La última de las persecuciones comenzó un día como hoy de hace cinco años. El ejército de Myanmar inauguró una campaña de violencia selectiva contra los rohingya en el estado birmano de Rajine. Murieron miles de personas y más de 770.000 abandonaron sus hogares y cruzaron a Bangladesh. Un lustro después, la minoría rohingya -que profesa el islam y se contaba por un millón en 2017 en Myanmar- sigue padeciendo las consecuencias del éxodo.
Alrededor de un millón de rohingyas permanecen en los mismos refugios de bambú superpoblados y temporales, dependiendo completamente de la ayuda y con escasas perspectivas de futuro, denuncia este jueves Médicos Sin Fronteras, que ha proporcionado ayuda a una comunidad traumatizada aún por los acontecimientos de hace cinco años.
No es la primera vez que la minoría se enfrenta a la violencia. Hace 40 años Myanmar les privó de su nacionalidad, convirtiéndolos en la población apátrida más numerosa del mundo debido. Se estima que son 3,5 millones de personas dispersas por el mundo. En Bangladesh, al otro lado de la frontera, los habitantes de los campos tienen un acceso muy limitado al empleo y la educación, lo que repercute en su salud mental y fomenta un sentimiento de desesperanza.
En el limbo
"Mis gemelas tenían solo seis meses cuando escapamos de Birmania. No podíamos seguir allí cuando empezaron las matanzas. Ya dos años antes de que nos fuéramos, se llevaban a los jóvenes y los torturaban. Cruzamos selvas y caminos embarrados, íbamos empapados. El viaje fue difícil, relata Tayeba Begum madre de seis hijos. Las dos gemelas acaban de cumplir cinco años, en pleno destierro.
“Ahora vivimos aquí, en los campos de refugiados. Han sido cinco años de vivir en la angustia. Tenemos refugio, pero más allá de eso, no tenemos mucho para nuestros hijos. Dependemos de la ayuda alimentaria. Nos preocupa cómo vestirlos y cómo educarlos. A veces como menos de lo que debería porque quiero vender parte de la comida para comprar algo a mis hijos. Así es como vivimos: alimentados a medias”, admite la joven.
Si podemos volver a vivir en paz en Birmania, volveremos.
“Anhelo la paz. Si podemos volver a vivir en paz en Birmania, volveremos. ¿Por qué no íbamos a volver si se nos hace justicia y se nos da la ciudadanía? ¿No es también nuestra patria? Pero ¿cómo vamos a volver si no se garantizan nuestros derechos? ¿Dónde vamos a vivir? ¿Cómo vamos a volver si nos pueden quitar a nuestros hijos y matarlos? Pueden mantenernos aquí o trasladarnos a otro país, no nos negaremos, pero no volveré a Birmania sin que se haga justicia”, señala repitiendo las exigencias de seguridad que reclama su comunidad.
Los rohingyas están atrapados hoy en un estado de limbo temporal. Muchos quieren volver a Birmania, a sus hogares, propiedades y tierras, pero este regreso debe hacerse a un entorno seguro donde sus derechos y libertades estén garantizados. Una reclamación que también comparte Amnistía Internacional. “Este aniversario es un inquietante recordatorio de que ni un solo oficial de alta graduación de las fuerzas armadas de Birmania ha sido enjuiciado por la atroz campaña de violencia contra la población rohingya”, declara Ming Yu Hah, directora regional adjunta de Campañas de Amnistía.
Las precarias condiciones de los campos
Cinco años después, la población rohingya del estado de Rajine sigue careciendo de libertad de circulación y de otros derechos fundamentales, como acceso a alimentación, atención médica y educación adecuadas, problemas que agrava la creciente inseguridad consecuencia del golpe de Estado militar de 2021 en el país asiático. La violencia también ha aflorado en los campamentos de Bangladesh. “Sufrimos dificultades enormes en los campos de refugiados”, reconoce San thai Shin, refugiado rohingya en el campo de Cox’s Bazar de Bangladesh. “No sabemos cómo podremos volver alguna vez a casa. No estamos a salvo en los campos de refugiados ni en Arakán [estado de Rajine en Birmania]”.
Nuestro pueblo está perdiendo la vida por la violencia de las bandas en los campos de refugiados
“Nuestro pueblo está perdiendo la vida por la violencia de las bandas en los campos de refugiados, el desastre medioambiental o por intentar migrar a otros países por vías peligrosas, a través de mares mortales y por otros medios”, detalla. También se enfrentan al tráfico de personas y la explotación en Malasia y otros países de la región.
Frente a la impunidad en Birmania, se han producido ciertas avances a nivel internacional. El mes pasado la Corte Internacional de Justicia (CPI) rechazó las objeciones de Birmania y decidió que tiene jurisdicción para continuar las actuaciones iniciadas por el gobierno de Gambia contra el gobierno de Birmania dos años antes en virtud de la Convención sobre el Genocidio. “La decisión de la Corte Internacional de Justicia es un paso vital en los esfuerzos en curso para hacer que el gobierno de Birmania rinda cuentas de sus actos”, admite Ming Yu Hah.
Desolación entre los jóvenes
Médicos Sin Fronteras denuncia, además, que la atención internacional se ve atraída por otras crisis emergentes y la financiación de la respuesta es cada vez más difícil. Su labor, no obstante, no ha cesado. La organización recibe un número cada vez mayor de personas que necesitan tratamiento para infecciones de la piel -en lo que va de 2021 el número de casos de sarna es el más alto que hemos visto en más de tres años-, o de enfermedades transmitidas por el agua y patologías crónicas como la diabetes y la hipertensión.
La incertidumbre amenaza con hacer mella en una comunidad con décadas de dolor acumulado. Entre las generaciones más jóvenes, cunde el temor por un futuro sombrío. “En los campos de refugiados rohingyas solo hay educación primaria, nada más. Nuestra educación está estancada donde la dejamos”, señala Anwar, de 15 años. “Mi sueño era ser médico para ser útil a la comunidad. Desde mi infancia, he visto a los médicos ayudar a la gente y dar lo mejor de sí mismos. Ahora comprendo que ese sueño quizá nunca se haga realidad”.
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