana, Román se ganaba los cuartos como albañil. “Trabajaba principalmente en reformas”, confiesa al otro lado del hilo telefónico. Un empleo del que se despidió hace ahora una semana. “Me vine con 1.300 euros”, detalla. Con el finiquito sufragó su traslado y el comienzo de su nueva existencia en los alrededores de la ciudad de Striy. “Aquí viví de niño y aquí están mis amigos, aquí estuve en la escuela. Me queda, además, algún familiar con el que me estoy alojando ahora”.
Me vine con 1.300 euros. Le dije a mi jefe que me diera lo que me debía porque viajaba a Ucrania
Stryi, en la orilla izquierda del río homónimo, se halla a unos 65 kilómetros al sur de la occidental Leópolis. Una urbe plantada en las estribaciones de los Cárpatos que tiene episodio propio en la historia reciente de Ucrania. La actual enseña del país, la azul y amarilla que desde hace una semana medio mundo ondea en señal de solidaridad con su dramático destino, fue izada por primera vez en la fachada del ayuntamiento de Stryi, en un gesto de desafío que sucedió en marzo de 1990, antes incluso de que el país soltara amarras con la Unión Soviética. La independencia de Ucrania no fue declarada hasta más de un año después, en agosto de 1991.
Un patriotismo que Román parece haber heredado de la geografía en la que habitó hasta su traslado a España, cumplida la mayoría de edad. “Estaba viendo lo que pasaba aquí y no podía seguir en España. Tenía que venir y defender mi país”, dice el joven mientras recorre el centro de Stryi. Es una jornada de cielos límpidos aunque arrecia el frío. “El sábado busqué una furgoneta para que me trajera hasta aquí”, narra. Recorrió los 3.050 kilómetros que separan Madrid de Stryi a bordo de uno de los primeros vehículos que, cargados de ayuda humanitaria, fletó la diáspora ucraniana en España, formada por unas 112.000 personas. “Vine con dos conductores ucranianos que también querían sumarse a la lucha”.
Estaba viendo lo que pasaba aquí y no podía seguir en España. Tenía que venir y defender mi país
El propósito último de Román es precisamente unirse a los escuadrones de la resistencia. Desde que comenzara el ataque ruso al país, más de 100.000 residentes civiles se han registrado como voluntarios del ejército local, decididos a enfrentarse a unas columnas de uniformados rusos que les superan en recursos. Según cifras difundidas por el Gobierno local, más de 80.000 ucranianos que vivían hasta ahora en el extranjero se hallan en tránsito hacia el país para alistarse a las fuerzas de defensa territorial, entre continuas llamadas de las autoridades. Unos dos millones de ucranianos viven en el extranjero.
“Todo el mundo quiere alistarse. Han llegado ucranianos de toda Europa. Aquí están a tope. De hecho, el mensaje que lanzan es que ya tienen suficientes voluntarios”, dice Román, que ha comenzado los entrenamientos militares en un edificio estatal de su ciudad natal. En las pistas deportivas exteriores y las estancias del inmueble, una multitud es adiestrada en tácticas militares con rifles de madera. “Sería bueno tener al menos rifles con bolas de pintura pero no hay”, apostilla. Los reclutas reptan por el suelo o simulan asaltos, dominados por la imaginación y el ardor guerrero. “Por primera vez veo a la gente trabajando todos a una, como si fueran un gran equipo”, comenta entusiasmado Román.
En una patrulla de vigilantes
Es también la primera vez en cuatro años que retorna a casa. Un shock en un país dominado por la ley marcial y el toque de queda. “Esto ha cambiado mucho. Las personas mayores y los niños están realmente muy asustados, pero lo que uno siente es que todo va muy deprisa y que la situación es volátil”, advierte. “Llegué el lunes por la noche y me fui directo a un puesto de control. Mi función es vigilar quién entra y sale de la ciudad por si hay algún movimiento sospechoso”, admite. Desde entonces monta guardia en uno de los accesos de la urbe. “Lo hago a diario entre las 9 y las 12 horas de la mañana. Luego me releva otro turno”, señala.
Tras la guardia diurna, Román dedica el resto de la jornada a recibir sus primeras nociones militares. “No tengo formación en el ejército. Psicológicamente me siento preparado para ir al frente pero me falta equipo, tanto el arma como el chaleco”, murmura. Durante su primer día en Striy logró hacerse con una escopeta. “Estoy tramitando la licencia de armas pero, de momento, no hay armamento. Cada uno compra lo que puede. Las armerías están vacías. El ejército ha repartido miles. Yo he adquirido un arma de caza. Es todo lo que hay”.
El albañil que ha renunciado a su vida española confía en “que si los rusos se acercan”, le proporcionen un arma con la que defender la plaza. “Ahora el enemigo debe estar a unos 300 kilómetros”, balbucea. “Al menos estoy haciendo algo desde aquí. En España podía haber ayudado en el tema humanitario pero debo estar en casa”, insiste. “Cuanta más gente haya, antes acabará esta guerra. Ucrania no es Rusia. Ucrania es Ucrania y nadie quiere vivir bajo las órdenes de Rusia”, denuncia.
Es la primera vez en mi vida que le deseo la muerte a alguien
Román tiene el pálpito de que la contienda, que amenaza con provocar el mayor éxodo de población desde la II Guerra Mundial y proyecta consecuencias aún insospechadas sobre el futuro próximo, “terminará pronto”.
“No quiero decir palabrotas sobre Putin pero es la primera vez en mi vida que le deseo la muerte a alguien”, maldice con voz firme. Es una mañana de finales de esta semana. Acaba de concluir uno de sus turnos y se dirige hacia la formación militar. El tajo en España queda ya atrás, como un recuerdo remoto. “Me llamarán del ejército si los rusos se aproximan. No tengo ningún miedo. No temo morir ni resultar herido. Está claro que esta guerra la vamos a ganar. De eso no me cabe duda ¡Viva Ucrania!”.
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