Felipe VI no ha sufrido un 23-F como su padre, pero ha aguantado con no menor eficacia el tirón del inédito y más largo año de interinidad política de la democracia. Si en 1981 Juan Carlos I blindó a la Corona ante la sociedad española por su respuesta frente al órdago militar, el nuevo Rey ha salvado los muebles de la institución, en la primera gran prueba de su reinado -la segunda vendrá dada por el problema de Cataluña y la muy posible reforma constitucional-, justo cuando su imagen empezaba a verse ya minada por el bloqueo político y el propio pulso de los partidos al Estado.
Y es que el fantasma de las terceras elecciones ha desatado más pavor este otoño en los Montes de La Zarzuela que en los aledaños de la madrileña calle de Ferraz. Si lo que temía la nueva dirección socialista era la debacle electoral y el sorpasso de Podemos, lo que preocupaba a la Casa Real era -además de esto mismo- que calara entre los españoles la idea de que la Jefatura del Estado no servía para nada.
La preocupación de la Casa Real era que calara entre los españoles la idea de que la Jefatura del Estado no servía para nada
Éste ha sido, de hecho, el problema con que la Corona se ha topado los últimos meses después de que, durante la primera mitad del año, se hubiera apuntado exitosamente ante la opinión pública una máxima poderosa: su neutralidad política. Sabido es que Felipe VI acertó en sembrar esta idea cuando hizo público que Mariano Rajoy había declinado su primer ofrecimiento de formar Gobierno. El líder popular había trabajado allá por enero en una salida alternativa que condujera a una segunda y rápida convocatoria electoral, pero el Monarca constitucional desdeñó el intento y le pasó el testigo de la formación de Gobierno al socialista Pedro Sánchez.
La segunda vez que, pasadas las elecciones del 26-J, el Rey le propuso, Rajoy sólo declinó poner una fecha concreta a su investidura. Algo a lo que definitivamente se avino de la mano de su socio, Albert Rivera. Y la tensión entre la jefatura del Estado y el Gobierno en funciones habría ido más lejos de haber triunfado el amago de apuesta que los populares protagonizaron a comienzos de octubre en favor de unas nuevas elecciones.
La prevención de la Casa Real contra la reedición del borboneo secular del XIX y el XX españoles -particularmente complaciente con la derecha- ha sido patente hasta el escrúpulo. Y ha llegado, de hecho, al extremo de trasladar un abierto desmentido a La Moncloa acerca del pretendido deseo del Rey de retrasar un día la investidura de Rajoy. Desde el Gobierno se justificaba su probable celebración el próximo domingo, en el hecho de asegurar esa deseada presencia del jefe del Estado en España, de vuelta de la Cumbre Iberoamericana. Pero desde Zarzuela se puntualizaba, siempre con la Carta Magna de manual, que sólo al Congreso le compete fijar la agenda de los plenos. Quedaba así de manifiesto que, en cuestión de formalidades constitucionales, la Casa no pasa una; nada que pueda comprometer su propia función arbitral.
La Corona ha convivido con lo peor de este final de crisis institucional con más serenidad que a principios de año
Pero, ¿y qué hay de su eficacia...? ¿Llegó a estar comprometida esa función no escrita en la Monarquía española en las últimas semanas? Con Juan Carlos I se había instalado en la opinión pública la especie de que la Corona mediaba entre los políticos y que eso era genéricamente bueno. Pero el Título II de la Constitución no habla en su artículo 56 de mediar sino sólo de "arbitrar y moderar el correcto funcionamiento de las instituciones". Y a esa letra, en sus términos más estrictos, se ha venido ateniendo el nuevo Monarca en este complicado año. Tanto es así que, por más que el desenlace de la quinta ronda de consultas apunte al fin a un Gobierno por el que nadie apostaba un mes atrás, nadie se atreve a atribuir a Felipe VI iniciativa alguna en este nuevo y forzado clima de entendimiento. Mucho menos, la cercanía que la opinión pública sigue atribuyendo al actual Rey emérito, tanto con Felipe González como con Susana Díaz, virtuales ganadores de la reciente guerra del PSOE.
Pero ello no impide tomar nota de que la Corona ha convivido con lo peor de este final de crisis institucional -cisma socialista incluido- con más optimismo y serenidad que la que demostró en los primeros meses del año. Si en enero se vio privada de los viajes más importantes para la pareja real (Gran Bretaña y Japón) y en agosto se decantó por no asistir a los Juegos Olímpicos de Río, en octubre ha cumplido con una nutrida agenda nacional e internacional. Hasta el último día. Hasta las últimas horas previas al acto de la jura del nuevo Gobierno. Y es que, pese a renunciar a cualquier mediación, el Rey preocupado de hace unos meses ha dado señales de ser el hombre mejor informado de España. Señales, al fin y a la postre, de que las instituciones funcionan correctamente.
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