“Coge uno, sí, puedes. El autor lo pensó así, para que sea una obra interactiva”, dice una sonriente guía delante de una montaña de caramelos que se desparraman sin orden ni concierto. “La idea es que la gente los coja y se los lleve, como en las relaciones humanas, que todo el mundo se queda con un poco del otro. Es un homenaje a la pareja del artista, que le encantaban esos caramelos. ¡Y no! No llevan ahí desde 1991, me lo pregunta todo el mundo, se renuevan constantemente”, añade echándose a reír, porque el cartel donde aparece la fecha de la creación da lugar a dudas. 

No se dejen llevar por las apariencias: la de Glenstone, a media hora en coche de Washington DC pero ya en Potomac (Maryland), está considerada como una de la mejores colecciones de arte contemporáneo de Estados Unidos. El museo cuenta con varias particularidades que lo convierten en un lugar único. La primera son sus 121 hectáreas de espacio al aire libre que hay que recorrer para conocer muchas de las obras, perdidas en mitad de un bosque, a la orilla de un camino o en pequeñas casitas de leñador, por lo que conviene acudir con calzado cómodo. La segunda es su concepción del arte como algo que el visitante debe disfrutar e interpretar a su manera, sin cortapisas. Y la tercera son los artífices del museo, los Rales, un matrimonio de millonarios que en 2006 abrieron al público su extensísima y original colección.

En Estados Unidos es común que los multimillonarios donen arte y dinero a museos y fundaciones para ahorrar en impuestos, pero los Rales se han convertido en coleccionistas de élite. Mitchell Rales donó el año pasado 1.900 millones de dólares al museo que codirige con su esposa, solo años después de una ampliación que les costó 200 millones de dólares. Emily Rales es la comisaria jefa y ha dedicado toda su vida al arte. Aseguran que simplemente no quieren llevarse el dinero a la tumba y por eso comparten su arte de manera gratuita. 

En Glenstone no hay manera correcta de recorrer el museo, así que empezaremos por el interior. Al entrar en los pabellones principales -de 19.000 metros cuadrados y diseñados por el arquitecto Thomas Phifer-, el visitante este mes se encuentra con diferentes composiciones. La primera consiste en un montón de latas de cerveza, un andador, una barbacoa, unas hamburguesas, unas esposas, los muelles de una cama, el parachoques de un coche y una valla que rodea a todos estos elementos. Nada más. No hay un cartel que identifique de qué se trata, que explique el proceso creativo o que ayude al visitante a entender la creación. Pero sí hay dos personas vestidas de gris que pasean distraídas alrededor y en ellos está la clave. 

“Pensamos que la comunicación oral es una manera mucho más enriquecedora de aproximarse una obra”, cuenta otra de las trabajadoras. De acuerdo, y entonces, ¿qué es esto? “Primero trata de entenderlo tú y dime qué crees que representa, porque si te lo digo directamente quizá no llegues a conclusiones interesantes”, replica ella. Y esa es la manera en la que los visitantes, que al principio quizás no encontraban ningún sentido a esos elementos que parecían inconexos, dispersos, escogidos sin pensar, les empiezan a dar forma. En este caso, son todos elementos de la cultura americana. “Justo, la artista quiere hablar de la cultura estadounidense y su degradación”, explica la guía sobre la obra de  Caty Noland American Cousin, de 1989.

En otra habitación, la misma artista ha dispuesto unos columpios, una guillotina y varios pósters, noticias de periódicos, fotografías de famosos, una pistola. Después del correspondiente estudio de la sala y de demostrar a la responsable de la sala que se ha hecho esfuerzo por entender lo que allí se dispone, solo entonces, ayuda a entender que está pensada alrededor de la violencia política que impregna a la actualidad del país.

“Creemos que la mejor manera de experimentar el arte, la arquitectura y la naturaleza es en persona, con intervenciones mínimas. Las visitas a Glenstone está diseñadas para que sean abiertas y sin prisas”, dicen los fundadores en la página web del museo. “Mostramos textos mínimos en las paredes y te animamos a que desarrolles tus propias interpretaciones sobre los trabajos que vas a encontrarte. Y como cada visitante busca diferentes niveles de conversación y sus intereses son muy diferentes, los guías están en todo el campus para contestar preguntas, discutir ideas y ofrecer cualquier tipo de asistencia que sea necesaria”. 

Más adelante, un enorme barreño parece lleno de agua, pero es de cristal. En otra sala, la pared está cubierta de neones. Son cien frases que dicen cosas como I was a good boy, You were a good boy, we were good boys, that was good o I love you, we love, this is our love, conjugando diferentes verbos mientras las luces de colores iluminan unas frases y otras. Se trata de Good boy, bad boy de Bruce Naumen (1986). Algo después, hay un retrete firmado con rotulador, como recién arrancado del baño de un club nocturno. En otra pared, cuelgan tiras de plástico quemado, obra de Alberto Bum (1904).  

Solo han pasado unos días desde que el artista italiano Maurizio Cattelan vendiese su famoso plátano pegado a la pared por seis millones de dólares, con lo que podría caerse en la tentación de mirar estas obras por encima del hombro. Pero en Glenstone no expone nadie que no tenga una carrera de más de 15 años y sus dueños no suelen vender el arte que compran, con lo que piensan bien sus adquisiciones. Todo es arte concebido a partir de la segunda guerra mundial, y la intención es recopilar trabajos icónicos que han cambiado la manera en la que pensamos el arte de nuestro tiempo. 

Así, en medio de obras de artistas desconocidos para el público general el visitante encuentra otras de Andy Warhol, Pollock o Alberto Giacometti, de las que no se permite hacer fotografías. No existen cifras demasiado recientes, pero en 2012 la colección estaba valorada en más de 700 millones de dólares. Una sala tiene sencillamente un banco de madera dirigido a un enorme ventanal desde el que solo se ve el campo. Detrás, solo unos libros en estanterías minimalistas, empotradas en la pared. La sensación de tranquilidad invade durante toda la visita, tal y como la han concebido sus creadores. Es “arte lento”. 

Al salir, un paseo alrededor de la finca permite al turista apreciar la arquitectura del lugar, minimalista y cuidada hasta el mínimo detalle para integrarla con el entorno natural. En esta parte del museo se encuentra su obra más visible, una enorme escultura creada por 27.000 flores que cambian cada año y que representa la cabeza de un dinosaurio y un caballito de madera. Su autor es Jeff Koons, creador también de Puppy, el popular perrito que descansa frente al Guggenhein de Bilbao. Cerca se encuentran las enormes espirales de acero oxidado de Richard Serra, que invitan al curioso a adentrarse dentro de ellas. Las estatuas plateadas de Charles Ray brillan a la luz y reproducen a un hombre desnudo que se ata unos cordones inexistentes junto a un jinete.

Dependiendo del momento del año en que el visitante se asome a Glenstone, encontrará diferentes exhibiciones y vegetación, porque el museo trata de evolucionar con el paso de los meses al igual que los 13.000 árboles que lo rodean.