4 de julio en Estados Unidos y Washington lo ha recibido con su grandilocuencia habitual: un colosal desfile con militares, bandas escolares, globos del tamaño de zepelines, caballos y banderas blancas, azules y rojas, sobre todo banderas blancas, azules y rojas, por todas partes. En la ropa, en los adornos del pelo, en gorritos, bolsos, colgando de las ventanas, ondeando en las puertas de las casas y de los techos de los coches, tiñendo pieles, párpados, labios, todo. Es el cumpleaños de EEUU porque hace 248 años que se independizó de Reino Unido, por ese motivo desde hace días los supermercados de aquí están llenos de tartas, magdalenas con fondant y pastelitos con el mensaje 'felicidades, América' y los colores del país. Insisto: sobre todo, con los colores del país.
Entre las celebraciones había uno de esos concursos de comida. De comerla, no de cocinarla. Quien consiguiese ingerir más hamburguesas en diez minutos se llevaba 2.000 dólares, y hubo empate: subieron al pódium Dan 'Killer' Kennedy y Molly Schuyler, ganadora por décima edición consecutiva. Ambos engulleron nada menos que 34 hamburguesas, casi tres y media por minuto. El mismo concurso en Nueva York, en este caso de perritos calientes, sufrió el intento de boicot de un grupo animalista. La organización PETA (Personas por el Trato Ético de los Animales, en español) prometía hacer inaudible el evento reproduciendo sonidos de mataderos por varios altavoces y mostrando fotos de lo que realmente sucede ahí dentro, pero la expectación por el concurso fue tal que poco caso les hicieron, o eso leo en la prensa.
Los festejos incluían mucho más: de teatrillos familiares para intentar suplir la ausencia de clases escolares a eventos deportivos de todo tipo, un concierto en el Capitolio, la decoración de los jardines delanteros de los hogares, las barbacoas... y preparar perritos calientes. Porque las hamburguesas pueden parecer el emblema de este país, pero más lo son los perritos calientes: era imposible encontrar pan de perrito este miércoles en los supermercados de la ciudad. En cambio ¿panes de hamburguesa? Miles.
Casi parecía que Washington se había olvidado de la vorágine en la que se encuentra sumergida su política, después de que el expresidente Donald Trump haya sido condenado por 34 delitos, de que la sentencia sobre su inmunidad haya llevado (incluso a juezas del Tribunal Supremo) a preocuparse por la democracia del país, y de que nadie tenga claro si Joe Biden va a retirarse de la carrera presidencial después del desastroso debate que hizo la semana pasada.
Pero como esta es una ciudad completamente inmersa en la política -me contaban el otro día unos conocidos que cuando murió la jueza del Supremo Ruth Bader la gente gritaba y lloraba por la calle, tal es el nivel de implicación en la vida institucional-, hoy no había descanso para los periodistas. La Casa Blanca celebraba una barbacoa en la que Biden acogía a los veteranos y sus familias y la prensa estaba invitada a pasar por allí, saludar y, cómo no, preguntar por las últimas novedades.
El jueves el presidente se reunió con varios gobernadores del partido, y al terminar estos salieron a darle su apoyo ante las cámaras. Biden necesita que quienes están con él hagan de contrapeso frente a los que están diciendo a los medios (la mayoría, todavía desde el anonimato) que debería retirarse, que es demasiado mayor para empezar este año un segundo mandato (que acabaría con 85 años) y que lo habrían llevado a reconocer, según el New York Times, que se está planteando si seguir adelante o no.
El entorno del presidente está esforzándose, con casi una semana de retraso, en dejar claro a todo el mundo que la noche del debate Biden tenía un resfriado y jetlag. Que estaba cansado, que el hecho de que no terminase las frases y perdiese el hilo constantemente fue un hecho puntual, cosa de una mala noche, y no tienen por qué sacarse conclusiones precipitadas al respecto. Imagino que con el objetivo de suavizar la situación, dudo si con mucho éxito, el presidente ha reconocido este jueves que duerme menos de lo necesario y que "su cerebro" le está jugando malas pasadas.
Pero el vendaval ya estaba formado, y este 4 de julio en la Casa Blanca todo el mundo se preguntaba si realmente seguiría, si lo veremos en la Convención Demócrata de finales de agosto o si por el contrario se redoblará el interés por ese evento, normalmente más bien aburrido, en el que el partido debería nombrar formalmente a su candidato a las elecciones. Ahora mismo todo parece posible.
"No me voy a ningún sitio", dijo el presidente, micro en mano ante la multitud. Cuando parecía que la política iba a quedar de lado por un día, después de un discurso en el que Joe Biden y su esposa, Jill Biden, ensalzaron la grandeza de los veteranos del país ante los centenares de familias de militares que se congregaban en los jardines de la Casa Blanca, el presidente decidió dejar claro que -por ahora- no se marcha. Sin embargo, nadie parecía creérselo demasiado. Por suerte no hizo un mal discurso, no se tropezó, no dio más motivos a la prensa para volver a abrir periódicos con sus palabras o sus gestos.
También por suerte, fuera de la residencia oficial del presidente a nadie parecía importarle lo que sucedía dentro. Era cuatro de julio, había que coger sitio lo antes posible en el National Mall -la explanada con todos los monumentos icónicos de la ciudad- para ver los ¡veinte minutos! de fuegos artificiales lo mejor posible, una vez se fuese la luz del sol. Y eso era lo único que parecía importar a tantos americanos. Al menos, por un día.
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