Tal vez algunos de ustedes conozcan LTI, el libro que el filólogo Victor Klemperer compuso recién terminada la segunda guerra mundial a partir de ciertas palabras y expresiones que él mismo había ido anotando en sus diarios desde 1933 hasta el hundimiento del régimen nacionalsocialista. Para quien no haya tenido ocasión de leerlo, diré que se trata de un magnífico ensayo sobre el lenguaje del Tercer Reich y su grado de penetración en el pensamiento y las costumbres de gran parte de la población alemana de aquellos tiempos. Pues bien, algún día habría que emprender algo semejante –y si no semejante, sí en la misma línea– con esa suerte de neolengua que Podemos ha ido acuñando desde que irrumpió en el panorama político español. No se me escapan, claro está, las diferencias entre ambos objetos de estudio, y en especial las que resultan de que, en un caso, estemos ante un régimen totalitario y, en el otro, ante una formación política que no dispone de los resortes que un régimen de esta índole podría proporcionarle. Pero el hecho mismo de que aspire a tenerlos más pronto que tarde, como sus propios dirigentes han confesado en más de una ocasión, permite, a mi modo de ver, esa aproximación.
Fijémonos, por ejemplo, en las diatribas proferidas por Pablo Iglesias en el reciente debate de investidura, ante el jolgorio de sus huestes parlamentarias. En todas ellas aparecían aquí y allí expresiones que denotaban una agresividad de taberna, una bravuconería carcelaria, cuando no un belicismo manifiesto. Así, esa triple alianza de la que echó mano el líder de Podemos para referirse al acuerdo que ha derivado finalmente en la investidura de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno, ¿acaso no remite a la formada por el Imperio Alemán, el Imperio Austrohúngaro y el entonces Reino de Italia, y que fue en gran medida la inductora de una de las guerras más bárbaras y cruentas de nuestra historia contemporánea? Y en ese régimen del 78, invocado con el desprecio con que se invoca una pesadilla, ¿cómo no reconocer el régimen por antonomasia, aquel que la Constitución aprobada por la inmensa mayoría de los españoles permitió justamente enterrar –en este sentido, un tuit de Izquierda Unida del pasado sábado por la tarde, coincidiendo con la segunda votación de la investidura, no parece que deje lugar a muchas dudas: “Mientras el régimen se blinda en el Congreso, las calles de Madrid son un clamor por la democracia”–? Y el lema mismo de la performance podemita del sábado en la Carrera de San Jerónimo y alrededores, Ante el golpe de la mafia, democracia, ¿no desprende acaso el tufo de la usurpación violenta del poder? O, en fin, ese austericidio vinculado a la gestión de la crisis económica y tan reiterado en los últimos tiempos, ¿no lleva también asociado, sufijo mediante, la acusación de exterminio conscientemente orquestado?
Dichos tintes violentos, unidos a las movilizaciones callejeras y a las ocupaciones ilegales de viviendas –la violencia verbal suele preludiar o acompañar, en no pocas ocasiones, la no verbal–, van conformando poco a poco un estado de opinión caracterizado por la confrontación perpetua, el cuestionamiento del marco legal, la negación del derecho a la propiedad privada, la deslegitimación institucional y un llamamiento a acabar –políticamente, al menos– con todo aquel que se oponga a los designios de ese tropel de salvapatrias. Por supuesto, semejantes propósitos sólo tendrán visos de realidad cuando quienes los sostienen puedan disponer a su antojo de la maquinaria del Estado. O sea, cuando alcancen el poder.
Por de pronto, ya han logrado quebrar un partido como el PSOE, dividido entre los que siguen creyendo en los valores de ese régimen del 78 y los que, a imagen y semejanza de Pablo Iglesias y los suyos, reniegan de él. El populismo tiene un atractivo difícilmente soslayable, el de la simplicidad. Cuanto más simple sea una propuesta, cuanto menos apele al entendimiento y requiera, pues, de una argumentación; cuanto más dependa, en definitiva, de la bilis o el corazón –que, para el caso, tanto da–, más fácil será que congregue un número creciente de adhesiones. Así las cosas, la tarea de los representantes públicos comprometidos con la democracia –esto es, comprometidos con el sistema de libertades que los españoles se dieron a sí mismos tras cuarenta años de guerra civil y dictadura– no puede ser otra que la salvaguarda de este marco convivencial.
Lo que no implica, sobra añadirlo, renunciar a aquellas reformas que contribuyan a mejorar y afianzar esa herencia de la que todos los españoles, incluso los que se oponen o parecen oponerse a ella, disfrutamos. Como decía Chesterton, “la reforma es una metáfora de los hombres razonables y decididos; significa que algo está, a nuestro juicio, mal conformado, que deseamos componerlo y que sabemos de qué manera”. Ahora sólo falta que esos hombres razonables y decididos, que sin duda existen, sepan estar a la altura de este desafío.
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