Existe un submundo digital en el que habitan seres nauseabundos y grotescos que han encontrado en las redes sociales los aspersores ideales para tratar de diseminar sus secreciones intelectuales, impregnadas del pus del resentimiento. Lamentablemente, hay ocasiones en que Twitter actualiza las palabras de Salvador Dalí: “El que quiera interesar a los demás tiene que provocarlos”.
La provocación es una forma habitual de ganar celebridad en un universo digital surcado por redes que soportan un tráfico cada vez mayor y que constituyen un signo de nuestro tiempo. A veces la provocación adopta las formas más groseras de insulto, vejación, humillación o regocijo ante el dolor ajeno, rezumando en muchos casos un odio que late con fuerza detrás de la aparente frialdad de los invisibles circuitos del ciberespacio.
Nuestro sistema de libertades entroniza el derecho a expresar y difundir sin censura ni cortapisas nuestras ideas, opiniones, creencias e incluso la inmensa mayoría de esas expresiones vejatorias e insultantes. Como ha señalado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en múltiples pronunciamientos, “la libertad de expresión constituye una de las esencias fundacionales de la sociedad democrática, una de las condiciones básicas para su progreso y para el desarrollo de cada persona”.
Pretender que la libertad de expresión no cede ante nada es desconocer el ecosistema de derechos fundamentales
Sin embargo, como todas las libertades públicas, tampoco la de expresión es de ejercicio ilimitado y puede entrar en colisión con otros derechos susceptibles de la más intensa protección por parte de los poderes públicos. Pretender que la libertad de expresión no cede ante nada es desconocer que el ecosistema de derechos fundamentales en el que vivimos exige equilibrios – no siempre fáciles- entre libertades de diferente signo y contenido.
La reciente Sentencia del Tribunal Supremo, de 18 de enero de 2017, que condena al cantante conocido como César Strawberry como autor de un delito de enaltecimiento del terrorismo o humillación a las víctimas a la pena de 1 año de prisión y a 6 años y 6 meses de inhabilitación absoluta, es un buen ejemplo de esa lejana frontera a partir de la cual se desvanece la generosa protección que nuestro sistema constitucional concede a la libertad de expresión y se ingresa en el territorio de lo ilícito.
La resolución enjuicia el contenido de seis mensajes difundidos por Twitter entre noviembre de 2013 y enero de 2014, cuyo contenido es del siguiente tenor: “el fascismo sin complejos de Aguirre me hace añorar hasta los GRAPO"; “a Ortega Lara habría que secuestrarle ahora”, “Franco, Serrano Suñer, Arias Navarro, Fraga, Blas Piñar... Si no les das lo que a Carrero Blanco, la longevidad se pone siempre de su lado”; “Cuántos deberían seguir el vuelo de Carrero Blanco”, entre otros.
Un ejercicio de rigor jurídico
La Sentencia, de la que ha sido ponente el Magistrado Manuel Marchena, es un cuidadoso ejercicio de argumentación desde el rigor jurídico, sin apasionamiento, huyendo de otro tipo de consideraciones y asumiendo con realismo la complejidad del caso. El fino hilo conductor de la argumentación desmenuza aquellas expresiones que nunca podrían entrar en el terreno de la sanción penal, por más que merezcan otros reproches. La resolución elude la tentación de una fácil construcción argumentativa a partir del llamado discurso del odio (“hatespeech”). “El derecho penal – afirma la Sala- no puede prohibir el odio, no puede castigar al ciudadano que odia”.
Para argumentar el alcance de lo tolerable o, si se prefiere, el momento en que “lo inaceptable se convierte en delictivo”, recurre la Sentencia al cuerpo de doctrina emanado de la propia Sala, con abundante cita adicional de jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Todo ello robustece una conclusión que no es otra que apreciar que se comete el delito tipificado en el artículo 578 del Código Penal cuando se demuestra que las expresiones proferidas “legitiman el terrorismo como fórmula de solución de los conflictos sociales y, lo que es más importante, obligan a la víctima al recuerdo de la lacerante vivencia de la amenaza, el secuestro o el asesinato de un familiar cercano”. En tal caso, la voluntad del legislador, es que se imponga la condena. En el proceso de aplicación de la Ley, el Juez no debe entrar en otras consideraciones, como la intencionalidad real de tales expresiones (el pretendido “nihilismo surrealista” invocado por el condenado) o los actos del procesado en el pasado. La función jurisdiccional exige, en casos como éste, una especial asepsia, que la Sala mantiene en la construcción de sus argumentos.
La presencia en nuestro Código Penal de preceptos como el artículo 578 o la tipificación de los delitos de odio en el artículo 510 es el reflejo de valores que el legislador ha considerado imprescindible preservar y que, por tanto, constituyen igualmente bienes jurídicos colectivos dignos de la más intensa protección, incluso mediante la imposición de sanciones penales a quienes cometen las peores formas de agresión verbal contra los mismos. Esta misma lógica está presente en muchos códigos penales europeos y forma parte del acervo jurisprudencial del Tribunal Europeo de Derechos Humanos según el cual: “la tolerancia y el respeto a la igual dignidad de todos los seres humanos puede hacer necesario sancionar todas las formas de expresión que propaguen, inciten, promuevan o justifiquen el odio basado en la intolerancia”. La triste realidad es que en la ciénaga digital chapotean individuos que hacen de la expresión del odio la seña de identidad de su discurso. El caso que nos ocupa presenta similitudes con el del polémico “cómico” francés Dieudonné M'Bala M'Bala, que también ha sido protagonista de diversas resoluciones judiciales y que fue detenido por la policía pocos días después de los atentados de Charlie Hebdo, acusado de apología del terrorismo por haber publicado el 11 de enero un mensaje en Facebook en el que se leía “Je suis Charlie Coulibaly”.
En España proteger la memoria y la dignidad de las víctimas del terrorismo es una exigencia de justicia que la inmensa mayoría de españoles siente como propia y, por eso, la actual redacción del artículo 578 del Código Penal fue aprobada con un amplísimo respaldo parlamentario. En otros países es, por ejemplo, la preservación de la memoria de las víctimas del Holocausto lo que se protege frente a crueles expresiones de antisemitismo. La expresión pública de indiferencia o impasibilidad frente al insulto por parte de víctimas individuales e incluso sus manifestaciones de rechazo a que se imponga la sanción penal a quien ha pretendido herirles es una respetable e incluso admirable posición personal que, sin embargo, no puede excluir el reproche penal.
Este debate sobre los límites de la libertad de expresión no es, desde luego, novedoso. Sin embargo, hay un aspecto que no pasa desapercibido al Tribunal Supremo, que es el relativo a la capacidad de difusión planetaria que suponen las redes sociales para estas expresiones de fanatismo e intolerancia. “El medio es el mensaje”, dijo certeramente McLuhan. “La extensión actual de las nuevas tecnologías al servicio de la comunicación –afirma la Sala- intensifica de forma exponencial el daño de afirmaciones o mensajes que, en otro momento, podían haber limitado sus perniciosos efectos a un reducido y seleccionado grupo de destinatarios”.
Aparece así otra perspectiva de análisis enormemente interesante, como es la relativa a las tendencias y riesgos que apuntan las tecnologías comunicativas en una sociedad en que se ha transformado sustancialmente la forma de comunicarnos y de recibir y difundir información. “Quien hoy incita a la violencia en una red social sabe que su mensaje se incorpora a las redes telemáticas con vocación de perpetuidad. Además, carece de control sobre su zigzagueante difusión, pues desde que ese mensaje llega a manos de su destinatario éste puede multiplicar su impacto mediante sucesivos y renovados actos de transmisión”.
La pregunta que debemos hacernos, a la vista de estos ejemplos de uso perverso de las redes sociales, al servicio de la propagación del odio, es si verdaderamente caminamos hacia una sociedad mejor. En el informe del Foro Económico Mundial “Global Risks Report 2017” se identifican tendencias y riesgos del futuro entre los que se consolida, como es evidente, la ciberdependencia. El espacio cívico se construye con la sana dialéctica y el intercambio de opiniones que fortalece las sociedades abiertas. Desde esta perspectiva, las posibilidades que a priori ofrecen las redes sociales parecen inmensas. Sin embargo, no debemos desdeñar otros ángulos de análisis, como la facilidad para la manipulación de la verdad y la creciente tendencia a la segregación en el discurso virtual. El informe del Foro Económico Mundial advierte cabalmente que la creación de comunidades virtuales, favorecidas por la propia arquitectura tecnológica digital, que trata de agrupar masivamente a quienes piensan igual, plantea un riesgo creciente de polarización y de crecimiento de posiciones radicales. El temor es, por tanto, que las redes sociales, lejos de contribuir al debate de ideas y al pluralismo, se conviertan en espacios cerrados gobernados por el eco (“echo-chambers”) y en los que el individuo, en lugar de confrontar sus ideas, se afirme en todos sus postulados identitarios, ideológicos y, si fuera el caso, excluyentes e intolerantes. Para la propagación de extremismos de todo orden es, sin duda, un riesgo inquietante.
Francisco Martínez, ex secretario de Estado de Interior, es miembro de la comisión constitucional del Congreso.
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