Existen trenes que pasan y raíles que se desvanecen cuando el mundo cambia. El Ćira es uno de esos ferrocarriles que fue borrado del mapa tras ser diseñado hace un siglo, fruto de una costosa y faraónica obra de ingeniería. Durante décadas atravesó el paisaje de los Alpes Dináricos, las sobrecogedoras laderas del Zlatibor que hoy separan Serbia de Bosnia y Herzegovina. Hasta que fue catalogado de inviable y jubilado sin contemplación.
El tren unía Sarajevo y Belgrado, a unos 300 kilómetros de distancia, a través de pueblos de montaña y entre los desfiladeros, gargantas y parajes que forman hoy el parque nacional de los Montes Tara. Su construcción arrancó unos años antes de la Primera Guerra Mundial con la misión de conectar Serbia con el imperio austro-húngaro. Su complicada orografía lo convirtió en uno de los ferrocarriles más caros del mundo construidos hasta entonces: unos 75 millones de coronas de oro, a razón de 450.000 coronas de oro por kilómetro.
El precio humano tampoco resultó menor. Para acelerar las obras, los austriacos emplearon a prisioneros de guerra rusos e italianos. Uno de los pasajes más terribles sucedió en 1916 cuando la explosión durante la excavación de uno de los túneles sepultó a toda la cuadrilla que trabajaba horadando la galería. Entre 150 y 200 prisioneros rusos e italianos perecieron en el accidente.
Un recorrido en ochos
A pesar de su dramática construcción, el tren circuló durante medio siglo entre Bosnia y Serbia hasta que en 1974 las autoridades la clausuraron alegando que se trata de una aventura inviable. Primero fue cerrada la línea que conectaba Užice con Visegrado y cuatro años más tarde la que enlazaba Visegrado con Sarajevo. Los raíles llegaron a ser retirados y la ruta entre las montañas que había costado una fortuna en oro y vidas cayó en el olvido.
Una desmemoria a la que contribuyeron después la desintegración de Yugoslavia y las guerras de los Balcanes que mutilaron el mapa y levantaron trincheras en donde antes reinaron raíles y puentes. Hasta que una iniciativa local en Mokra Gora (“colina mojada”, en serbio), el pintoresco pueblecito encaramado entre las montañas de Serbia que hacen frontera con la actual Bosnia y Herzegovina, rescató del extravío las vías y el ferrocarril.
Una voluntad de hierro que explica que hoy el Ćira vuelve a deslizarse sobre las colinas de Zlatibor. Por el módico precio de 1.200 dinares serbios (unos 10 euros), el ferrocarril ofrece ahora un regreso nostálgico al pasado. Su recorrido es apenas una sombra de lo que fue. El Šarganska osmica -El Sargan ocho, en serbio por un diseño de las vías que se curvan en forma de 8 para evitar los bruscos cambios de altitud- transita a diario por 13,5 kilómetros, desde la estación de Mokra Gora -la única en la que se puede comprar el billete- hasta la de Vitasi. Tiene una extensión reciente hasta Visegrado, la ciudad atravesada por el río Drina e integrada en la República Srpska, una de las dos entidades políticas que forman Bosnia y Herzegovina y en la que conviven serbios, bosníacos y croatas. Pero rara vez el tren llega más allá de Vitasi.
22 túneles y cinco puentes
En su corto periplo, atraviesa 22 túneles y cinco puentes entre decenas de manantiales de agua. Su interior, con vagones de distintas épocas, es un museo que se desplaza entre traqueteos, con las viejas ventanillas proyectando el paisaje nevado y filtrando el frío y la humedad invernales. Entre los pinos asoma el valle del río Rzav que discurre metros abajo. El ferrocarril de vía estrecha firma algunas paradas en el camino, coincidiendo con varios miradores y estaciones. La de Golubići fue, en realidad, uno de los decorados de La vida es un milagro, la película de Emir Kusturica que le sirvió para acabar fascinado por la zona y construir a unos kilómetros Mecaniv, su propia aldea.
Unos 100.000 pasajeros se suben cada año en un tren que ha recuperado una ruta olvidada y que sigue suspirando por Sarajevo, ese destino final de antaño que hoy aparece como una estación remota e inaccesible. Una línea que recupera tímidamente algunos de los caminos de hierro del siglo pasado y de esa nostalgija por un pasado perdido. Por -como escribe Kusturica- “ese Estado yugoslavo, ahora enterrado bajo la alfombra del olvido”.
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