Los politólogos y, en especial los que tenemos alma de historiador, intentamos a toda costa evitar las comparaciones con Hitler. Principalmente porque el nazismo fue un fenómeno único cuya derrota necesitó de una fuerza sin precedentes y sobre cuyo vacío se construyó el actual orden mundial.

No obstante, para quienes llevamos ya algún tiempo observando a Vladimir Putin, su discurso de anexión y sus particulares Sudetes extendidos (ya no solo se trata de Donetsk y Lugansk, ahora también se incluye Zaporiya y Jersón) no representan una sorpresa y deberían ser comparados con el desafío lanzado por Hitler al orden mundial en 1939 (ojo, no con el nazismo como fenómeno único).

En su delirante discurso de anexión, Putin hizo un recopilatorio de temas comunes en sus alocuciones, tratando de disfrazar decisiones neo-imperialistas imbuidas de ultra-nacionalismo ruso con una máscara de internacionalismo heredado de la URSS y con un señalamiento perpetuo de su dedo a EEUU, su “unipolaridad” y su “hipocresía”.

Putin se diferencia poco de un Hitler que en 1939 decía que el solo estaba cumpliendo con su papel providencial

En este sentido hay que destacar que poco se diferenciaría de un Hitler que en 1939 decía que el solo estaba cumpliendo con su papel providencial de librar al mundo de la plutocracia del capital internacional (fórmula que en parte cubría el genocidio planeado del pueblo judío), sustentado por Gran Bretaña (a quien admiraba y con quien buscó un modus vivendi) y Francia. Quien quisiera, era libre de seguirle en su guante lanzado al orden mundial. Guante que, por supuesto, implicaba aceptar el “Reich de los Mil Años”.

Putin ha creado una dicotomía absolutamente artificial y artificiosa de “naciones plenamente soberanas” y aquellas que “no son plenamente soberanas” y no serán tratadas como tal. Para Putin, el respeto de su nuevo imperio es condición esencial para quien quiera seguir a Rusia, por motivos sentimentales (URSS como potencia anti-colonial), comerciales (el planeado Eje Ruso-Chino, que de darse finalmente será más chino que ruso) o por puro deseo revanchista para con EEUU.

Sin entrar en su inquietante visión sobre el pueblo ucraniano, las fórmulas deshumanizadoras de sus tertulianos (e.g. “sobran dos millones de ucranianos que no son recuperables”), los campos de filtración, el secuestro de menores, las cámaras de tortura y las ejecuciones extrajudiciales, el desafío lanzado por Putin al orden mundial bajo su formula de estar en guerra contra un supuesto “Occidente Colectivo” marca un antes y un después en la vida de nuestro orden internacional.

La anexión de un territorio es una cuestión sumamente grave, pero si es efectuada por una potencia con derecho a veto en la ONU es una cuestión imperdonable. A menudo hablamos de la “hipocresía” de las relaciones internacionales, esta viene dada por una incorrecta interpretación del derecho a veto. Asumimos que este derecho solo se utilizará cuando estén en juego intereses vitales, la realidad de la cuestión es que es una “carta blanca” para que las grandes potencias se salten la legalidad internacional cuando quieran.

La II Guerra Mundial supuso el final de las guerras de anexión por parte de las grandes potencias con derecho a veto

El problema es que Rusia ha cruzado la línea roja absoluta prevista por el veto. El final de la Segunda Guerra Mundial no supuso el final de la guerra como instrumento en las relaciones internacionales (de lo contrario todas las fuerzas armadas del mundo se habrían disuelto), lo que sí supuso fue el final de las guerras de anexión por parte de las grandes potencias con derecho a veto. Es decir (y perdón por lo sexista de la fórmula) una especie de “pacto de caballeros” entre los cinco de que si bien se permite el abuso del veto, nunca jamás se permitirán unos nuevos Sudetes o un nuevo Corredor de Gdansk.

Y llegados a este punto, hemos visto como Putin se ha hecho con unos Sudetes propios (Donetsk y Lugansk) y con un corredor de Gdansk (Jersón y Zaporiya), al menos sobre el papel, mientras intenta movilizar a la desesperada a sus fuerzas convencionales bajo el grito de “estamos en guerra contra Occidente”. Occidente, ni está ni se le espera en esta guerra, pero si lo estuviese (y esto no es una bravuconada) acabaría rápidamente con el tigre de papel que son las fuerzas convencionales rusas.

Putin cree ser el caudillo providencial que “devolverá” a Rusia a su “justo” lugar en el mundo y que romperá el predominio de EEUU. Su agonía ante el ejército ucraniano armado con una cantidad testimonial de armamento de segunda y tercera categoría de la OTAN nos dice lo contrario. Asimismo, su desesperación en tratar de mantener a sus halcones en la jaula (Kadyrov y Prigozhin, aunque personalmente no descartaría al “romántico” en el sentido decimonónico de la palabra Ghirkin) nos demuestra que su liderazgo no es tan firme como piensa.

Putin cree que la guerra supondrá un triunfo de su voluntad, el triunfo de una Rusia convertida en un estado totalitario fascista a marchas forzadas, asume que su anexión hará frenarse en seco a “Occidente colectivo” que dejará de proveer armas a Ucrania, piensa que los socios y aliados de EEUU están secuestrados a punta de bayoneta (de forma paradójica, los suyos, Bielorrusia y Siria, sí que lo están).

Lo que Putin no quiere ver es que, si bien hasta hace poco algunas de sus acciones dejaban margen de interpretación (principalmente para aquellos que querían seguir viendo en él a un estadista responsable), la actual anexión es imperdonable para todos. Muy pocas serán las excepciones (si hay alguna) que reconozcan estas anexiones y ninguna será la ayuda exterior que Rusia reciba.

Lo que debe preocuparnos ahora mismo no es el triunfo de la voluntad de Putin en forma militar-convencional, ni siquiera sus faroles sobre la guerra nuclear (si Ucrania “ocupa” “territorio ruso”) sino el triunfo de sus agentes en el extranjero o de una flaca voluntad de la coalición anti-Kremlin de reconstruir una futura Rusia.

Con el invierno a las puertas, los quintacolumnistas en Europa y copperheads en EEUU tratan de romper la voluntad de apoyar a Ucrania hasta el final con toda serie de miedos (la carestía o falta de combustibles fósiles, el coste humano, posibles ataques nucleares, el coste de seguir luchando contra Rusia etc…), a lo cual añado, nuestro propio miedo a tener que lidiar con una Rusia derrotada y fragmentada.

El intento ruso de desafiar al orden mundial no solo puede fracasar, sino que debe de hacerlo

Si queremos que el nuevo mundo no sea un retorno a la primacía de la fuerza bruta donde se nos pueda sacar de la cama un jueves a las 4 de la mañana porque alguien ha decidido que nuestro Estado no es “plenamente soberano”, si queremos evitar campos de “filtración”, el secuestro de nuestros hijos/as, la normalización de la tortura y los asesinatos extrajudiciales, más nos vale que sea nuestra voluntad colectiva la que triunfe.

Tenemos que afrontar la realidad, el intento ruso de desafiar al orden mundial no solo puede fracasar, sino que debe de hacerlo y solo puede hacerlo si nuestra firme voluntad es acabar con él. Como he leído estos días en Twitter, me quedo con la siguiente máxima: “Prefiero la hipocresía de la libertad que la honestidad del totalitarismo”.


Victor Vasilescu es licenciado en Derecho y Ciencias Políticas, máster en Relaciones Internacionales-Estudios Africanos.