Siempre se ha dicho que Carlos III, hasta ahora conocido como el príncipe Carlos de Gales, nació con mala pata, comenzando porque, aunque su nacimiento produjo una enorme alegría en Gran Bretaña, en cuanto se supo su nombre, muchos cortesanos se llevaron las manos a la cabeza. Carlos siempre ha sido una especie de nombre maldito en la monarquía: el rey Carlos I acabó decapitado y su hijo, Carlos II, aunque sufrió mejor suerte, no tuvo en absoluto un reinado fácil. Quizás por ello, el nombre no se volvió a repetir en siglos y las distintas monarquías que han ocupado el trono británico --los Stuart, los Tudor, los Hannover y, más recientemente, los Windsor-- han optado por una sucesión de Enriques, Eduardos, Guillermos y, sobre todo, últimamente, Jorges.
De hecho, dado que el rey de Inglaterra puede usar el nombre de rey que quiera --sucede lo mismo que en los papas de Roma--, siempre se había creído que Carlos adoptaría el nombre de su querido abuelo, Jorge VI, y se haría llamar Jorge VII. Pero estas tradiciones del pasado hoy en día no acaban de entenderse y chocaría mucho que una persona que hemos conocido durante setenta y tres años como Carlos ahora tuviésemos que llamarlo Jorge. Bastante tenemos con acostumbrarnos a llamarle rey.
Además, lo de Jorge VII traería a la mente el ejemplo del "otro siete", Eduardo VII, hijo de la reina Victoria, un hombre que no lo hizo mal del todo --mucho del ceremonial de la monarquía británica en realidad lo ideó él, por no decir que redecoró Buckingham--, pero que quedó sepultado bajo la alargadísima sombra de su madre, la también increíblemente longeva reina Victoria.
Carlos ha esperado demasiado tiempo para poder --¡por fin!-- subir al trono y, aunque no hay duda de que debe estar profundamente apenado por la muerte de su madre, también debe estar pensando que ahora no piensa compartir el protagonismo con nadie. Ni siquiera con figuras históricas del pasado.
Una personalidad compleja
Dicen quienes lo conocen bien --o, al menos, eso han explicado las biografías--, que Carlos tiene una personalidad realmente compleja. Por un lado, es un tipo increíblemente educado, de una amabilidad y tratos exquisitos. En las distancias cortas es mucho más simpático de lo que parece, incluso divertido y tiene una vena incluso coqueta. Es inteligente y, aunque no es tan culto como lo pintan, sí que tiene una vena intelectual muy marcada. Le encanta la música clásica --toca el violoncelo y le encanta la ópera-- , es bastante bueno pintando acuarelas y le apasiona la jardinería. En su casa campestre de Highgrove llegó a transformar una tierra árida y repleta de arbustos en uno de los jardines privados más espléndidos de Inglaterra.
Sin embargo, también tiene una bis taciturna y melancólica, excesivamente tendente a periodos semidepresivos. Su inseguridad es notoria y muchas veces se muestra retraído. Como muchos psicólogos que estén leyendo esto estarán pensando, la verdadera razón de su retraimiento hay que buscarlo en su infancia.
¿Una infancia sin cariño materno?
Siempre se ha repetido que Carlos no tuvo una infancia feliz y que sus padres fueron tan distantes como exigentes y fríos. Pero es una imagen errónea. O, mejor dicho, no es del todo cierta.
Cuando él nació, el 14 de noviembre de 1948, en Buckingham, su madre aún era princesa y todo hacía presagiar que tardaría mucho aún en ser reina. Mientras su madre daba a luz, su padre jugaba al squash en palacio. Cuando Felipe de Edimburgo estaba muy nervioso, se desgañitaba con el deporte. Era su manera de liberar tensiones.
Era inconcebible que una mujer de clase alta, ya no digamos una princesa y una futura reina, cambiara pañales o diera de comer a un bebé, por lo que Carlos fue dejado en manos de cuidadoras y niñeras. Todas ellas fueron muy amables con él, en especial Mispy, una mujer a quien llegaría a considerar una segunda madre.
Poco después de nacer Carlos, Isabel y Felipe pusieron rumbo a Malta, donde él había sido destinado como comandante de su propio barco. Carlos se quedó en Inglaterra al cuidado de sus abuelos maternos, el rey Jorge VI y, sobre todo, la reina Elizabeth Bowes-Lyon, una mujer que lo colmó de cariño y atenciones. Carlos llegaría a sentir verdadera veneración por ella y, en la biografía oficial que le hizo Jonathan Dimbleby, recalcó una y otra vez lo absolutamente maravillosa que había sido su abuela.
La personalidad de Carlos, todo hay que decirlo, se parece más a la de su abuelo, Jorge VI. Los dos sensibles e inseguros, de muy buen corazón, pero presas de ataques súbitos de furia cuando se cabreaban.
Mientras Isabel estaba en Malta, de vez en cuando regresaba a Inglaterra (también dio a luz a la princesa Ana, su segunda hija, en Londres). Pero es cierto que la mayoría del tiempo estaba en la isla mediterránea. Por su parte, se nos ha vendido a un Felipe absolutamente maltratador psicológico, cuando fue bastante buen padre cuando sus hijos fueron pequeños. Hace unos años, Carlos hizo públicas unas cintas caseras de vídeo de cuando él era pequeño que muestran a la familia jugando divertidos y haciéndose bromas. Carlos aparece como un niño risueño y sonriente, y muy unido a su hermana, Ana.
Príncipe heredero
El problema comenzó cuando, contra pronóstico, Isabel II se convirtió en reina demasiado pronto. Carlos tenía apenas cuatro años: a la pena de perder a su querido abuelo se le unió el hecho de que pasó a apenas ver a su madre. Isabel era una reina muy joven y con poca experiencia y sus obligaciones en el cargo eran numerosas: de tener que leer cada día centenares de documentos oficiales a atender audiencias con dignatarios.
Isabel hizo lo que pudo para compaginar su vida privada con la pública incluso llegó a retrasar una hora sus reuniones semanales con el primer ministro para poder pasar un rato con sus hijos. También se sabe que intentaba estar siempre presente en el momento del baño y que se preocupó porque sus hijos estuvieran bien atendidos Pero como toda madre trabajadora sabe, la conciliación es prácticamente imposible a pesar de toda la ayuda que una reina pueda tener.
Isabel también insistió en que su hijo saliera de la burbuja de palacio y, aunque Carlos recibió sus primeras lecciones con una institutriz, fue el primer heredero al trono en ser matriculado en un colegio. Era, por supuesto, una escuela de la élite y entre sus compañeros de pupitre se encontraban hijos y nietos de embajadores, parlamentarios y primeros ministros. No fue una experiencia excesivamente democrática, ni tampoco placentera: Carlos tenía que aguantar que, cada mañana, los fotógrafos se apostasen a las puertas del colegio. A veces había tantos que el director del centro avisaba a palacio para que el príncipe no fuera aquel día a clase.
Pero lo peor para Carlos no serían las cámaras. Saltándose la tradición de las clases altas --que suelen enviar a sus hijos al prestigioso internado de Eton--, Felipe decidió que su hijo seguiría sus pasos y pasaría unos cuantos cursos en Gordonstoun, en Escocia, un lugar tan espartano como duro en donde el príncipe tuvo que aguantar un nivel de maltrato que hoy estaría directamente prohibido. Tanto odió el lugar, que cuando llegó el momento de matricular a sus hijos, optó por Eton.
Carlos no fue el primer heredero que fue a la universidad, pero sí el primero en sacarse una carrera universitaria completa. A su padre le hubiese encantado que hubiese estudiado Derecho Constitucional, pero él optó por una mezcla entre Historia y Antropología. Nunca se sintió a gusto entre hippies y "melenudos", como él llamaba despectivamente a algunos compañeros, pero sí que desarrolló una vena trascendental. Le encantaba Jung, la parapsicología, las tribus primitivas y el estudio de las religiones. En el fondo, él también era un rebelde, aunque fuera vestido como un hombre de otra era, con trajes de tweed y jerseis de cachemir.
Las mujeres de su vida
Se cree que, en la universidad, Carlos conoció a su primera novia, la hija de u embajador chileno. Sería ésta quien le presentaría a una tal Camila Shand, una mujer de la alta sociedad, aunque no de la aristocracia. o hubo un flechazo, pero sí un interés instantáneo y, más tarde, una gran atracción sexual.
Camila era una mujer perfecta para Carlos, una mezcla entre descaro, desinhibición e instinto maternal. Ambos compartían sentido del humor, gustos y aficiones. Se reían por lo mismo e incluso se dice que les gustaban los mismos programas de televisión. Su relación fue muy intensa y Carlos llegó a quererla, pero ella, aunque también atraída por él, estaba sobre todo enamorada de un tal Andrew Parker-Bowles.
Mucho se ha dicho que palacio no les dejó casar porque ella no era aristócrata y había tenido demasiados novios en el pasado, pero la verdad era que Camila y Carlos tuvieron un romance de seis meses que no pasó a más porque ella quería casarse con otro y él no tenían entonces en mente pasar por el altar.
Lo que sí pasó fue que, pasados los años, Camila y Carlos se reencontraron y empezaron una relación tórrida: ella estaba aún enamorada de Andrew pero éste le ponía los cuernos --repetidas veces--, por lo que ella se refugiaba en los brazos de Carlos para escarmentar a su marido y apuntalar su dignidad. Carlos, por su parte, estaba muy interesado en ella, pero también en otras. Eso de que "sólo hubo una mujer en su vida" es un poco fantasía, una fábula que se inventaron años más tarde para justificar su divorcio con Diana.
En realidad, Carlos tuvo una retahíla de novias y se llegó a sentir muy próximo a algunas. También se sabe que se le declaró a un par. Pero ambas lo rechazaron: ninguna quería ser princesa de Gales, con todo lo que ello significaba de pérdida de anonimato y presión constante de la prensa. Tan sólo una jovencita tímida y supuestamente anodina llamada Diana Spencer aceptó lo que conllevaba el título. O eso, al menos, es lo que quiso creer la nación.
Diana
Diana y Carlos se conocieron en Althorp House, la fabulosa mansión campestre de los Spencer, porque él salía con la hermana de ella. En realidad, la primera vez que se vieron fue en medio de una cacería.
Ella era una jovencita tan guapa como fantasiosa, tan inteligente a nivel emocional como limitada a nivel intelectual, que quiso ver en todo aquello un cuento de hadas. La familia real la vio con muy buenos ojos al principio: era hija de una de las mejores familias aristocráticas de Inglaterra y era lo suficientemente joven como para ser dócil y moldeable. Y, sobre todo, no tenía pasado --es decir, no había tenido novios--, algo que entonces se consideraba básico para ser una futura reina. La reina Isabel, además, creyó que era una chica de campo con la que podría llevarse bien y hablar de perros y caballos.
Se equivocaban, claro. Bajo ese exterior apocado se escondía una determinación de hierro y, aunque no tenía excesiva cultura --en el colegio lo suspendía todo--, iba a demostrar que tenía una habilidad superlativa para encandilar a las cámaras y, sobre todo, enamorar a las masas. Diana se iba a convertir en un icono de la noche a la mañana, un auténtico fenómeno de masas que iba a dejar a su marido, el príncipe Carlos, en un desagradable segundo plano.
Los celos, la rabia, la frustración, la presión de los medios y los nervios destrozaron el matrimonio, no Camila. En realidad, Carlos y Diana podrían haberse llevado bien --o, al menos, mejor que lo que se llevaban-- si hubiesen podido disfrutar de algo más de tiempo para conocerse y aclimatarse a su nueva vida. Pero no tuvieron ni un solo segundo: después de un noviazgo fugaz, protagonizaron una boda por todo lo alto, enseguida tuvieron su primer hijo y, tres años más tarde, el segundo. Diana sufrió lo indecible con la presión de la prensa, su bulimia y varias depresiones. Él no supo gestionar la situación, por lo que en vez de arreglar las cosas, acabaron con un matrimonio que solo se puede caracterizar como tóxico.
Él regresó a los brazos de Camila; ella no tardaría en buscarse amantes. Ambos protagonizaban broncas a chillido limpio y, aunque durante años, se afanaron por disimular el odio que se profesaban, al final no les quedó más remedio que reconocer lo obvio. Eso sí, lo hicieron de la peor manera posible cada uno filtrando exclusivas a los periodistas y protagonizando sonadas entrevistas en televisión. La reina Isabel II al final se hartó y les exigió que se divorciaran.
Camila como acompañante
Después de su sonada ruptura con Diana, Carlos intentó enderezar su imagen, lo cual no era una tarea en absoluto sencilla. En una grabación lo habían pillado diciendo que quería convertirse en el Tampax de Camila. Sus discursos sobre temas entonces polémicos, como el medio ambiente o la arquitectura moderna, eran incendiarios. Su prestigio estaba por los suelos y Carlos se sentía frustrado.
Gracias a la ayuda de Mark Bolland, un experto spin doctor, comenzó a poner en marcha una agresiva, pero muy eficiente campaña de rehabilitación pública. No sólo de él, sino también de Camila, que en aquel momento era una de las mujeres más odiadas de Inglaterra (el público la hacía responsable dela ruptura del matrimonio de los príncipes de Gales). Camilla comenzó a mejorar su apariencia --incluso se rumoreó un lifting, que luego fue desmentido-- y empezó a comprarse ropa más elegante. Él empezó a mostrarse más cercano al pueblo.
Un túnel en París
La campaña estaba dando sus primeros y prometedores pasos cuando surgió una tragedia que dio al traste con todo: Diana moría en un terrible accidente de coche en París. La reacción a su muerte fue tan masiva como sorprendente. Buckingham entró en pánico al ver las riadas de gente y Carlos entendió, mejor que su madre, que debía reaccionar muy rápido para evitar la ira del pueblo. No solo fue a París a traer de vuelta el cuerpo de su ex esposa, sino que se empeñó en que tuviera un funeral público.
No solo evitó lo peor, sino que aquello fue el punto de inflexión que marcó el inicio de un nuevo Carlos de Inglaterra. Mark Bolland siguió con una campaña agresiva de imagen para posicionarlo como un hombre sensible, padre entregado de dos niños que acababan de perder a su madre.
También, pasados unos meses prudenciales, Camila empezó a dejarse a volver a ver. Fue poco a poco, con actos milimetrados para la prensa. Al final, el pueblo se rindió a lo obvio y entendió que Carlos y Camila debían hacer vida juntos también en público. Lo siguiente fue una boda, una posibilidad que muchos creían imposible, pero que se acabó dando en una minúscula sala del Ayuntamiento de Windsor.
En paralelo, Carlos no solo apuntaló su imagen como marido, sino también como activista y defensor de causas que en su momento se vieron como perdidas pero que hoy serían aplaudidas, como la defensa del medio ambiente y el multiculturalismo. Se implicó en miles de organizaciones y también.
Controversias
Pero no siempre logró mantener su imagen libre de controversias. Ese fue, en el fondo, su gran problema: Carlos sigue arrastrando problemas de reputación que, ni siquiera ahora que ciñe la corona, se esfumarán. Veremos lo que pasa en los próximos meses.
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