En al acto de presentación de este diario, el pasado martes en el Club Siglo XXI, su director, Casimiro García-Abadillo, afirmaba que “este diario es independiente porque no tiene deudas”. Es difícil no estar de acuerdo con una frase tan contundente, y que puede ser aplicada a una persona o familia, a cualquier otra empresa o a un país. En ese mismo acto se debatió el incentivo que podría tener el Partido Popular y el Gobierno en funciones con respecto a unas terceras elecciones para, aprovechando la debacle del PSOE, mejorar los resultados de junio y, por tanto, la “gobernabilidad de España”, puesto que el PP, junto con Ciudadanos, podría conseguir una amplia mayoría de repetirse esas elecciones. Más allá de lo atinado o no de ese cálculo, pues no tiene en cuenta la posible reacción del electorado, el argumento ignora una variable fundamental en el análisis. Y es exactamente aquélla con la que abría este artículo.
Para poder tomar una decisión de ese tipo, acertada o no, el Gobierno de España tendría que ser “independiente” de lo que le dijeran al respecto desde fuera. Porque, al contrario de este periódico, España no es “tan” independiente como para poder decidir su destino sin contar con la opinión externa. Y no lo es porque España tiene una importante deuda con el exterior. Los gráficos a continuación recogen la historia reciente de esa deuda, tanto en términos absolutos (en miles de €) como en términos de PIB.
Dicho endeudamiento frente al resto del mundo se había situado en torno al 20% del PIB en los años 80 y 90, elevándose algo cada vez que España devaluaba la peseta. Pero, desde que entramos en el euro, en 1999, nuestros pasivos netos frente al exterior se dispararon. Y lo hicieron por el descuido de la balanza por cuenta corriente. Tal y como describo en La Falsa Bonanza (ediciones Península 2015), la literatura académica e institucional oficial previa al nacimiento de la moneda única defendía el paradigma de que “en una unión monetaria el déficit por cuenta corriente de cada Estado miembro es irrelevante”. Se ponía como ejemplo el déficit exterior de Iowa, en la unión monetaria americana, o la de la Región de Murcia dentro de la peseta. “Nadie sabe cuál es su déficit exterior y a nadie le importa”, se afirmaba. Pero la realidad fue bien diferente.
Los déficit exteriores de la zona euro no han sido irrelevantes y la crisis financiera de 2008 provocó el cierre del grifo de la financiación exterior. Para los países del euro más endeudados con el exterior, como el nuestro, ello supuso el colapso de la economía, lo que se conoce como la “parada súbita”. Hoy, aunque la deuda externa se ha estabilizado en términos nominales (en torno al billón de euros) y se ha reducido algo en términos de PIB, desde el máximo (96%) alcanzado a principios de 2015 hasta el 88% más reciente, sigue siendo una enorme losa sobre la economía española, que continúa dependiendo de ese ahorro exterior para refinanciarse y poder crecer y crear empleo. Y ello tiene, sin duda, consecuencias políticas.
La deuda limita la independencia, no sólo la económica, también la política
Si este periódico tuviera acreedores externos, éstos podrían influir en cualquier momento sobre su línea editorial o en las noticias y artículos que se publicaran en él. Es la ausencia de deuda lo que le hace independiente. En el caso de España, ese nivel de endeudamiento, por el contrario, limita nuestra independencia no sólo económica, sino también política. Y ése es el motivo por el que probablemente no habrá terceras elecciones, a no ser que fueran estrictamente necesarias. Porque nuestros acreedores externos no las quieren.
Hay varios motivos para que presionen en contra de la repetición electoral. En primer lugar, por la incertidumbre, que es el principal enemigo de los inversores foráneos. Tras los resultados inesperados de las consultas del Reino Unido, sobre el Brexit y de Colombia, sobre el acuerdo con las FARC, nadie puede garantizar el resultado de unos comicios, y las encuestas muchas veces fallan porque no recogen el verdadero estado de ánimo de los votantes. En segundo lugar, porque la repetición de las elecciones supondría que no habría gobierno hasta finales de febrero, en el mejor de los casos. Es decir, habría que afrontar otros cinco meses de parálisis institucional. Y, en tercer lugar, porque la paciencia europea con el desmadre fiscal español tiene un límite. En todos los años de gobierno de Rajoy se ha incumplido el compromiso de déficit público, aplazándose los objetivos una y otra vez. España es el segundo país europeo con mayor déficit público, después de Grecia. Pero, teniendo en cuenta el crecimiento económico, lo que se conoce como “déficit estructural”, España tiene el dudoso honor de encabezar dicho ranking. La responsabilidad de este desfase es del gobierno del PP, que ha optado en los últimos dos años por unos presupuestos populistas y electoralistas. Y será, por tanto, su responsabilidad abordar, antes de que acabe el año, las medidas necesarias para poder cumplir los objetivos fiscales en 2017 y 2018.
Miguel Sebastián es ex ministro de Industria y profesor de Macroeconomía en la Universidad Complutense de Madrid.
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