Sucedió todo con puntualidad exquisitamente británica, siguiendo a rajatabla lo establecido por el protocolo. A las 10:35 horas de la mañana, tal como estaba previsto, un destacamento de la guarda de granaderos --todos de 1,82 metros de estatura-- sacaron a hombros el ataúd de la reina y lo llevaron a la puerta norte de Westminster Hall, en donde el ataúd de la monarca había sido velado durante más de cuatro días. Centenares de miles de personas habían acudido a decirle el último adiós a las persona que les había reinado durante siete décadas, que se dice pronto.
Una de las imágenes que quedarán precisamente en la retina para siempre son aquellas colas quilométricas en donde las personas esperaron de trece a veinticuatro horas delante del féretro para mostrar sus respetos. En un mundo donde prima lo instantáneo y las muestras de lo que sea --rabia, indignación, amor, adhesión-- se manifiestan a través de un efímero tuit o un hashtag de Instagram, no deja de sorprender --y de ser muy reconfortante-- ver cómo aún quedan personas dispuestas a un sacrificio como el de pasarse en una cola prácticamente un día entero.
La maestría comunicativa de los Windsor
Claro que si había alguien capaz de semejante gesta, ese era el pueblo británico, adicto al ceremonial que rodea a la monarquía, a esa exquisita pompa y ceremonia que Buckingham sabe hacer mejor que nadie. Tan solo hay otra institución del mundo capaz de igualarlos: el Vaticano. Y si hablamos estrictamente de familias, a los Windsor solo los igualan los Kennedy y los Obama.
Ayer se pudo ver de nuevo esa extraordinaria maestría. El mundo no había visto nada parecido desde el funeral de Estado de Winston Churchill en 1965 y, unos años antes, el del padre de Isabel II, Jorge VI, en 1952. Ni tan siquiera el de Diana de Gales, en 1997, aunque también multitudinario y masivo, se pudo comparar. El ritual no fue tan elaborado entonces y tampoco acudieron tantas gestas coronadas y jefes de Estado y de Gobierno. Lo de ayer fue la mayor concentración de dignatarios que se recuerda, una suma que solo se consigue cuando se inaugura la sesión anual de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Ni siquiera en las Cumbres del Clima hubo tanta personalidad.
Lo que vimos, desde luego, fue el equilibrio perfecto entre entretenimiento, liturgia y ritual sagrado. Decía el abuelo de Isabel II, el astuto Jorge V, que la monarquía debía proveer un bonito espectáculo. Y no se equivocaba. Él tuvo que hacer frente a retos poderosísimos. Vivió la Revolución Rusa de 1917, que le costó la vida a su primo, el zar Nicolás, o el cousin Nicky, el primo Nicky, como él lo llamaba (el parecido físico entre ambos era verdaderamente asombroso). También se temió por entonces que Inglaterra cayera en manos de fascistas por un lado o de comunistas por el otro. Aunque parezca mentira, llegó un momento en que se oyó decir que la enseña roja, con la hoz y el martillo, ondearía en Buckingham. Jorge V, aterrado por aquellas amenazas, comenzó una de las campañas de imagen más poderosas de la historia. Se fue a visitar a mineros, tomó el té en casas míseras, inspeccionó fábricas e incluso se montó en un tren de juguete en una especie de parque de atracciones. También comenzó a dar discursos radiofónicos: el primero fue en 1924. A pesar de que siempre se reconozca al presidente estadounidense Roosevelt como el hombre que puso de moda hablar a sus conciudadanos a través de las ondas, la verdad es que sus famosos fireside chats no empezaron hasta 1933, prácticamente una década después de que Jorge V inaugurara la tradición.
La alianza con las clases obreras
Jorge V entendió algo fundamental para la supervivencia de la monarquía: que los reyes sobreviven si están aliados con las clases populares, si se convierten en un producto que las masas adoren. Lo que sustenta a la Corona no son las leyes ni las constituciones, sino la opinión pública. Y había que tenerla contenta. De ahí que Jorge V comenzaran a diseñar eventos para entretenerla. Era una especie de "pan y circo" pero con mucho desfile militar de por medio. La monarquía, comprendió el monarca, era un teatro, pero hecho con los mejores actores y los mejores escenarios. Todos sus descendientes han sabido alimentar este concepto.
Puede parecer una idea anacrónica, pero el resultado está a la vista. Mientras que pocas personas fuera de sus respectivos países saben cómo se llaman la reina de Dinamarca o el rey de Noruega, la monarquía británica está tan arraigada en el imaginario popular que la muerte de Isabel II ha copado todos los informativos de todo el mundo durante más de una semana. Miles de millones de personas en todo el planeta siguieron segundo a segundo cada uno de los detalles del funeral. Es inconcebible que algo así sucediera por un presidente de la República Francesa. Ni siquiera si el mismísimo Joe Biden muriese en el cargo veríamos tanto despliegue y seguimiento.
Fenómenos mediáticos mundiales
Ese, en el fondo, es el gran poder de la monarquía o, al menos, de la británica: son verdaderos fenómenos mediáticos globales. Durante décadas, han sido lo suficientemente astutos como para abrazar las últimas tecnologías y poner en marcha estrategias de comunicación increíblemente sofisticadas. Son tan buenos comunicativamente hablando que hasta cuando se equivocan ganan puntos: los Windsor ofrecen tanto glamour como drama, tanto poder como lágrimas. En el fondo, son puro Shakespeare.
Hay que apuntar que Isabel II, que odiaba las cámaras y era bastante mala dando discursos --se ponía tan nerviosa que se le tensaban los músculos y parecía remota y distante--, al principio se negó a que los nuevos medios de comunicación --en su caso la televisión-- invadieran su vida. Pero con el tiempo recapacitó y acabó dando auténticos recitales. Lo del osito Paddington o lo de lanzarse en paracaídas con James Bond fue pura maestría. Yo no me imagino a Felipe VI haciendo algo parecido. Claro que tampoco me imagino al mundo parándose el día que --esperemos que aún falte mucho tiempo-- él falte.
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