En un paraje del valle del Tiétar una familia ha convertido un monasterio en su refugio, lejos de su ciudad natal, la atribulada Járkov. Los ucranianos Andrey y Natalya Babotenko, junto a sus cuatro hijos, son los nuevos huéspedes del convento donde una treintena de monjas agustinas cumple con sus votos de vida contemplativa y apostolado. Una “convivencia genial” que ha instaurado como tradición su propia ceremonia: una noche a la semana los pequeños de la familia ejercen de músicos y ofrecen su repertorio a las hermanas. María, de 18 años, al contrabajo; Simeón, de 14, al acordeón; Nina, de 12, al violín; y Olga, la benjamina de 6, a la percusión. Con ustedes, la orquesta Babotenko.
“Para nosotros, la música significa el sentido de la vida. Es el aire que respiramos y que nos distrae de todos los problemas que existen en nuestras vidas”, relata María, de 18 años. La mayor del cuarteto acaba de aprobar el ingreso en el conservatorio y ofrece un breve concierto a los invitados. Es mediodía en el monasterio de la Conversión, un páramo a 3 kilómetros del municipio abulense de Sotillo de la Adrada. Un recinto rodeado de naturaleza que las agustinas levantaron hace una década y que desde hace seis meses es el nuevo hogar de la estirpe de Andrey.
La familia se aloja en una pequeña casa construida en uno de los costados de la vivienda de la comunidad y la hospedería que regenta la congregación. “Recuerdo muy bien el día que llegaron y cómo fueron bajando del coche, con sus mochilas”, evoca Carolina Blázquez, la priora del monasterio. A su lado, el padre de familia sonríe. “Estamos muy felices de estar aquí”, confirma. Durante la semana, Andrey trabaja en Madrid, pintando junto a un equipo de artistas rusos, ucranianos y armenios los frescos de la catedral ortodoxa rusa de la capital. Natalya, en cambio, permanece con sus hijos en el convento.
El arte como nexo común
“Nuestra mayor preocupación era saber cómo nos íbamos a comunicar con ellos y cómo venían. Y ha sido una gracia grandísima conocerlos”, reconoce Blázquez. “Todo les ha parecido siempre perfecto y nunca han exigido nada. Soy consciente de que viven en una casa muy pequeña, con falta de espacio, pero la respuesta que siempre nos dan es: 'Está genial. Gracias'”. Llegado el caso, el Google Translator salva las barreras lingüísticas.
Una suerte de comunión se ha obrado entre los muros del monasterio. “Hemos conseguido un equilibrio entre estar juntos y también respetarnos. Ellos pueden hacer su vida de familia, con sus costumbres”, comenta la priora. El arte ha establecido puentes. “Es un monasterio que tiene un taller, con todo lo necesario para la creación”, dice satisfecho Andrey. No lejos del huerto que cuidan las monjas, varias dependencias albergan todo lo necesario para trabajar la madera, la cera o el cuero.
Siempre he pensado que mis hijos debían estar conectados con la música para convertirse en personas felices
“Les encanta venir aquí. Pasan muchísimo tiempo en el taller. Nosotras nos retiramos a las diez y media de la noche y vemos que la luz del taller se mantiene encendida”, admite Victoria Mora, una de las hermanas que residen en una finca que se extiende por siete hectáreas. "Se dedican muy bien a lo que les pedimos. Aportan sus ideas y lo hacen con mucha calma y delicadeza. Se nota que tienen un gusto por el trabajo manual que nos alegra estar con ellos".
Es media mañana y la joven se afana en lijar unas sillas donadas a la comunidad por un colegio. A unos pasos, Simeón exhibe orgulloso sus obras, unos crucifijos de madera. “Se ha convertido en un estupendo carpintero. Nos ayuda mucho y es muy metódico. Las hijas echan una mano con el cuero y la encuadernación a mano y la madre pintando cirios”. Al quinteto familiar se le suma Andrey cuando regresa los fines de semana.
Pero lo que realmente les ha unido ha sido la música. “Siempre he pensado que mis hijos debían estar conectados con la música para convertirse en personas felices”, comenta Natalya entre risas. “Una hermana les imparte clases de español a partir de las canciones. Surgió espontáneamente porque estaban preparando las pruebas del conservatorio”, explica la priora.
Y desde entonces, al menos una vez a la semana, las hermanas y la familia de Andrey se reúnen en las inmediaciones del monasterio para celebrar un concierto. “El primero fue para las pruebas del conservatorio, pero desde entonces se nos ocurrió establecer los miércoles por la noche como el día para estar juntos. Nos tocan las piezas que están preparando y, además, han aprendido un par de canciones religiosas que cantamos juntos”. “Naturaleza, hermanas muy amables y tranquilidad. ¿Qué se puede pedir más? No sentimos ninguna molestia”, dice alegre.
Ecos bizantinos
Tras meses alojándose en su interior, los Babotenko han acomodado la casa que le han cedido. Una piscina de plástico, colocada en el porche de acceso a la vivienda, ha mitigado la canícula en la sierra abulense. Como parte de un efectivo canje, Andrey y y los suyos enseñan a las monjas el arte que llegó del este. “Tenemos clases de pintura en el monasterio. Las hermanas también dibujan muy bien. Están preparadas para mejorar sus habilidades. Hay un ambiente muy creativo y todos desarrollamos nuestro talento”, apunta el padre.
El aprecio por el dibujo y el trabajo manual no es la única pasión común que ha unido a la familia con las agustinas. La sorpresa asoma en la iglesia, el último de los inmuebles edificados por la congregación. Una estancia diáfana en la que despunta una iconografía más propia de la iglesia oriental que de las capillas occidentales. “Es que las hermanas pintaron este templo al estilo ruso”, alega Andrey, impactado aún por la coincidencia.
“¿Os estaban esperando?”, preguntamos mientras una de las religiosas ensaya en el piano. Y el rostro del padre de familia vuelve a iluminarse: “Esta comunión monástica está muy cerca de la percepción visual de los santos que se realizó en los iconos rusos y bizantinos. Me parece que esta comunidad se guía por patrones antiguos de vida monástica, los que rigieron durante la época de los primeros cristianos, y por el mejor ejemplo del arte eclesiástico de principios del segundo milenio del cristianismo, antes del Renacimiento”, opina.
Nostalgia de Járkov
Babotenko y su peculiar troupe mantienen cierta esperanza en el futuro. El conflicto ha provocado doce millones de desplazados, entre los que se cuentan cinco millones de personas que -como ellos- han optado por abandonar el país. Según datos oficiales, más de 120.000 ucranianos gozan ya de una protección temporal para residir y trabajar en España. “Ha sido como encontrar a una familia de la que ya formamos parte”, indica Mora. Una relación que cambiará con el inicio del curso escolar. El núcleo familiar ha optado por trasladarse a Madrid, donde los cuatro hijos regresarán a las clases por primera vez desde febrero.
Járkov, su ciudad natal, ha sido uno de los enclaves más castigados por la invasión rusa
“Es un buen lugar porque no hay guerra. Nos gusta España aunque realmente extrañamos nuestra patria”, confiesa Maria mientras la pequeña Olga exhibe orgullosa los juguetes que ha armado ella misma con cajas y latas usada. Una muestra que despierta el júbilo en el resto de los miembros de la familia. Járkov, su ciudad natal, ha sido uno de los enclaves más castigados por la invasión rusa, con continuos bombardeos que han dejado severas huellas en su callejero.
Las escaramuzas en la ciudad, de mayoría ruso-parlante y con 1,5 millones de habitantes antes del conflicto, se mantienen con el objetivo ruso de defender sus líneas de abastecimiento e impedir los avances ucranianos hacia la frontera con Rusia, situada a tan solo 40 kilómetros de la urbe. En los últimos días, la artillería rusa se ha centrado en poblaciones al norte y noreste de la ciudad. Moscú ha asegurado, además, haber repelido recientemente una ofensiva ucraniana.
Cuando llegué a España lo primero que pensé es que todas las personas deberían ser artistas en este país porque están rodeados de tanta belleza
De Ávila a Madrid
Un parte bélico que resuena ahora en el perímetro del convento, donde los árboles han comenzado a crecer ofreciendo las primeras sombras. “Tenemos mucho dolor. Son muy fuertes pero hay mucho sufrimiento detrás. Siguen preocupados por la madre y la abuela de Natalya, que permanecen en Járkov. Estoy muy agradecida de haberlos conocido pero hubiera preferido hacerlo en otras circunstancias”, narra la priora, que llegó a ellos tras ofrecer su ayuda al párroco de la iglesia rusa de Madrid.
Simeón, el adolescente varón de la familia, es el más interesado por los acontecimientos que han convertido su país en escenario de una guerra sin visos de acabar pronto. “Me interesa la política, la historia y la economía”, replica. “Fue él quien nos advirtió de que habría una guerra y no le creímos”, recuerda su progenitora, que le lanza una cariñosa reprimenda.
“Simeón piensa que la música no es una ocupación seria”, agrega cuando el joven se queja de las dificultades de tocar el acordeón. En mitad de la traumática mudanza, Natalya ha recuperado su afición por la pintura, plasmada en unas acuarelas que retratan el entorno, desde la sierra que se alza frente al monasterio hasta los rincones del convento. “En Járkov no tuve tiempo de dibujar; me dedicaba a diseñar mosaicos. Allí el paisaje no es tan hermoso como aquí. Cuando llegué a España lo primero que pensé es que todas las personas deberían ser artistas en este país porque están rodeados de tanta belleza”, concluye. Andrey y los pequeños asienten, siempre con una sonrisa.
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