Ni se llamaba Isabel, ni nació en Buckingham, ni nació como heredera al trono de Inglaterra. En realidad se llamaba Elizabeth Windsor, su familia la llamaba Lilibet y nació en Londres, en la calle Bruton, en la mansión que tenían sus abuelos paternos, los Bowles-Lyon. Su infancia transcurrió en 145 Piccadilly, una imponente casa de varios pisos que fue destruida durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando nació, en 1926, su padre, Bertie para los suyos, era simplemente duque de York, segundo hijo varón de los Reyes Jorge V y María, y segundo en la línea de la sucesión a la corona. Dado que por entonces se daba por hecho que David, el príncipe de Gales y futuro Eduardo VIII, se casaría, la vida de Isabel podría haber sido fácilmente la de una persona casi incluso anónima, lo que seguramente a ella le hubiera gustado más.
Sin embargo, su tío David se enamoró hasta el tuétano de Wallis Simpson, una americana dos veces divorciada, renunció al trono por ella y Bertie subió al trono contra su voluntad. Isabel tuvo que dejar atrás una existencia plácida y hasta idílica y trasladarse a Buckingham. Convertirse de repente en heredera, en heir apparent, le costó horrores y no hay duda de que le hubiera encantado que hubiera nacido un hermano para evitar asumir la carga que el destino le tenía deparado. Sin embargo, no apareció ningún varón y la historia quiso que aquella niña disciplinada que incluso impresionó a Churchill de muy pequeña subiera al trono con tan sólo veinticinco años y se convirtiera en "Reina de Gran Bretaña, Irlanda y los Dominios británicos más allá de los mares, defensora de la fe", como rezaban sus títulos oficiales. Aunque eran títulos a los que había que añadir unos cuantos más, porque aparte de reinar sobre el Reino Unido, también lo hacía sobre la Commenwealth y era jefa de Estado de quince países.
Isabel fue, además, un icono, la jefa de la iglesia anglicana (una herencia de su antepasado Enrique VIII al querer divorciarse de una española, Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos) y, desde el 2015, la monarca más longeva de la historia de Inglaterra, un récord que ostentaba la reina Victoria, el personaje por el que Isabel sentía veneración. Ambas eran realmente símbolos y exponentes de toda una era. Isabel fue el último gran referente que vivió la Segunda Guerra Mundial, toda la Guerra Fría y pudo decir que vio la descolonización de África, el inicio y el fin del Apartheid, la caída de la URSS y la creación de Internet. Cuando nació, la radio todavía estaba en su infancia. Setenta años después, la monarquía británica tiene página web. Isabel departió con el quién es quién de la diplomacia, de Winston a Kennedy. Hay que recordar que, cuando ella nació, Mao Tse-Tun y Josep Stalin aún vivían y este último gobernaba con mano dictatorial y sangrienta de hierro sobre la URSS.
Su verdadero legado
Muchos dirán que su longevidad en el trono es lo más destacable de su reinado, pero es una manera pobre de verlo. Su verdadero gran legado es haberse mantenido intacta en el trono mientras todo a su alrededor cambiaba a un ritmo vertiginoso, haber demostrado que algo como la monarquía, una institución que parece destinada a caer en el olvido por obsoleta, puede sobrevivir y adaptarse a situaciones nuevas y altamente complejas. Isabel creó el manual de lo que significa ser Reina en el siglo XXI, aunque el proceso fue lento y mucho más difícil de lo que nos pensamos.
Durante muchos años, Isabel arrastró prácticas de antaño que parecían anacrónicas y, en el fondo, lo eran. Pero en la década de los noventa y, sobre todo, después de la muerte de la princesa Diana, en la década de los noventa, tuvo que poner en marcha a toda prisa una serie de cambios vertiginosos para salvar la monarquía. No le tembló el pulso y demostró que bajo una fachada un tanto cateta --en los años sesenta la insultaban llamándola priggish, algo así como provinciana-- se escondía una mujer ejecutiva capaz de mostrarse tajante cuando era necesario. Al final, puso en marcha un sinfín de innovaciones que hubiesen horrorizado a su mismísimo abuelo, el augusto Jorge V: se cargó la presentación de debutantes e invitó a personas de todas las clases sociales a palacio.
Isabel sabía lo que hacía, resurgió con más fuerza y acabó su reinado con unos datos de aprobación desorbitados. Pero había más: Isabel supo ser una líder y también un icono, una especie de abuela de la nación, valorada y respetada. Su imagen proyectaba tanta fuerza como cercanía y, a pesar de que durante décadas muchos se quejaron de que tenía siempre mala cara en público, fue ganando en simpatía. Hay que decir en su defensa que ella tenía ese tipo de cara que, si no está está sonriendo a mandíbula batiente, parece que tenga muy malas pulgas. Sin embargo, muchas personas que la conocieron en privado aseguraron que era muy tímida, pero que también tenía mucho sentido del humor y que le gustaba imitar a líderes extranjeros.
Ella, en el fondo, una vez salvado el prestigio del trono, se centró en lo que más le gustaba: dar un buen paseo por el campo, ver carreras hípicas y, hasta hace bien poco, montar en poni por los jardines de Windsor. Siempre adoró sus veranos en el castillo escocés de Balmoral, su lugar favorito del mundo, y le tenía un especial cariño al castillo de Windsor, a una hora de Londres, donde estuvo refugiada durante la guerra. Su vida era anodina y sin grandes sobresaltos, que es como a ella le gustaba. Tampoco es que tuviera demasiados intereses: a Isabel no le gustaban ni la ópera, ni el teatro, por ejemplo, y rara vez se la vio con un libro. Puede que tuviera la colección de arte privada más importante del mundo —7.000 cuadros, entre ellos varios Canaletto, bastante Rembrandt y treinta dibujos de Leonardo da Vinci—, pero no le interesaba el arte y tan sólo disfrutaba con los cuadros de Stubbs, el famoso pintor de caballos. Estos animales, como bien dijo su marido una vez, eran lo único que realmente captaban su atención.
Sencilla
Ella, en el fondo, como más cómoda iba no era con tiara y trajes de gala, sino con falda de tweet y un pañuelo de Hermès en la cabeza. De hecho, le interesaba tan poco la moda que no decidía lo que tenía que ponerse y dejaba que sus dressers y, sobre todo, Angela Kelly, su personal assistant y una de las pocas amigas que tenía, decidieran lo que iba a llevar. Eso sí, cuando tenía que ir a los grandes eventos de estado, insistía en ir vestida a la altura del cargo, y para ello podía escoger entre cuarenta tiaras distintas y más de trescientas piezas de joyería, entre las que se incluían cuarenta y seis collares de gran gala.
Tampoco era una mujer muy dada a comer en plan delicatessen y, según Darren McGrady, un antiguo chef de palacio, la Reina solía comer platos ligeros, como pescado con verduras —le encantaba el lenguado de Dover—. Apenas probaba el arroz o las patatas, no solía probar el vino y no bebía cerveza. Se ha rumoreado hasta la saciedad que desayunaba Kellog’s y que los hacía guardar en tupperwares y con el tiempo se ha sabido que era verdad. También se sabía que su comida favorita era la hora del té y que tomaba cada tarde, puntualmente, una taza de Earl Grey, acompañada habitualmente de un trozo de tarta de chocolate.
La Reina era una criatura de hábitos, le encantaban las tradiciones y era prudente por naturaleza, lo que tenía un reflejo en sus ideas políticas. Isabel II siguió a rajatabla su obligación de neutralidad y siempre recordaba que The Crown is above politics, la Corona está por encima de la política. Esto no quería decir que no tuviera ideas políticas: se sabe que era una gran defensora de la Commonwealth y también es conocido que fue una gran amiga personal de Nelson Mandela. En cambio, a Isabel nunca le gustó la Unión Europea y algún tabloide en su momento llegó a insinuar que estaba a favor del Brexit.
Con sus primeros ministros también fue ambivalente: algunos le encantaron y otros, no tanto. El primero —y su predilecto— fue Winston Churchill. Por el contrario, ni con Margaret Thatcher ni con Tony Blair tuvo una especial sintonía.
La tragedia de Diana
Con su propia familia su relación fue más complicada y, seguramente, fue en este departamento donde más disgustos tuvo en la vida. Isabel estuvo muy unida a sus padres y a su hermana, la princesa Margarita, pero entre las hermanas había bastante envidia y Margarita creció siendo una persona un tanto malcriada. Se enamoró hasta el tuétano de Peter Townsend, un hombre divorciado, al que tuvo que dejar porque la moral de la época era tan conservadora que resultaba impensable que la hija de un Rey se casara por lo civil. Nunca lo superaría.
Isabel se casó con el príncipe Felipe de Grecia y Dinamarca, un hombre que no tenía un duro, vivía en el exilio y venía de una familia desestructurada. Nadie en Buckingham lo quería y la verdad es que los courtiers le hicieron la vida imposible. Él respondió saltándose todas las normas y prolongando su vida de soltero, lo que dio pie a rumores de todo tipo, muchos de ellos ciertos. No hubo fidelidad en el matrimonio, pero no hay duda de que él la respetó como soberana y la apoyó todo lo que pudo.
Con sus hijos el balance es un desastre. Isabel tuvo cuatro: Carlos, Ana, Andrés y Eduardo. De todos ellos, sólo el pequeño no se ha divorciado y sigue felizmente casado (Sophie Rhys-Jones, su esposa, era la nuera favorita de la Reina). Con Carlos la relación fue pésima desde el principio: él era un niño muy sensible que hubiera necesitado mucho apoyo, pero no lo encontró en su madre, la cual estaba demasiado ocupada con sus tareas de Estado. Para compensar su vacío interior, se refugió en los brazos de una mujer que el establishment no aprobaba (Camila Parker Bowles), aunque al final lo obligaron a casarse con Diana Spencer, una adolescente que sufrió lo indecible en Buckingham. Acabó convirtiéndose en la verdadera estrella de la familia, pero su divorcio también torpedeó los cimientos de la institución. Cuando murió en un túnel de París, a los treinta y seis años de edad, todo el mundo la lloró. Isabel estaba descolocada y no supo reaccionar a tiempo. Su falta de reflejos le costaría muy cara.
Pasados los peores momentos, en los últimos años Isabel se volcó en la nueva generación de la familia real, sobre todo en Guillermo y Enrique, a los que quiso con locura y con los que estuvo en contacto hasta el último momento.
Ahora ellos son el futuro. Los que tendrán que seguir sus pasos. Los que tendrán que mantener a flote una monarquía que su abuela salvó una y otra vez.
Ana Polo Alonso ha escrito la biografía de Isabel II publicada por Esfera de los Libros. Aquí se reproducen y/o adaptan algunas partes de esta obra.
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