En mi adolescencia, fui testigo de los debates y de la aprobación de la ley para el matrimonio igualitario. Lo que me impactó, sin embargo, no fueron las manifestaciones, los actos públicos, los debates en las Cortes Generales, sino el comentario de un conocido de la comunidad rumana en España.
Básicamente, cuando salió la noticia por la televisión, su comentario fue de una crudeza absoluta “así, muy bien, que les enseñen a sus hijos a darse por culo”. Me quedé en estado de shock puesto que a pesar de acudir a un colegio católico, una larga historia para otro momento, nunca jamás había visto a nadie expresarse así.
Es cierto que en el colegio siempre hubo aversión hacia los “rojos” y a prácticamente cualquier cosa que el PSOE hiciese o dejase de hacer, pero ese nivel de homofobia me tomó completamente por sorpresa.
La cuestión es que la mayoría de las personas en España asumen que el comunismo era tolerante o abierto con la homosexualidad tan solo porque algunas de sus vertientes actuales en España lo sean. No voy a hacer un análisis pormenorizado sobre la Cuba socialista ni sobre la actitud del Che hacia este colectivo, hay fuentes en castellano en abundancia. Tampoco creo que la reciente aprobación del matrimonio igualitario y descriminalización de la homosexualidad borra un pasado cruel incluso para la norma latinoamericana de la época. Lo que sí quiero hacer es dedicarle algunas líneas a la herencia poscomunista de la que bebe la homofobia de Putin.
La homofobia de Putin bebe de la herencia poscomunista
Todos los Estados de la antigua Unión Soviética y de sus Estados Satélite, sin excepción, consideraban a la homosexualidad como una anomalía. Su tratamiento iba desde los más tolerantes, que la consideraban como una desviación psicológica permanente a tolerar pero no a mostrar en público, hasta aquellos que tenían una previsión en sus códigos penales criminalizando la homosexualidad, de forma muy similar a como lo hizo el régimen franquista en las normas de vagos y maleantes, pero con el añadido de conectarlo diréctamente con la pedofilia, entre los más duros, la URSS y Rumanía.
Así, para algunos régimenes comunistas, un homosexual no era tan solo un elemento anti-social que “había decidido” no ser productivo y no “crecer y multiplicarse” por amor al partido, contrástese con la visión nacional-catolicista, sino además un violador de menores en potencia.
La legislación de Rumanía y de la URSS estaba calculada de tal forma que transmitiese odio y asco a partes iguales contra las personas homosexuales y contra todo aquel que perteneciera al colectivo que hoy puede considerarse como LGTBQ+. Durante décadas, los rusos, ucranianos, lituanos y rumanos, entre otros, crecieron con la idea de que un homosexual suelto era un pedófilo en potencia que más tarde debía ser apresado, juzgado y condenado.
Y no solo eso, sino que tanto Rumanía como Rusia tardaron años en descriminalizar la homosexualidad y cuando lo hicieron fue para integrarse en alguna organización internacional, como por ejemplo fue el caso de Rumanía en 1996, a instancia del Consejo de Europa.
Rumanía, sin el Consejo de Europa primero y la Unión Europea después, habría ido camino de convertirse en otra Rusia. El exabrupto sobre el matrimonio igualitario no era ni mucho menos un caso aislado en la Rumanía de los 90, donde junto con la homofobia que más o menos se pueda considerar “habitual” y “común” con la española en aquellos tiempos, i.e. expresiones del tipo “vamos, no seas maricón”, convivían actitudes mucho peores alimentadas desde los púlpitos de las iglesias y desde las formaciones políticas herederas del antiguo Partido Comunista Rumano.
Sí, en el mundo poscomunista la homofobia es una pesada herencia de la obsesión comunista por controlar cada rincón de la existencia individual de un ser humano, llegando literalmente hasta a su cama.
Putin trata de presentarse como el prototipo de “machote ruso religioso y heterosexual”
Y la homofobia de Putin, que desesperadamente, y de forma cada vez menos convincente, intenta presentarse a si mismo como el prototipo de “machote ruso religioso y heterosexual”, nota aparte sobre el escándalo Litvinienko que parecía destapar su inclinación pedófila, no es más que la tentativa de resucitar un fantasma del pasado. Desde las supersticiones más negras y antiguas de la Iglesia Ortodoxa Rusa, pasando por los denostados códigos penales de los Estados comunistas y cerrando con la instrumentalización de la IOR como una especie de, podríamos llamarla, “iglesia de alquiler” para el Kremlin.
Y el último pataleo del parlamento ruso, endureciendo las sanciones por hacer “propaganda gay”, así como la Asociación de Libreros rusos, revisando los clásicos de la literatura rusa, por si contenían pasajes que puedan hacer “propaganda sobre relaciones no tradicionales”, no es más que la masculinidad herida de quien está perdiendo la guerra contra “Gay-ropa”.
Dedicar ingentes recursos estatales a perseguir la orientación sexual consentida de una persona es un absurdo y un crimen al que por desgracia ninguna sociedad occidental, Rusia incluida, fue ajena en el pasado. Nosotros nos hemos despertado de esa horrible pesadilla y nos hemos vuelto más tolerantes y más abiertos, y no tengo palabras para describir lo mucho que esto me enorgullece.
Quien desde nuestro rincón del mundo se declare como miembro de este colectivo o aliado y aún así apoye al Kremlin es alguien que está cometiendo un error terrible o un crimen atroz.
¿Morir por “Gay-ropa”? Sí, por supuesto.
Y no le deseo a Vladimir Vladimirovich llegar a comprobar como lucha “Gay-ropa”.
Victor Vasilescu es licenciado en Derecho y Ciencias Políticas, máster en Relaciones Internacionales-Estudios Africanos.
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