El inesperado resultado de las elecciones de EEUU ha generado multitud de artículos sobre las causas que explican esta sorpresa, sobre el fracaso de las encuestas y sobre el papel de los medios de comunicación. También se han escrito ríos de tinta sobre las posibles consecuencias políticas, geoestratégicas, sociales, diplomáticas y medioambientales. Pero se ha escrito poco sobre las consecuencias económicas, más allá de la reacción de los mercados, que ha sido mucho más suave de lo que se esperaba, al menos en lo que se refiere a las Bolsas mundiales. Si el foco no se ha puesto en las consecuencias económicas es probablemente porque sabemos muy poco de cuáles son las intenciones económicas de la futura Administración Trump. Porque, en realidad, el presidente electo no tiene un programa económico. Y, si lo tiene, no lo ha hecho público en estas elecciones, más allá de una serie de anuncios, sin concretar cuantitativamente.

Trump no tiene un programa económico, y si lo tiene, no lo ha hecho público

La ausencia de un programa económico explícito es, por un lado, una ventaja, pues significa que no existen unos compromisos explícitos que el hasta ahora candidato se vea en el compromiso de atender. Pero, por otro lado, es una desventaja por las incertidumbres que esa ausencia de programa genera, sobre todo a medio y largo plazo, pues Trump no empezará a gobernar hasta finales de enero y el año fiscal no comienza en enero, como en España y buena parte de los países europeos, sino en octubre. Lo poco que sabemos de Trump-onomics son algunos anuncios que se resumen a continuación:

  • Limitación/recorte de la inmigración extranjera, en especial la procedente de América Latina.
  • Ruptura de los acuerdos de Libre Comercio, en especial el NAFTA (con México y Canadá, vigente desde 1994), el acuerdo con Corea del Sur (vigente desde 2012) y el acuerdo de Asociación Transpacífico (firmado en febrero de este año, pero que aún no ha entrado en vigor).
  • Un amplio recorte del Impuesto de Sociedades y de los tipos máximos del IRPF.
  • Un programa de inversión en infraestructuras, sin concretar.
  • Un aumento de los gastos militares, sin concretar.

Estos anuncios se pueden resumir en tres: una política inmigratoria nacionalista, una política comercial proteccionista y una política fiscal expansiva. A continuación, trataré de describir tanto las consecuencias de cada una de ellas como la probabilidad de que finalmente se lleven a cabo.

  • Política inmigratoria nacionalista. Los anuncios más conocidos son la promesa de construcción de un muro a lo largo de toda la frontera con México, así como la expulsión de todos los inmigrantes en situación irregular. Creo que ambas medidas son irrealizables. El coste explícito de la primera (aunque Trump habló de que México “pagaría ese muro”), implica que su construcción y financiación la hacen inviable. El muro y la expulsión de inmigrantes se traducirían en una escasez de mano de obra en muchos sectores, fundamentalmente los servicios, y en una subida de los costes laborales para muchas pequeñas y medianas empresas, que podrían llevarlas a la quiebra. Finalmente, dado su nivel de cualificación, estos trabajadores expulsados no compiten con los del sector industrial, por lo que su impacto sobre el desempleo de determinadas zonas industriales sería nulo.
  • Política comercial proteccionista. Negociar, firmar y poner en marcha un acuerdo comercial no es fácil. Muchas veces lleva años de esfuerzo y hay que abordar multitud de pequeños detalles, muchos de ellos jurídicos. Por el mismo motivo, desmontarlos tampoco resultaría fácil. El argumento de “la seguridad jurídica” va a ser determinante para impedir la ruptura de la quincena de Tratados y Acuerdos comerciales vigentes entre EEUU y diferentes países o áreas económicas. El Tratado de Libre Comercio con Norteamérica (NAFTA), con México y Canadá, entra dentro de esta categoría. Otra cosa son los acuerdos firmados pero aún no en vigor, como el de Asociación Transpacífico (2016), o los no firmados, como el TTIP con la Unión Europea. Pero, en ambos casos, aunque la imposición de aranceles, o de barreras no arancelarias, podría jurídicamente llevarse a cabo, ello desataría una guerra comercial que significaría un deterioro del comercio mundial y un perjuicio global, del que EEUU saldría especialmente dañado. Si, además, a la guerra comercial le sigue una guerra financiera -no olvidemos que China es el principal país a la hora de financiar el déficit por cuenta corriente americano-, la probabilidad de que finalmente estas medidas proteccionistas se pongan en marcha es más bien escasa. Su implementación se traduciría transitoriamente un mayor empleo y mayores salarios en EEUU. Pero a medio plazo habría una pérdida de exportaciones, un deterioro de la competitividad y tensiones inflacionistas domésticas, lo que haría reaccionar a la Reserva Federal.
  • Una política fiscal expansiva. Como consecuencia del recorte de impuestos y del aumento del gasto público, tanto militar como en infraestructuras, habría un notable aumento del déficit federal. A corto plazo, la economía podría verse estimulada por este estímulo fiscal. Pero, dado que el margen de maniobra para emitir deuda se ha reducido, pues el ratio de deuda pública sobre el PIB alcanza el 110%, las consecuencias a medio plazo de este deterioro fiscal serían dobles. En primer lugar, una subida de los tipos de interés a largo plazo. Y, en segundo, lugar un mayor déficit exterior, un dólar más débil y unas tensiones inflacionistas por la mayor demanda interna. En ambos casos, la Reserva Federal se vería obligada a intervenir. La alternativa sería que Trump intentara forzar la monetización de este déficit. Pero esto supondría entrar en un grave conflicto institucional con la Reserva Federal, cuyo mandato impide la monetización del déficit. Llevarlo a cabo implicaría, además, un fuerte deterioro de las expectativas de inflación, con el consiguiente daño sobre el ahorro y la inversión y, por tanto, el crecimiento a largo plazo.

Pese a todos estos riesgos, creo que el escenario de política fiscal más expansiva es el más probable. Trump tiene que hacer algo y probablemente esto sea lo único que pueda hacer. Cuando se dice, para tranquilizar, que “Trump puede ser el equivalente al Reagan de los 80, que de entrada asustaba pero que luego no fue para tanto”, a mí la comparación no me tranquiliza. En efecto, Reagan fue elegido a finales de 1980 y su mandato llegó hasta 1988. Heredó un país con un presidente débil, Carter, que había sido fuertemente golpeado por la segunda crisis del petróleo tras la revolución iraní (1979), que se tradujo en un notable deterioro tanto del paro como de la inflación. Es verdad que Reagan mejoró las cifras de paro con una política fiscal expansiva, similar a la que propone Trump. Pero la combinación de esa expansión fiscal con una política monetaria estricta, a cargo de una Reserva Federal capitaneada por Paul Volcker, disparó los tipos de interés durante buena parte de la década de los 80.

El gráfico 1 recoge la subida de los tipos de interés a largo plazo, representado por el bono a 10 años, que rozaron el 16%  a finales de 1981. Bien entrado 1984, las rentabilidades a largo seguían en el entorno del 13%. Esta subida de los tipos de interés provocó un terremoto financiero en América Latina, fuertemente endeudada en dólares. La quiebra financiera de la región se tradujo en la famosa década perdida y su posterior rescate con los bonos Brady.

Y es que el déficit público, que se mantuvo en promedio en el periodo 1960-1980 en el 1,4% del PIB, incluso con las políticas keynesianas expansivas de Kennedy, Johnson y Nixon, y contando con la Guerra del Vietnam, se disparó con la llegada de Ronald Reagan a la Presidencia. El desequilibrio fiscal alcanzó en 1983 el 5,7% del PIB, tal y como recoge el gráfico 2. Y en todo el período de Reagan se situó en promedio en el 4% del PIB, triplicando el promedio de las dos décadas anteriores.

Hubo que esperar a un presidente demócrata, Bill Clinton, para que a partir de 1993 se corrigiese el desequilibrio fiscal americano, llegando a tener un superávit del 2,3% del PIB en 2000, y un déficit promedio en sus ocho años de mandato del 0,7%, la mitad del de las décadas de los años 60-70, y la quinta parte de los déficit de Regan y de Bush padre (3,8% del PIB en promedio).

Es posible que no haya un tensionamiento tan acusado de los tipos de interés como el que hubo en los años 80, dado que las expectativas de inflación están ancladas en niveles muy bajos, y el petróleo y las materias primas están mucho más baratos que entonces. Pero la reciente subida de la rentabilidad de los bonos (casi 40 puntos básicos en dos días, el mayor aumento de la historia) es una señal de que habrá tensiones en el mercado de bonos, que contagiarán a todos los países, sobre todo a los más endeudados, entre los que nos encontramos nosotros. Y son también el preludio de un conflicto entre la Presidencia y la Reserva Federal que probablemente se traduzca también en una subida de los tipos de interés en los tramos cortos de la curva. Si esa expansión fiscal se lleva a cabo, los países emergentes y los países endeudados tenemos por delante un panorama complicado.


Miguel Sebastián es ex ministro de Industria, Turismo y Comercio, y profesor de Macroeconomía en la Universidad Complutense de Madrid.