A las 6 y media de la mañana el paseo marítimo es un hervidero de corredores sin camiseta que exhiben sus torsos musculosos y tostados. Los cuerpos femeninos, en cambio, se pasean enfundados en ceñidas mallas de licra. Hasta los perros y los bebés madrugan en Tel Aviv. El ritual se repite un día y otro. Cuando los primeros rayos iluminan el Mediterráneo, un gentío se echa a las calles. Como si los expulsaran de las camas o se hallaran en otra latitud y les faltaran horas de sol.
En la ciudad más liberal de Israel, la que las guías de viaje describen como “hedonista”, “cosmopolita” y “vibrante”, el desenfreno no remolonea entre las sábanas. Sus habitantes parecen haber jurado fidelidad a un “carpe diem” visceral y multitudinario. “Es que el invierno ha sido duro y la gente necesitaba desfogar”, me dicen en un restaurante en primera línea de playa cuando pregunto por ese desembarco programado y masivo que empezó por sorprenderme y al que he comenzado a acostumbrarme. Su poder resulta tan hipnótico que, unos días después, soy yo mismo el que se baña en la playa en pleno amanecer.
El dueño de las hamacas que se amontonan en los primeros metros de costa aún se afana en limpiar el salitre cuando los ciclistas se abren paso a pedaladas; los corredores dejan sus huellas sobre la arena liberada por la bajamar; los surfistas arrastran sus tablas mar adentro; y los más despiertos practican vóley-playa en unas canchas que desconocen la tregua. Siguen igual de abarrotadas ya entrada la noche, cuando kilovatios de luz iluminan hasta el último rincón de la costa. La primera de las sorpresas es hallar un estío tan frenético y ciclado en un país en guerra, donde se cumplen nueve meses del episodio bélico más intenso en décadas.
"La guerra no puede ser ignorada"
Pero, más allá de la capa superficial y de los restaurantes de estilo griego y comida mediterránea que jalonan el paseo marítimo, los tiempos de guerra asoman por doquier. “Al principio de la guerra y durante los primeros dos o tres meses, había alertas diarias que nos obligaban a bajar a los refugios. Eso se acabó y ya no sentimos la contienda de un modo tan directo”, reconoce una veterana artista nacida y crecida en Tel Aviv. “Entiendo que los telavivíes quieran vivir pero la guerra no puede ser ignorada. Está todo el rato presente en los telediarios y en los periódicos. Por mucho que se quiera, uno no puede escapar a lo que sucede alrededor”, desliza.
En cada una de las palmeras de la rambla que bordea la playa cuelga un cartel con el rostro y nombre de los 120 rehenes que permanecen en manos de Hamás. En algunos de los hoteles que ofrecen vistas privilegiadas al mar se hospedan decenas de miles de desplazados que ha provocado el fuego cruzado entre tropas israelíes y los milicianos del grupo chií libanés de Hizbulá.
¿Qué vamos a hacer si no? La gente quiere volver a vivir cuanto antes
Por el horizonte, encima de la barahúnda de bañistas, runners y surfistas, cruzan a diario aviones militares rumbo a la Franja de Gaza y su geografía carcomida por las bombas. El ruido de sus motores es perceptible desde la arena pero, mecidos por las olas, pocos se inmutan. “Es una nueva versión de La Zona de Interés”, dispara un crítico con la atmósfera general citando a la película que retrata el empeño del comandante del campo de concentración de Auschwitz Rudolf Höss y su esposa Hedwig por edificar y defender una vida de ensueño en una casa con jardín que se extiende a espaldas del muro del recinto, entre el rumor de los disparos con el que los centinelas liquidan a quienes tratan de escapar.
Cuando cae la noche y el calor pegajoso proporciona un leve respiro, las calles céntricas se llenan de familias y amigos. En la “happy hour”, el botellín de Maccabee 7.9%, la cerveza local más etílica, se despacha a 16 shekel (unos 4 euros). Hallar sitio en los bares de moda -desde pizzerías a locales de shawarma y hummus- en calles como Dizengoff, Allenbay o King George es una misión casi imposible. Jóvenes en uniforme intercambian risas y cañas con compañeros vestidos de civil, como si la guerra se hubiera vuelto un trámite y ni siquiera pesara sobre ellos el peligro de ser enviados al infierno. “¿Qué vamos a hacer si no? La gente quiere volver a vivir cuanto antes, al menos, a tener una vida lo más parecida posible a la anterior al 7 de octubre”, comenta un reservista que pasó unos meses en la Franja. “Un día estás en Gaza y al día siguiente de fiesta en un garito de Tel Aviv con tus amigos. Nos hemos acostumbrado a vivir de este modo ambivalente. Es casi una bendición que la gente pueda volver a su vida. Así es Tel Aviv”, añade.
Desde 1906
La historia del último siglo parece darle la razón a este veinteañero que litiga estos días con la expectativa de ser convocado de nuevo a filas, rumbo a algunos de los puntos calientes. La ciudad fue fundada en 1906 por 60 familias judías procedentes de Europa del Este bajo el liderazgo de Meir Dizengoff, un precursor del sionismo y el primer alcalde de la villa. Fue bautizada como Tel Aviv (“Colina de primavera”, en hebreo) en honor a la obra homónima de Theodor Herzl, una novela utópica publicada unos años antes que fantaseaba con el retorno de los judíos a la tierra prometida de Israel.
Tel Aviv, bombardeada por la aviación de Mussolini en 1940, creció a ritmo vertiginoso junto a la histórica Jaffa, un gran puerto del Mediterráneo cuya existencia ya mencionaron los antiguos egipcios hace 3.500 años, cuando el enclave fue conquistado por el faraón Tutmosis III. Jaffa fue una ciudad habitada por los árabes hasta que en abril de 1948 las fuerzas judías la tomaron y expulsaron a sus 70.000 residentes oriundos. Un mes después, el Estado de Israel fue declarado sobre la que hoy se promociona como Tel Aviv-Yafo, ya sin fronteras que la distingan. A la población árabe no se le permitió nunca regresar y enfiló el camino hacia Beirut o Gaza. Sus propiedades fueron ocupadas por los inmigrantes judíos, en su mayoría llegados de los Balcanes.
Paraíso gay
Hasta los ataques de Hamás del pasado octubre y el comienzo de la operación militar israelí en Gaza, Tel Aviv se vendía como la ciudad más pecaminosa de Israel, allí donde los placeres más mundanos podían ser satisfechos sin esconderse. Arcadia de las startups de las que hace bandera el país y preciado paraíso gay, Tel Aviv ha tratado de preservar su fachada de ciudad moderna y desenfadada, donde dejarse llevar sin preocuparse lo más mínimo en la resaca. En las avenidas del centro, el bullicio se sienta junto a las pegatinas con las fotografías de los rehenes o pasea entre bancos públicos ocupados por peluches gigantes teñidos de pintura roja en recuerdo de los kibutz asaltados por Hamás.
Son huellas del conflicto que decoran una escena general marcada por la resistencia al cambio, como los cuerpos que luchan contra el avance implacable de los años o los que rechazan las mudanzas, por nimias que resulten. Con su célebre desfile del orgullo suspendido por la contienda, las banderas arcoíris siguen despuntando por su callejero junto a algunos de los mejores ejemplos de la minimalista arquitectura Bauhaus. “Es cierto que es la ciudad más liberal de Israel para cualquier minoría pero a mí siempre me ha parecido que esa ostentación del colectivo LGTB es un intento de pinkwashing (lavado de imagen rosa). Ocupar un país e imponer un apartheid no puede ser liberal”, dice una israelí que se reconoce miembro de ese grupúsculo que aún apuesta por sellar la paz con los palestinos y empezar a resolver 78 años de deudas pendientes.
La plaza de los Rehenes
El alma más incómoda e irreverente de Tel Aviv se da cita todos los sábados por la noche con la guerra como trasfondo. Dos manifestaciones toman la plaza del Museo de Arte de la ciudad, rebautizada como plaza de los Rehenes. Por un lado, se congregan las familias de los rehenes exigiendo al Gobierno un acuerdo que ponga fin al cautiverio de sus seres queridos. Por otro, militantes de izquierda entonan su “No a la guerra” y musitan una paz de la que muchos se han hecho agnósticos. Los familiares han levantado su cuartel general en el páramo, tomado por el homenaje a los rehenes. Además de inundarlo con sus fotografías y lazos amarillos, han construido un túnel que se asemeja a la red subterránea en la que fueron confinados los rehenes en Gaza y una recreación 3D de las penurias diarias que padecen quienes aún no han enfilado el retorno.
En la capital oficiosa de Israel, los epicúreos son legión. Asaltan las calles cuando no están puestas y se beben la noche en las tabernas, las azoteas y las discotecas. “Hemos aceptado esta situación como parte de nuestro destino. Igual inundamos las playas que los cafés. Es la coexistencia monstruosa entre la ilusión de una vida normal diaria y la realidad de la guerra”, esboza la artista que nació y creció en la geografía telaviví.
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