Bouba mira a su alrededor y hasta donde le alcanza la vista solo hay arena. Es primera hora de la mañana y el sol aún no aprieta. "En un desierto como éste, todo lo que uno ve está hecho con nuestras manos", comenta la profesora, poco antes de enfilar el camino hacia una escuela cercana.
Bouba vive junto a su hermana y su madre en una construcción de ladrillo en Dajla, la más remota de las wilayas (provincias) que forman los campamentos de refugiados saharauis de Tinduf (Argelia). Tras 47 años de destierro, las jaimas han comenzado a dar paso a estructuras de adobe. No existe, sin embargo, el alumbrado público ni la más precaria red de saneamiento.
"Hace siete años las lluvias destruyeron nuestra jaima y decidimos pedir prestado dinero para tener esta casita", rememora Bouba con el español aprendido en la península. "Estuvimos 17 días comiendo lo que nos daban y viviendo al raso hasta poder contar con este techo", explica mientras se entrega a la ceremonia del té.
La suya es una de las viviendas que han surgido en un paisaje pedregoso y estéril, rodeadas por los vallados donde las cabras se alimentan de lo poco que hallan a su alrededor. El inmueble cuenta con un par de habitaciones y una cocina. En el patio se ubica un rudimentario cuarto de baño provisto de un pozo ciego. Hendu, hermana de Bouba, hace las veces de cicerone por las estancias de la casa.
Unos 175.000 refugiados saharauis residen en los cinco campamentos de Tinduf
"Estoy preparándome para hacer un curso de inglés, pero es un problema vivir lejos de todo", lamenta la adolescente, que pasa los días junto a su abuela. "Está enferma y la cuido cuando mi hermana se va al trabajo. Cuando puedo, me reúno con mis amigas y nos dedicamos a ver fotos y vídeos", detalla. Unos 175.000 refugiados saharauis residen en los cinco campamentos de Tinduf, en la frontera entre Mauritania, Marruecos y el Sáhara Occidental. La mayoría reside en sus confines desde la invasión marroquí de la ex colonia española en 1975.
Todos los que tienen menos de 50 años no han conocido otra realidad que el destierro en uno de los rincones más inhóspitos del planeta, donde las temperaturas superan los 50 grados en verano y el agua es un bien escaso, que llega en camiones cisterna con dos décadas de antigüedad. La red de distribución de agua solo alcanza al 33 por ciento de la población. "No me gusta el calor ni la falta de agua. Siempre estamos esperando a que venga la cisterna. Distribuye agua supuestamente para 15 días pero nunca resulta suficiente porque somos una familia grande", admite Bouba.
El 94 por ciento de los refugiados depende de la asistencia humanitaria para alimentarse
El agua es uno de los retos de la vida en los campamentos. Según Acnur, la agencia de la ONU para los refugiados, la media en las wilayas saharauis son 12 litros de agua potable por persona y día, por debajo de los 20 litros recomendados en el ámbito humanitario. El agua se suele almacenar en tanques o contenedores que, en su mayoría, no son adecuados y pueden representar un riesgo para la salud.
El acceso a los alimentos también resulta un desafío cotidiano. Según datos de la ONU, el 94 por ciento de los refugiados depende de la asistencia humanitaria para alimentarse. El 58 por ciento se halla en riesgo de sufrir inseguridad alimentaria. "Tienen una dependencia absoluta de la ayuda externa. No hay estructuras de producción ni un sistema fiscal", señala a este diario Pepe Fernández, portavoz de Médicos del Mundo, una ONG que lleva años trabajando en los campamentos.
"Lo que pesa muchísimo son unas condiciones muy hostiles desde el punto de vista del medio físico. Es una zona desértica y especialmente dura, con temperaturas extremas. Y luego está la cronicidad del refugio, que es uno de los factores que más desgaste y quebranto en el tiempo van produciendo en la salud integral de la población saharaui", denuncia Fernández.
Tenemos que aguantar esta vida amarga hasta que lleguemos a nuestra independencia
Con la vía política cada vez más enredada y la resolución del conflicto más remota, Bouba reivindica los esfuerzos de las generaciones pasadas para resistir y evitar el éxodo. "Es que estamos en el camino de nuestros abuelos y mártires. Tenemos que tener paciencia y luchar igual que ellos. Tenemos que aguantar esta vida amarga hasta que lleguemos a nuestra independencia y podamos valorar el precio de nuestro sudor", arguye la profesora.
Bouba recuerda todavía los cinco veranos que pasó con una familia de Sanlúcar de Barrameda gracias al programa "Vacaciones en paz". "Echo de menos la naturaleza y a mi familia de acogida. Eran muy amables y buena gente", comenta la joven, acostumbrada ahora a suplir con ingenio las carencias del desierto. "Construimos la jaima con nuestras melfas [las túnicas que visten las saharauis] y con mucha imaginación", evoca.
Una economía de subsistencia que queda reflejada también en la dieta. "No se puede hablar de hambre en los campamentos pero sí de déficit nutricionales significativos. La anemia es un mal extendido y de alta prevalencia en la población saharaui, especialmente en las mujeres y los niños", estima Fernández. "Es un territorio especialmente hostil para la supervivencia y para el mantenimiento de condiciones de vida", reconoce.
Sepultado por otras crisis humanitarias y conflictos, el saharaui afronta un futuro sombrío, con continuos problemas de financiación de la ayuda humanitaria. Un deterioro agravado en los últimos años por el aislamiento que causó la propagación del coronavirus y las dificultades para el envío de ayuda. "Es una situación muy dura pero hemos aguantado y somos valientes", comenta Bouba. Su hermana Hendu sueña con ser periodista y viajar a la patria que no conoce. "Desde pequeños hemos estado aquí. Quiero vivir en nuestro país. Me gustaría verlo", concluye.
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