De toda la sarta de declaraciones exóticas realizadas por Donald Trump desde que se inició el proceso de relevo en la Presidencia de Estados Unidos, creo que la ganadora fue la que pronunció a finales de enero de 2016, en su discurso de Sioux Center (Iowa). Aún no habían comenzado las primarias republicanas y el hoy Presidente electo dijo lo siguiente: “Tengo a la gente más leal. ¿Alguna vez habéis visto algo así? Podría pararme en mitad de la Quinta Avenida, disparar a la gente y no perdería votantes”.
Supongo que el lenguaje del candidato no era más que una fanfarronada, pero en todo caso la frase de Trump manifestaba su convicción mesiánica de que una gran masa de norteamericanos (finalmente, y a expensas de la revisión oficial, fueron más de 62 millones) había decidido ya embriagarse bebiendo en la copa de su poder carismático y adherirse irracionalmente y a cualquier precio a su designio de recuperar la grandeza perdida de la nación de las barras y las estrellas. La masa había decidido elegir al dueño de su destino colectivo aunque la fantasía -¿Exclusivamente literaria?- de Trump de comparecer en la Quinta Avenida con un fusil de asalto la obligara a compartir el pésimo gusto de un ficticio asesino en serie salido de una secuencia de Taxi Driver.
Comparadas con su intervención en Sioux Center, las otras barbaridades del constructor neoyorquino, como su racismo hacia los mexicanos, el desprecio que siente hacia las mujeres, su renuncia a las relaciones multilaterales o su proteccionismo feroz, sin perder naturalmente nada de su gravedad, palidecen dentro de la novela gótica que, para sus compatriotas y también para todos los habitantes del planeta, viene escribiendo el que, desde el 20 de enero, será el gobernante más poderoso del mundo. Pero, sin necesidad de valorar uno a uno sus distintos ingredientes, la hamburguesa de varios pisos que nos prepara el señor Trump resultará la más tóxica, repulsiva y letal que hayamos ingerido nunca. Salvo que nos proteja San Lucas, patrón de la medicina, del que últimamente no tenemos noticia.
Las predicciones bienintencionadas atribuyen a Trump la condición de un sujeto no abandonado del todo por el sentido de la racionalidad
Desde el 8 de noviembre, día de la inesperada victoria del candidato republicano, se han publicado numerosos artículos periodísticos en los que casi todos sus autores mezclan su incredulidad con una desesperada negación de la realidad. Según la mayoría de los comentaristas, Donald Trump no sería un caso irremediablemente perdido porque en el fondo estaría ocultando en su fuero interno el suficiente sentido de la realidad que a la postre le llevará a negarse a sí mismo en la ejecución de los capítulos más despreciables de su programa (sic), a aparcar sus aspectos más conflictivos y a dialogar de alguna manera con sus adversarios. Obviamente, esas predicciones bienintencionadas (que nada me gustaría más que se confirmaran) le atribuyen al presidente electo la condición de un sujeto no abandonado del todo por el sentido de la racionalidad.
Pero es probable que un especialista descubriera en las conexiones neuronales de Trump pocas evidencias de que reúne las dosis necesarias de empatía con los intereses de los demás, el realismo y el espíritu crítico necesarios para dirigir el Estado que determina en gran medida el bienestar o la miseria de los demás miembros del sistema internacional. Si ese neurólogo sometiera a su ilustre paciente a un examen más detenido, quizás descubriría que el señor Trump es simplemente un individuo estúpido (o, si lo prefieren, un malvado con altas cuotas de estupidez) incapaz de comprender los intereses de sus semejantes (incluidos los seres razonables e inteligentes).
Si tal fuera el diagnóstico mental del sujeto, la aptitud para el diálogo del tocayo del pato Donald estaría obturada desde el primer minuto de su mandato. Ojalá el progreso humano hubiera derogado la vigencia de los clásicos. Pero algunos no parecen mortales. Como Schiller, autor de Los bandidos. El gran poeta alemán dijo que “con la estupidez hasta los mismos dioses luchan en vano”.
Cipolla clasifica a los individuos según cuatro tipologías en función de sus interacciones en la persecución de sus objetivos
En 1988, el insigne historiador económico Carlo M. Cipolla publicó un librito memorable titulado “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”. Cipolla analiza la estrategia de los individuos y sus interacciones en la persecución, cada uno, de la mayor satisfacción de su bienestar personal. Con dicho objetivo, Cipolla clasifica a los agentes según cuatro tipologías muy distintas.
Están primero los incautos, el saldo de cuyas acciones acaba siendo involuntariamente favorable a sus interlocutores. Después van los inteligentes, cuyas decisiones arrojan un saldo positivo para ambas partes. En tercer lugar, los malvados. Estas últimas personas anteponen obsesivamente su interés al de los demás, causando casi siempre un perjuicio voluntario e intencionado a quienes se relacionan con ellas. Y, por último, nos encontramos con la categoría quizás más poblada de todas, muy abundante en términos cuantitativos. Es la categoría de los estúpidos. Estos sujetos son los más dañinos de todos, y no sólo por su abundancia relativa. Cipolla formula así su tercera ley fundamental de la estupidez humana (la Ley de Oro de su sistema): “Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí o incluso obteniendo un perjuicio”.
Naturalmente, las categorías empleadas por Cipolla no son válidas en términos absolutos. Existe una distribución de las frecuencias de los comportamientos humanos. En ocasiones un individuo actúa de forma inteligente y en otras se comporta como un incauto. Los malvados “perfectos” son relativamente pocos y a veces los resultados de sus actos los sitúan muy cerca del límite de la estupidez pura. La única excepción es la tipología de los estúpidos, en la que apenas se da la distribución de frecuencias. Dicha categoría apenas permite variaciones y el comportamiento de sus integrantes no admite medias ponderadas, con independencia de que sus acciones produzcan perjuicios limitados o daños terribles (incluso a comunidades enteras si la persona en cuestión alcanza un estatus privilegiado de poder). Y todo lo hará el estúpido sin remordimientos y sin razón. Estúpidamente y a menudo con una sonrisa en los labios.
Donald Trump encaja como un guante en la categoría de los estúpidos
Acabo de releer el librito de Cipolla y considero que Donald Trump (el que presume de, si le apetece, ser capaz de disparar a mansalva como un sicario del ISIS en la Quinta Avenida entre los aplausos de sus admiradores) encaja como un guante en su cuarta y última categoría (o en la de los malvados-estúpidos). El futuro presidente de Estados Unidos no es como su “amigo” Vladimir Putin, que es la quintaesencia de la maldad perfecta. Trump ha sido siempre un inepto incapaz de dialogar y entender a los que no piensan lo mismo que él. No razona, embiste.
Intelectualmente, es un estímulo intentar descifrar el enigma relativo a las causas del giro copernicano producido desde su ámbito particular hasta alcanzar la más elevada magistratura de su país. La curiosidad debe obligarnos a buscar los motivos de la conversión de un problema “micro” (Trump en su entorno privado, las relaciones con su familia, amigos, socios o los trabajadores de sus empresas) en un gravísimo problema “macro”, ya que el acceso de este señor a la Presidencia de Estados Unidos puede multiplicar exponencialmente el número de sus víctimas.
¿Cómo un hombre tan inepto para el servicio público como Donald Trump ha conseguido legítimamente el poder más importante de todos los que compiten sobre la superficie del planeta? ¿Cómo se ha producido este desastre, libremente causado por millones de estadounidenses, un resultado letal en un despiadado mundo globalizado, donde no existen los amigos sino exclusivamente los intereses nacionales? ¿Creen los votantes de Trump que va a ser el campeón de los intereses norteamericanos?
La democracia ofrece a la fracción muy numerosa de los estúpidos la oportunidad de votar en las elecciones con la intención principal de perjudicar a los rivales
Según Cipolla, los individuos racionales subestimamos el número de personas estúpidas que circulan por el mundo. Si centramos la cuestión en la esfera del poder político, los partidos y el cuerpo electoral no hallaremos ninguna excepción a la regla general. La democracia ofrece a la fracción muy numerosa de los estúpidos la oportunidad de votar en las elecciones con la intención principal de perjudicar a los rivales experimentados y razonables (y a sus seguidores) sin que los electores fanáticos pretendan obtener beneficios personales a cambio de su voto. Además, estas personas se jactan de introducir a sus “hermanos” en los clubs reservados a los políticos más conspicuos y se vanaglorian de conseguir su expulsión.
Por otra parte, una sociedad en ascenso tiene un porcentaje insólitamente alto de individuos inteligentes que pueden mantener a raya a la fracción de los estúpidos, produciendo para ellos mismos y también para el conjunto de la comunidad las ganancias que hacen progresar a la sociedad. Sin embargo, en un país en decadencia, como relativamente sucede en Estados Unidos, los estúpidos, aunque no incrementan su número, son más peligrosos que en períodos de estabilidad. En una organización en declive aumentan alarmantemente en todos los ámbitos de poder los individuos malvados con altos porcentajes de estupidez y, al mismo tiempo, en la sociedad civil crecen los incautos. El declive de una nación empuja hacia arriba a los estúpidos y refuerza su poder destructivo, que es capaz de conducir al país a la ruina.
La estupidez es algo parecido a la enfermedad mental. Una persona sana disfruta de un tiempo prolongado de estabilidad y equilibrio, y no pensará que su serenidad puede terminar de manera abrupta. Pero, si por un factor exógeno, esa persona entra repentinamente en un estado de depresión, comprobará que remediar las consecuencias de ese “instante fatídico” le llevará mucho tiempo de sufrimiento, y no es seguro que vuelva a ser el individuo afortunado que fue.
El restablecimiento de la cordura política institucional anterior a la aparición repentina e imprevista de un potentado estúpido resulta muy difícil
De forma similar, el restablecimiento de la cordura política institucional anterior a la aparición repentina e imprevista de un potentado estúpido resulta muy difícil. El estúpido (precisamente porque no sabe que lo es) es mucho más peligroso que un malvado. Como dice Cipolla, “se pueden prever las acciones de un malvado, sus sucias maniobras y sus deplorables acciones, y…se pueden preparar las oportunas defensas”. Por el contrario, la desinhibición de los estúpidos les vuelve casi invencibles. Su comportamiento errático hace imposible prevenir sus acciones y reacciones. Su carácter inescrutable, sus mentiras continuas, sus caprichos contradictorios sobre cualquier asunto relevante para una multitud que se juega mucho en el envite, nos sumarán en un estado de incertidumbre que hará casi imposible la preparación de una defensa adecuada y efectiva de nuestros intereses.
¿Estamos indefensos y desarmados frente a la estupidez megalómana de Donald Trump? Lamentablemente, los que no somos ciudadanos del Imperio sólo jugamos el desagradable papel de convidados de piedra. Dependemos del azar. Y de que el instinto de conservación de las instituciones norteamericanas ciña a su Presidente con una camisa de fuerza que impida la destrucción de la democracia liberal que ha dominado las relaciones internacionales durante la última centuria. El supuesto sueño americano se ha convertido hoy en la peor pesadilla del mundo, aunque algunos de sus confines llevan las peores papeletas en esta lotería negra.
Nada me gustaría más que el futuro me obligara a tragarme mis vaticinios. Pero comparado con todos los presidentes norteamericanos que he visto a larga distancia (y digo “todos”, incluyendo sus errores y en no pocas ocasiones sus crímenes), creo que el cisne negro que es Donald Trump es mucho más irresponsable que sus predecesores. Si, por ventura, perdiera su empleo antes de tiempo y yo fuera el dueño de un circo de provincias le nombraría, para deleite de los niños, jefe de los payasos. Pero metido en una cámara de cristal acorazado y siempre inmovilizado dentro de un traje de astronauta sin costuras.
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