Desde que cayó el Telón de Acero ya no se hacen buenas películas de espías. Ni siquiera John le Carré ha vuelto a alcanzar la cima que acarició con novelas como El espía que surgió del frío o El topo. ¡Oh, Smiley, cómo te echamos de menos!
De no ser por Donald Trump, que ha calificado los informes de los servicios de inteligencia de EEUU (que acusan a Rusia de ser "una gran amenaza para el gobierno norteamericano") como "una caza de brujas", ahora estaríamos al borde de una nueva Guerra Fría. ¿Oportunidad perdida para recuperar un género muy devaluado? No. Es muy probable que esta luna de miel entre el presidente electo de EEUU y Vladimir Putin dure tan sólo unos meses. Justo hasta que Trump se dé cuenta de cuáles son las verdaderas intenciones del presidente ruso.
Putin es un jugador de riesgo y, hasta ahora, ha acertado en la mayoría de sus apuestas. La última precisamente ha sido la de respaldar públicamente a Trump durante la carrera electoral que le ha llevado, contra todo pronóstico, a la Casa Blanca.
Los servicios secretos de Rusia han recurrido al 'kompromat' para desacreditar a los enemigos del Kremlin
Si se comprueba que, en efecto, los servicios secretos de Moscú están detrás de los ataques informáticos al Comité Nacional Demócrata -una versión moderna del Watergate- estaríamos ante un hecho sin precedentes: una potencia extranjera habría alterado el normal funcionamiento de la democracia norteamericana. Rusia ha utilizado los ciberataques como una herramienta de desestabilización y desinformación en países más pequeños; fundamentalmente en las repúblicas bálticas. Sus servicios de inteligencia han recurrido habitualmente a los dossiers o kompromat (material comprometido) para desacreditar a los enemigos políticos del Kremlin. En abril de 2016 la televisión estatal rusa difundió unas imágenes del ex primer ministro, ahora enemigo de Putin, Mijaíl Kasiánov (líder de Parnás) manteniendo una relación sexual con su asistente Natasha.
Hay diversas teorías para explicar la atracción de Trump por Putin; desde sus negocios, hasta el hecho de que dos de sus asesores en campaña, Paul Manafort -que fue consejero del líder ucraniano proruso Víktor Yanukóvich- y Carter Page -ligado al gigante energético Gazprom- le hayan mostrado la cara más amable del presidente ruso.
El hecho incuestionable es que Putin inició, a partir de su reelección en 2012, una política exterior muy agresiva que tiene dos objetivos: demostrar que Rusia sigue siendo una potencia mundial y, al mismo tiempo, ganar popularidad internamente devolviendo al pueblo ruso el orgullo perdido tras la caída de la URSS hace ahora 25 años.
La trayectoria del presidente ruso ha estado particularmente marcada por el trauma que supuso el fin del imperio soviético. Cuando cayó el Muro de Berlín en 1989, Putin trabajaba como agente de la KGB en Dresde. Tras quemar documentación sensible en su poder, llamó a Moscú para recibir órdenes, pero nadie le contestó. En una entrevista realizada tiempo después confesó: "Sentí que la Unión Soviética estaba enferma, mortalmente herida de una parálisis incurable, una parálisis política".
Cuando llegó al poder en el año 2000 heredó una nación hundida económicamente y corroída por la corrupción que había amparado su antecesor, Borís Yeltsin. Entre 2004 y 2008 puso algo de orden en el país y aprovechó la subida en el precio de los hidrocarburos para mejorar el nivel de vida de la población y consolidar a una pujante pero reducida clase media.
Putin era visto entonces por los líderes occidentales como un burócrata ordenado capaz de construir un sistema político homologable a las democracias occidentales. George W. Bush le piropeó en 2001 al calificarle como "un hombre fiable comprometido con su país". Incluso Obama señaló en una visita a Moscú en 2009, tras entrevistarse con él: "Los días en los que los imperios podían tratar a estados soberanos como piezas de ajedrez se han acabado".
A partir de 2012 Putin inicia una política exterior agresiva con la invasión de Crimea y de la región del Donbáss
Todo cambió a partir del relevo en la cúpula del poder a su hombre de confianza, Dimitri Medvédev, en 2012. Fue entonces cuando Putin decidió pasar al ataque, tanto dentro como fuera de Rusia. La respuesta a las manifestaciones de protesta de finales de 2011 fue una reducción de las libertades públicas, sobre todo en el campo de la información (destitución del editor de Kommersant, purga en la publicación RBC, etc.). El presidente ruso teme por encima de todo que la Plaza Roja pueda convertirse algún día en una Plaza Maidán (Plaza de la Independencia de Kiev, epicentro de la Revolución naranja).
Moscú está convencido de que las potencias occidentales (sobre todo Estados Unidos) alientan las revueltas internas en Rusia y, al mismo tiempo, han roto el statu quo acordado tras la caída del régimen soviético.
Como ha recordado Jorge Dezcallar -ex director del CNI- en un artículo publicado en El Confidencial: "Lo que más ha molestado a Moscú ha sido la ampliación de la OTAN a los países bálticos, en sus mismas fronteras, o instalar radares, misiles y tropas (con carácter rotatorio, para salvar la prohibición de instalar bases permanentes) en Chequia, Polonia, Bulgaria, Rumanía y en los mismos bálticos, todos ellos miembros de la Unión Europea".
Después de su reelección, Putin lanzó la invasión de Crimea, la toma de la región del Donbáss (al este de Ucrania), el despliegue de misiles en Kaliningrado y acordó la alianza con el dictador sirio Bachar al Assad.
Las sanciones económicas impulsadas por la Unión Europea, impuestas en 2014 como respuesta a la crisis de Ucrania, y la bajada de los precios del crudo han empeorado la situación de Rusia, cuya economía sigue dependiendo, casi como en la época soviética, del Estado. Según The Economist, desde 2005 el peso del sector público en el PIB de Rusia ha pasado del 35% al 70%. Sin embargo, a pesar de la crisis, el Gobierno ruso destina casi el 5% de su riqueza nacional a gastos e inversiones en Defensa.
La popularidad del presidente ruso se basa en que ha conseguido recuperar la autoestima y el orgullo de su pueblo
Sin embargo, a pesar del empeoramiento de las condiciones de vida de los últimos años, la popularidad de Putin sigue siendo muy alta. Pero está casi exclusivamente basada en su capacidad para volver a convertir a Rusia, aunque sea de forma aparente, en una gran potencia, como lo fue en la época de los zares o en la de Stalin.
Con cada acción militar en Crimea o en Siria, Putin no sólo está haciendo un movimiento geoestratégico, sino que está devolviendo a los rusos una imagen de autoestima perdida desde hace más de 25 años. Svetlana Alexiévich (ganadora del premio Nobel de Literatura en 2015 y autora, entre otros, de El fin del "Homo soviéticus") señaló en una entrevista a The Times: "Hay un Putin colectivo, consistente en millones de personas que no quieren ser humilladas por Occidente. Hay un trozo de Putin en cada uno de ellos".
Desmontar el aparato de poder sobre el que se apoya Putin (lo que los norteamericanos llaman Kremlin.Inc) va a ser muy difícil. Sobre todo, porque su fuerza, su popularidad, está basada en su agresividad.
Hay una oportunidad para modificar la situación si, a cambio del fin de las sanciones, Rusia pone fin al despliegue de misiles mirando hacia Europa, y si, al mismo tiempo, se alcanza un acuerdo en Siria que implique un compromiso para combatir el terrorismo yihadista. Ése sería un escenario de distensión por el que tendrían que apostar Trump y la UE.
Por desgracia, las perspectivas no son ésas. Mitt Romney dijo ya hace cuatro años que Rusia era "el enemigo número uno de América". Según una encuesta del Chicago Council on Global Affairs, los sentimientos de los norteamericanos hacia Rusia ahora son los menos amistosos de los últimos 30 años. Y mientras, en Rusia todavía hay una mayoría de ciudadanos que añora los tiempos en los que la URSS iba por delante de EEUU en la carrera espacial.
Por ello, no es probable que Putin ponga fin a sus políticas ofensivas o que Trump siga pensando lo mismo de él dentro de unos meses.
Por suerte, o por desgracia, todavía estamos a tiempo de recobrar los buenos tiempos -en el cine o en la literatura- de la Guerra Fría.
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