No me extrañaría que Martin Scorsese estuviera negociando con la CIA la adaptación cinematográfica de sus informes secretos (lo de secretos es un decir) sobre Donald Trump, ahora que además de espías, también salen prostitutas y chantajes en Moscú.
Urge que algún cineasta se ponga ya a rodar la película para que nos empecemos a tomar en serio el Trumpazo, porque acumula tanto despropósito que ya no escandaliza lo suficiente. Con la postverdad, ha llegado el postescándalo.
Aún no ha llegado a la Casa Blanca y el gabinete acumula acusaciones de nepotismo, azuza una escalada de tensión militar con China, demandas y conflictos empresariales del holding familiar... Metabolizamos estas situaciones tan graves con total naturalidad, como haciendo zapping.
Cómo se explica si no que el futuro presidente de EEUU admita que Vladimir Putin influyera en los resultados de las elecciones y no pase nada. "Fue Rusia", ha reconocido en su primera comparecencia. ¿Y qué? Le faltó añadir.
Con la postverdad, ya nada sorprende suficiente: llega el postescándalo
Si fuera el argumento de un bestseller de Tom Clancy, protagonizado por Sean Connery y Harrison Ford, los espectadores habrían seguido paso a paso la elaboración de ese informe de inteligencia al borde del infarto. Siempre y cuando fuera ficción, claro, veríamos a los personajes jugarse la vida para probar que, oh Dios mío, está a punto de entrar en la Casa Blanca el candidato del Kremlin. Netflix haría una serie de éxito con la que empapelaría la Puerta del Sol.
Lo malo es que ningún guión se atrevería a mostrar el verdadero final de la historia: que después de tanto lío a la gente le da igual. En la era del postescándalo, lo que vemos es al presidente, el de verdad, comparecer ante los medios diciendo: "Si le caigo bien a Putin es una ventaja" para añadir a continuación que los servicios secretos estadounidenses "le recuerdan a los Nazis". Palabras textuales de Trump.
Un par de portadas más tarde lo habremos olvidado. Y la irrelevancia final no hay película de espías que la soporte.
Ningún guión se atrevería a mostrar el verdadero final de la historia de espías: nunca pasa nada
Aquéllos que defendían que el futuro presidente había mantenido una actitud provocadora como estrategia de campaña pero que en cuanto llegase a la presidencia adoptaría un tono acorde con la institución deberían buscarse otro consuelo. Y, descartada la realidad, nos quedaba el de la ficción. ¿Pero en qué genero enmarcamos esto? ¿Suspense? ¿Ucronía? ¿Apocalipsis?
Tal vez resultara eficaz un drama social a lo Ken Loach, con Gael García Bernal en el papel del mexicano que se queda sin trabajo cuando las fábricas americanas de automóviles tienen que cerrar en su país y acaba pidiendo trabajo, paradojas de la vida, para ese muro que, insiste Trump, pagará México. No lograría, sin embargo, mucha taquilla.
Habría que descartarla, eso sí, como serie de Aron Sorkin. A ver cómo filma el postescándalo el director de El Ala Oeste, acostumbrado a revestir de épica la justicia poética, cuando no pasase nada si un grupo de audaces reporteros, a contrarreloj, lograra hacerse con información comprometedora del futuro presidente de EEUU. Ingenuos ellos, comentarían por los pasillos que es el nuevo Watergate. Y la semana anterior a la jura del cargo, en el último capítulo, sacarían la exclusiva a la luz mientras la redacción aplaude.
Escandalizarse es muy de 2016, cosa de las élites resentidas
Sin embargo, Sorkin no funciona porque ya sabemos lo que sucede después de ese fundido negro: Nada. O, peor aún, que el nuevo presidente de EEUU reacciona amenazando de malos modos a los periodistas y, a lo sumo, recibe de reprimenda un editorial del New York Times que los votantes de Trump nunca leerán. Como tampoco verían a Sorkin. Escandalizarse es muy de 2016, cosa de las élites resentidas.
Hay un antisistema multimillonario a punto de entrar en la Casa Blanca. Gran argumento para un reality show. El más peligroso de los formatos televisivos, porque no se toma nunca en serio. Si deja de escandalizar, simplemente, cambiamos de canal.
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