Tiene 26 años y durante dos meses sirvió en Sde Teiman, el campo de detención israelí en el desierto del Néguev que se ha convertido en el centro de las denuncias de violaciones de derechos humanos tras alojar a miles de gazatíes desde el inicio de la guerra. Ariel es uno de los decenas de miles de reservistas israelíes llamados a filas desde el 7 de octubre y uno de los que, a las puertas de un nuevo alistamiento obligatorio, se niega a enfundarse de nuevo el uniforme.

“Mi próximo despliegue, el que me niego a hacer, es en Cisjordania dentro de una unidad de infantería”, relata el joven en un café cercano a Jerusalén Este. Es una tarde de fin de semana y la clientela está formada por veinteañeros que ríen despreocupados. Ariel, su nombre ficticio por miedo a represalias, habla rápido, casi sin tiempo para respirar. Conoce bien Cisjordania, escenario desde hace una semana de la mayor operación militar israelí en décadas, y rechaza la idea de regresar a un territorio repleto de asentamientos israelíes.

Tres años de 'mili' en Cisjordania

“En Cisjordania hice los tres años del servicio militar obligatorio. Serví en un batallón de búsqueda y rescate. En la práctica, estuvimos desplegados en toda Cisjordania realizando misiones de infantería y no quiero regresar a las detenciones, la dispersión de las protestas, la vigilancia de carreteras y la protección de asentamientos”, comenta Ariel, que vive con angustia el tiempo de descuento. Su último alistamiento comenzó el 7 de octubre, tras los ataques de Hamás que segaron cerca de 1.200 vidas, y se prolongó durante meses en la envoltura de la Franja de Gaza, la zona más cercana al territorio palestino. “Aquel 7 de octubre tomé el coche y conduje hacia Be'er Sheva. Al principio, ayudábamos en los puestos de control de la policía. Era un momento complicado porque había aún militantes sueltos”, rememora.

David, otro de los reclutas que se niegan a empuñar las armas y que también exige anonimato, no ha podido olvidar la experiencia de estar destinado durante semanas en el interior de la Franja. “Ha sido una misión dura. Me enviaron como miembro de una unidad de evaluación médica, pero terminé trabajando como médico de combate”, narra este joven de 24 años. “Lo más terrible para mí no fueron tratar las heridas sino oir a la gente gritar y pedir ayuda, mirar a los civiles y ver su miedo, el sentimiento de no saber lo que estaba pasando. La unidad trató de ayudarnos a procesar sucesos duros y el impacto de los soldados heridos y los muertos”.

Cuando terminé en Cisjordania me juré que no regresaría. Tenía claro que no quería participar en detenciones arbitrarias o dispersión de protestas pacíficas

"Recuerdo haber hecho cosas de las que me avergüenzo"

Tras cuatro meses en el norte de Gaza, una geografía carcomida por cerca de un año de operación militar que ha dejado 41.000 muertos, David puso tierra de por medio. Acaba de regresar a Israel tras pasar meses viajando por Asia. “Pertenezco a una generación, la que tiene entre 18 y 35 años, que nunca creía que fuera a participar en una guerra como ésta. Estábamos seguros de que algo a esta escala era pasado”, desliza. “Incluso estando en una zona relativamente segura de Gaza, sentía que mi vida corría peligro. Sigue habiendo muchos túneles que el ejército no controla y a veces continuaban llegando cohetes. Cuando sucedía, ni siquiera había tiempo para esconderse o huir. Era cuestión de echarse a tierra y esperar a que no cayeran cerca de uno”, recuerda.

En la negativa de Ariel a enfundarse de nuevo el uniforme subyace una posicionamiento ético que forjó durante su servicio militar obligatorio y que sigue teniendo zonas de silencio. “Cuando terminé la mili en Cisjordania me juré que no regresaría. Tenía claro que no quería participar en detenciones arbitrarias, dispersión de protestas pacíficas o aplicación de castigos colectivos contra un pueblo. Ya tenía reservas antes de ir y, después, tuve tan claro que la misión en Cisjordania es tan claramente política y no está basada en la seguridad que me parece inverosímil participar en algo así”. “Robar tierras es un crimen. Las fuerzas que mueven los asentamientos en Cisjordania son las mismas que hacen girar la guerra en Gaza”.

Robar tierras es un crimen. Las fuerzas que mueven los asentamientos en Cisjordania son las mismas que hacen girar la guerra en Gaza

De aquellos años dice arrastrar la sensación de que hizo cosas en contra de su voluntad. “Algunas personas encuentran la fuerza y tienen el entorno correcto y pueden elegir sus propias acciones. Yo no me sentía así entonces. No sentía que negarme fuera una opción real por muchas razones como el no sentirte cómodo o el miedo a ser castigado”, murmura. Asegura que hizo terapia al mismo tiempo que servía en el ejército. “Es realmente dura la experiencia de hacer algo inmoral y hacerlo contra tu voluntad con la sensación de ser responsable, pero ahora soy reservista. Durante mi servicio militar recuerdo haber hecho cosas de las que me avergüenzo y ahora siento que tengo que decir: no más; no voy a ponerme en esa posición otra vez”.

Una convicción que también traslada ahora a la contienda en Gaza, en mitad de la presión internacional y de las familias de los rehenes para ponerle fin a cambio de salvar al centenar de personas que permanecen secuestradas. “Tras ver cómo se está desarrollando esta guerra, he llegado a la conclusión de que no sirve a nadie: ni a los intereses de los ciudadanos israelíes ni a los palestinos; tampoco a los rehenes. Sirve a la ambición de algún líder político. La guerra pudo ser legítima tras el 7 de octubre pero creo que a medida que avanzaba la guerra, se hizo evidente que no cumplía con ningún objetivo. Para noviembre tenía claro que no quería tener que ver con eso”.

“Una vez que ves la guerra como algo sin sentido e inmoral, entonces no quieres arriesgar tu vida. Hay gente que está realmente cansada. Han pasado mucho tiempo luchando. Esta guerra tiene un coste muy elevado para la sociedad israelí”, agrega. Su negativa a engrosar las filas de las Fuerzas de Defensa de Israel también tiene un precio. “El castigo varía. Depende de lo motivados que estén para castigarte. En teoría, puedes ir a la cárcel durante periodos bastante largos. Por lo general, es alrededor de una semana o dos entre rejas si tienes mala suerte. Ya me negué en otra ocasión a unirme a una misión de infantería de mi batallón. Llegué al cuartel con la maleta lista para ir a la cárcel, pero convencí a mi comandante de que estaba decidido a no empuñar un arma. Me terminó poniendo una multa de 1.000 euros”.

El odio en ambos lados no ha parado de crecer. La idea de vivir en paz y coexistencia no me parece posible

Un movimiento con nuevas adhesiones

El grupo de reclutas que rehúsa la llamada a filas ha crecido en las últimas semanas. Cerca de medio centenar firmó a finales de mayo una carta que ha sumado adhesiones. “Los seis meses durante los cuales participamos en el esfuerzo bélico nos demostraron que la actividad militar por sí sola no traerá a los rehenes a casa”, escribieron en la misiva. Entre las firmas, figuran objetores de conciencia procedentes de la Inteligencia Militar y unidades de infantería, ingeniería, tanques y élite.

David también observa con escepticismo el curso del conflicto, en un contexto en el que primer ministro Benjamin Nentayahu se aferra a mantener la presencia militar en el corredor de Filadelfia, cuya retirada exige Hamás para aceptar el acuerdo de liberación de rehenes, y con las protestas callejeras reclamando un pacto que socorra a los rehenes. “Honestamente no tenemos fe en este gobierno. Queremos ir a elecciones y decidir. Bibi [Benjamin Netanyahu] está matando lentamente a Israel. Nos está condenando a abrir otra guerra en el norte para preservar su poder y control sobre nosotros. No se preocupa por lo que está pasando en el país, especialmente con los rehenes y la guerra en curso. Sabe que en el momento en que todo esto termine, podría perder el poder”, opina.

“No hay una buena razón para que yo vuelva a Gaza”, añade el veinteañero. “La situación ahora impone detener la guerra para liberar a los rehenes. Es la única palanca que tenemos. Eso es lo que apoyo, pero Bibi y su gobierno parecen querer evitar a toda costa ese escenario. Y estamos perdiendo la última oportunidad de que regresen a casa”, arguye. Cuando la guerra estalló, David puso en suspenso su proyecto de startup y dejó el piso que alquilaba en Tel Aviv. “Ahora regreso a casa de mis padres, pero quiero volver a mi vida anterior”, confiesa.

Hubo un tiempo en el que Ariel y David pensaron que era posible la paz. Ahora ya no están tan seguros. “El odio en ambos lados no ha parado de crecer. La idea de vivir en paz y coexistencia no me parece posible. Por desgracia, he renunciado a que suceda en el futuro próximo”, balbucea David. Ariel reconoce que, igual que rechaza alistarse, también se niega a abandonar el país. “Prefiero quedarme porque me importa este lugar y me importa vivir aquí. Y mi vida está aquí. Mis amigos están aquí, mi familia está aquí. Mi hogar está aquí. Pero sería deshonesto decir que no he estado pensando si necesito esto. Tengo ambiciones en la vida, pero este lugar me importa lo suficiente y me siento lo bastante ligado a él y a todos sus habitantes como para no marcharme pronto”, balbucea.

“Hay una pequeña esperanza entre quienes han empezado a levantar la voz. La paz no llegará sin igualdad y libertad por igual para israelíes y palestinos. Por muy sombrío que resulte el presente, tengo dos fuentes diferentes de esperanza: ver a palestinos e israelíes trabajando juntos y a gente en Israel cada vez más escéptica sobre la guerra. La desventaja militar de los palestinos es tan grande que durante muchos años los israelíes, en lugar de buscar una solución política permanente, se acomodaron al status quo. Lo que ha demostrado el 7-O es que no importa cuántos miles de millones de dólares se inviertan en seguridad. Hay gente en Gaza que ha vivido asediada desde hace años y siempre encontrarán la manera…”, concluye.