Hoy celebramos el Día de la Hispanidad, la Fiesta Nacional de España. Y, como viene siendo habitual desde hace ya demasiados años, la efeméride viene acompañada de algunos gestos de rechazo, de numerosas críticas y de múltiples desprecios por quienes, provenientes mayoritariamente de las filas de la izquierda y del nacionalismo, tratan de desacreditar el significado de esta Fiesta con argumentos que proceden fundamentalmente de la ignorancia cuando no del rechazo a la misma idea de España, tanto en su Historia como en su realidad de hoy.
El nacionalismo ha logrado construir a lo largo de los últimos casi 40 años una versión de nuestra historia común que altera radicalmente no sólo los hechos sino su interpretación. Y, a partir de ahí, apuntala su hostilidad a la idea de una nación centenaria que, les guste o no, ha sido la patria común de todos los españoles durante siglos y es el Estado más antiguo de Europa. Pero, para el nacionalismo ignorante, que no es todo el nacionalismo, la negativa a celebrar conjuntamente con el resto de sus compatriotas la Fiesta Nacional se refugia en el pretexto de que esta es una conmemoración franquista y, por lo tanto, rechazable de plano. Esa afirmación es, primero, una falsedad de grueso calibre fácilmente demostrable con sólo acudir a los libros de Historia. Que Franco haya continuado la tradición no convierte a ésta en negativa en su esencia, y mucho menos la hace propiedad suya, del mismo modo en que no convirtió los ritos de la Semana Santa en España en algo merecedor de ser erradicado de los sentimientos, de la fe y de las costumbres de los españoles. Pero la razón real de su desagrado es otra: es que el 12 de octubre se conmemora, no sólo la gesta del descubrimiento de América, sino la propia existencia centenaria de la nación española. Y es esa existencia la que el nacionalista contemporáneo quiere ver lo más lejos posible de su vista y de su corazón.
El rechazo por parte de quienes proceden de las filas de la izquierda tiene un origen relacionado con lo anterior pero una explicación más compleja. Históricamente, la izquierda de nuestro país ha sido netamente, rabiosamente, españolista. Lo fue la Segunda República, que dejó constancia de su defensa cerrada de España en la Constitución de 1931. Lo fueron los republicanos socialistas y lo fueron los comunistas. No hay más que asomarse a los discursos políticos de los dirigentes del PSOE o del PCE de la época, de los escritores y de los poetas, para comprobar la vehemencia con la que todos ellos transmitían su amor a España y su determinación por defenderla de los que ellos consideraban sus enemigos.
Pero los republicanos perdieron la guerra civil y desde abril de 1939 se instauró en España el régimen impuesto por los vencedores. Es verdad que Franco impulsó hasta la exasperación la identidad indestructible entre la idea de España y su propia persona, entre el amor a España y el sometimiento a su régimen, de tal manera que cualquier movimiento de oposición al franquismo, por moderado que éste fuera, era tachado inmediatamente de un ataque contra España y a sus autores de antiespañoles. Pero, durante los casi 40 años que duró la dictadura, la izquierda, la que estaba en el exilio y la que se había quedado en el interior arrostrando riesgos para su vida, nunca abjuró de su españolismo, sentido sinceramente y ejercido como tal.
Muerto Franco se operó, sin embargo, un cambio de rumbo que, a pesar de los esfuerzos de los más destacados líderes socialistas, no ha podido ser enderezado hasta el momento. Además del rechazo frontal al himno nacional y a la bandera, que fueron los de Franco, sí, pero también los de la Primera República y los de todos los regímenes desde Isabel II, con la excepción de los años de la Segunda República, la izquierda española empezó a despegarse de la defensa de la idea de España.
Franco había hecho un abuso manifiesto de la nación y de sus símbolos, eso no se puede discutir, pero los partidos de la izquierda, lejos de disputarle su apropiación de la nación, de la bandera y del himno que nos simbolizan y nos representan a todos, hizo dejación de sus derechos como españoles y también de sus deberes. La aproximación política de los partidos democráticos a las reivindicaciones expresadas por los partidos nacionalistas en los últimos años del franquismo y los primeros de la transición, hizo el resto.
Y hoy, es timbre de gloria entre los partidos de la izquierda española despreciar nuestra bandera, nuestro himno y, por descontado, no tener el menor respeto al día que celebra nuestra existencia como nación. De tal manera que para quien es, y quiere mostrarse públicamente, como de izquierda "pata negra", estos tres elementos se convierten en acompañantes irrenunciables de su personalidad política.
Este es un fenómeno único en el mundo. Ninguna otra nación que haya protagonizado la colonización de un territorio y de sus habitantes se avergüenza de un comportamiento histórico que, mayoritariamente, ha estado por otra parte a años luz de la obra colonizadora de España. Y no existe un sólo país -aunque, como Estados Unidos, haya sufrido también una terrible guerra civil- en el que una parte de la población tenga a gala, por razones ideológicas, el mofarse y despreciar sus símbolos nacionales. Sólo España ostenta ese triste título.
Y, si embargo, hay una multitud de motivos para sentirnos orgullosos de nuestro país. También los relacionados con el descubrimiento y la conquista de América, aunque no es éste el momento para extendernos en este punto. España es un país que ha conseguido, con un éxito reconocido por el mundo entero, pasar de un régimen autoritario -una dictadura en opinión de muchos- a una democracia plena, y de hacerlo en paz. No sin muertos, pero en paz. Y desde entonces ha conseguido ponerse a la altura de muchos de sus socios europeos en lo tocante a las libertades políticas, al respeto a los Derechos Humanos, al respeto a las minorías, a la defensa de la igualdad de las mujeres, a la protección de los niños y a unos niveles muy altos de bienestar social. Es cierto que en todos estos aspectos hay muchos fallos y miles de carencias por corregir. Pero el balance global que ofrece España ante el mundo es el de un país de éxito.
Es la existencia de esta nación que nos acoge a todos, con todas nuestras diferencias, lo que celebramos hoy. Tenemos todos los motivos para hacerlo.
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