Fue una de las instantáneas que marcaron los turbulentos años que sumieron a Irak en el caos tras la caída de Sadam Husein. Los zapatos que el periodista Muntasir al Zaidi arrojó sobre George W. Bush quedaron como símbolo de la ira popular hacia unas tropas consideradas ocupantes. Dos décadas después del inicio de la invasión estadounidense, vamos en busca del protagonista del zapatazo, el periodista iraquí que encarnó la indignación contra Bush y que el presidente sorteó con una habilidad que dio la vuelta al mundo.
“Recuerdo la invasión con mucho dolor”, confiesa Al Zaidi en conversación con El Independiente. 20 años después, sigue revolviéndose con aquellas primeras imágenes de la operación estadounidense cruzando el cielo nocturno de Bagdad. “Los bombardeos estadounidenses comenzaron mientras estábamos dormidos. La gente estaba en shock y huía de la ciudad al campo por miedo a los ataques aéreos. Teníamos sentimientos mezclados, a mitad de camino entre el miedo a un futuro sombrío, la tristeza, la preocupación por los seres queridos y el hambre”, agrega.
El reportero vivió en primera plana aquel largo mes de combates de una coalición internacional liderada por Washington y a la que se sumaron militares de Reino Unido, España, Australia y Polonia con la oposición rotunda de países como Francia o Alemania. Derrocado el dictador baazista, la primera fase concluyó en mayo de 2003. A aquella primavera iraquí sucedió una retahíla de tragedias, desde la consolidación de una élite política corrupta a la violencia sectaria entre suníes y chiíes, la marginación suní, el éxodo cristiano y el surgimiento primero de la rama local de Al Qaeda y más tarde del autodenominado Estado Islámico.
Sadam importa ya poco. Fue un dictador pero también lo son los que han gobernado después de él
"Un beso de despedida a Bush"
Al Zaidi asegura que para 2008, con la perceptible deriva del país martilleándole, su paciencia se había colmado. Había pasado un lustro de una intervención que tuvo como detonante la supuesta existencia de “armas de destrucción masiva” que jamás se encontraron. Fue entonces cuando la escenificó ante las cámaras. Aprovechó una rueda de prensa en Bagdad entre Bush y el entonces primer ministro, el chií Nuri al Maliki, para lanzarle los zapatos junto al grito “Es el beso de despedida del pueblo iraquí, perro. De parte de las viudas, los huérfanos y todos aquellos que fueron asesinados en Irak”.
Era la última visita de Estado de Bush a Irak. El presidente estadounidense, ya en la recta final de sus ocho años en la Casa Blanca, rehuyó el par de calzado, arrojados en una estancia abarrotada de cámaras y entre la indisimulada sorpresa de los asistentes. En los segundos siguientes, un grupo de agentes de seguridad se abalanza sobre él, reduciéndolo y arrastrándolo fuera de la sala.
El periodista fue condenado a tres años de cárcel pero apenas pasó nueve meses entre rejas. “Elegí los zapatos que llevaba cuando visitaba a las víctimas en los barrios y pueblos arrasados por la fuerza ocupante”, arguye.
Poco que celebrar
Dos décadas después de haberse librado de Sadam y su régimen, los iraquíes tienen poco que celebrar. “Sadam importa ya poco. Fue un dictador pero también lo son los que han gobernado después de él. El Estado no estaba en buena forma y ahora es aún peor”, estima Al Zaidi, dedicado ahora al activismo en un país condenado a transitar por un laberinto sin final. “La invasión puso fin a una dictadura pero en lugar de la promesa de democracia lo que tenemos ahora es un orden político cleptocrático. Es una democracia pero completamente disfuncional”, asegura a este diario Kawa Hassan, analista del programa para Oriente Próximo y norte de África del centro de estudios Stimson.
“Es cierto que hay unos partidos compiten por el poder pero la élite que llegó al poder en 2003 defraudó a la población iraquí porque fracasó en la misión de establecer los fundamentos de una democracia efectiva”, arguye el politólogo. “Existe una sociedad civil en Irak pero no es tan fuerte como pudiera ser por la represión y la intimidación de la élite política y las milicias”, agrega.
El país padece la desigualdad salarial y arrastra la frustración de que su riqueza petrolera no se distribuya equitativamente
La correlación de fuerzas y los personajes que dejó la invasión siguen marcando el ritmo político en Bagdad, a pesar de la violencia y las manifestaciones juveniles que estallaron en 2019 y que quedaron sofocadas un año después, en mitad de la propagación del coronavirus. En mitad de aquel clamor de cambio, Al Zaidi, que vivió durante una temporada fuera del país, trató de llegar al parlamento iraquí. Su candidatura quedó en agua de borrajas. “No lo conseguí por culpa de la corrupción en la comisión electoral. Me robaron los votos”, replica.
La patria de Sadam, con la quinta reserva de petróleo del mundo, sigue siendo un lugar jalonado de minas. “Tenemos un gobierno relativamente estable pero que no goza de mucha legitimidad pública. Tardó más de un año en establecerse pero ahora aquella unidad no tiene ya razones para continuar”, esboza a este diario Marsin Alshamary, investigadora iraquí de Middle East Initiative. “Así que si uno le pregunta a un iraquí medio dirá que se parece a todos los gobiernos anteriores en términos de corrupción, composición y lealtades”, añade.
Una herencia muy presente
Una opinión que comparte Al Zaidi, el autor de un gesto de repudio que sigue plenamente vigente, al menos para su protagonista. “La herencia de la ocupación está encarnada en el grupo de corruptos que gobierna Irak y que ha robado toda la fortuna del país, desperdiciando miles de millones de dólares y dejando más de un millón de mártires por el camino”, comenta sin contemplación alguna. A juicio de Hassan, la invasión fue “muy mal preparada y peor implementada”. “El grueso de las tropas estadounidenses dejó el país en 2011, demasiado pronto, pero es la élite iraquí la responsable de la corrupción sistemática”, subraya.
El balance resulta igual de sombrío desde la economía o las costuras sociales. “El país padece la desigualdad salarial y arrastra la frustración de que su riqueza petrolera no se distribuya entre sus ciudadanos de forma equitativa”, asevera Alshamary. “Muchos iraquíes viven por debajo del umbral de la pobreza, pero al mismo tiempo hay otros que son excepcional y antinaturalmente ricos, lo que envía claramente una señal de la corrupción imperante”.
A pesar de que los elementos continúan jugando en contra de la mayoría de los compatriotas de Al Zaidi, el periodista permanece comprometido con su país. “Los principales problemas es la existencia de una élite gobernante desde hace 20 años que no ha hecho absolutamente nada por el pueblo iraquí además de las interferencias extranjeras, la negligencia estatal en los servicios básicos, el desempleo y la legión de huérfanos que ha dejado la violencia. Tampoco se ha invertido en las infraestructuras”, maldice el reportero.
Una sociedad joven
La población iraquí, con una media de edad que no supera los 21 años, está más preocupada por el futuro que por los traumas sin resolver del pasado. “La ira hacia Estados Unidos no está presente. Y no es porque los iraquíes hayan perdonado a los estadounidenses sino porque se ha producido un cambio generacional”, recalca Alshamary. “Muchos nacieron después de 2002, lo que significa que no recuerdan la invasión y la ocupación y que tampoco tienen memoria de la época baazista. Así que miran más al futuro y a los retos para mejorar sus vidas”.
No me arrepiento de lo que hice. Lo volvería a hacer
Al Zaidi pertenece a la generación que sigue prendida a la memoria y a cierta sed de rendir cuentas en un país fracturado por las líneas sectarias que el ascenso y caída del yihadismo puso a prueba. El enemigo común obligó a Irán y Estados Unidos a compartir, aunque no revueltos, el campo de batalla. Ambas potencias centran los dardos de Al Zaidi. “Que se peleen fuera de nuestras tierras. No somos parte de esta guerra ni de cualquier otra”, entona.
En pleno aniversario de la invasión, que llegó a las puertas de Bagdad en abril de 2003, no muestra ninguna señal de que necesite la expiación. “No me arrepiento de lo que hice. Lo volvería a hacer”, responde desafiante el periodista. “Lo único que lamento es haber tenido solo un par de zapatos para arrojárselos”, desliza quien asegura haber sido víctima de tres intensos días de torturas tras su arresto. “Incluso si hubiera sabido por lo que iba a pasar, lo hubiera firmado de nuevo”.
El periodista que, lejos de la rutina, no contó la noticias sino que lo fue por unos instantes sigue observando aquella escena con el mismo mensaje, impermeable al tiempo que ha transcurrido desde entonces. “Aquel momento queda en mí como la imagen de una persona sencilla que fue capaz de decir no a la cara de una persona arrogante con todos sus poderes, medios de comunicación, dinero y autoridad autoritaria, de decirle que estaba equivocado y que mató a gente y decidió el destino de pueblos como el iraquí, el sirio, el afgano, el libanés y toda la región”
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