Para muchos españoles, la capacidad de resistencia del independentismo catalán sigue siendo un misterio. Es verdad que en los últimos tiempos el movimiento empieza a dar síntomas de flaqueza. Así, por ejemplo, en la marcha sobre el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña del pasado 6 de febrero: a pesar del ahínco de los convocantes y del acostumbrado flete de autocares; de la entusiasta colaboración del Gobierno de la Generalitat en la organización del evento, y de la participación en primera línea del propio Ejecutivo regional con su presidente a la cabeza, ese intento de amedrentar al Poder Judicial congregó a un número de manifestantes bastante inferior al de otras marchas. Pero, aun así, sería de ilusos creer que el movimiento tiene mala salud. Si mala salud hay, se trata, en todo caso, de una mala salud de hierro.
La perplejidad de tantos españoles descansa en buena medida en la dificultad de entender cómo una parte considerable de la sociedad catalana –paradigma español, hasta hace muy poco,de sentido común, de laboriosidad, de realismo– puede dejarse llevar por una clase política que, al tiempo que ha ido entonando el Madrid nos roba, ha ido robando a mansalva a los propios ciudadanos de Cataluña. No hay día en que la prensa no nos regale algún titular sobre los turbios negocios de la familia Pujol o sobre la trama del 3% y nos recuerde hasta qué punto los sucesivos gobiernos de la extinta CDC fueron engordando las arcas del partido a cambio de concesiones de contratos públicos a determinados empresarios. Las últimas revelaciones, incluso, apuntan ya sin rodeos a la figura del ex presidente Mas, tras haber puesto en el epicentro del sistema de recaudación, como indispensable conseguidor, a su ex consejero de Justicia y hombre de máxima confianza, Germà Gordó.
La perplejidad de tantos españoles descansa en la dificultad de entender cómo una parte de la sociedad catalana se deja llevar por una clase política que ha robado a mansalva
En el periodo que va desde el día de septiembre de 2012 en que Artur Mas se echó al monte hasta esos primeros compases de 2017 en que los dirigentes políticos catalanes responsables del desafío al Estado de Derecho van desfilando por los tribunales hay una fecha crucial: la del 25 de julio de 2014. Y cuando digo que la fecha es crucial no lo digo por las consecuencias que tuvo, sino, precisamente y para pasmo de muchos, por las que no tuvo. Ese día Jordi Pujol hizo público un comunicado en el que admitía haber recibido de su padre en septiembre de 1980, “como última voluntad específica (…), un dinero ubicado en el extranjero”, destinado a sus hijos y a su esposa, y que, según él, por entonces “no estaba regularizado”. O sea, una cantidad en negro, indeterminada, con la que el honorable presidente habría convivido durante cerca de un cuarto de siglo, mientras dirigía los destinos de la autonomía, y que sólo habría sido declarada por sus vástagos en fechas recientes, a raíz de la amnistía fiscal de 2012.
Lo que ha venido después no ha hecho sino confirmar que, lejos de tratarse de una herencia, el dinero defraudado era, con toda probabilidad, el fruto de numerosas operaciones financieras del clan familiar realizadas a lo largo de más de tres décadas y amparadas en el prestigio y el poder del patriarca. Sea como sea, aquella confesión fue deglutida con toda normalidad por la parte de sociedad catalana que andaba ilusionadamente atareada con las labores propias del proceso soberanista. Como mucho, sirvió para que los desengañados renegaran del pujolismo sin dejar por ello de militar en la causa de la independencia.
¡La de veces que en el PP y en el PSOE, ante un caso de corrupción, habrán lamentado no disponer de una bandera en la que envolverse!
Bien es cierto que la corrupción no ataca por igual a unos y a otros. En eso, como en tantas otras cosas, el nacionalismo suele llevar casi siempre las de ganar. ¡La de veces que en el PP y en el PSOE, ante un caso de corrupción, habrán lamentado no disponer de una bandera en la que envolverse! De una bandera eficaz, se entiende, de esas que esconden a las mil maravillas toda la mugre que determinados partidos llevan adherida a su acción política. Sacarla a relucir para ocultar las vergüenzas, le libra a uno de tener que dar explicaciones y formular propósitos de enmienda, de tener que aceptar el dictamen de los tribunales; de tener que reconocer, en una palabra, los hechos, la verdad.
Decía hace unos días Juan Pablo Fusi que “detrás del independentismo catalán hay más razones identitarias que económicas”. Puede que tenga razón. Como tal vez la tuviesen dos grandes periodistas españoles, Josep Pla y Manuel Chaves Nogales, cuando en los años treinta del pasado siglo, en plena República, atribuían las ansias autonomistas de los catalanes a una sentimentalidad desbordada. Eran tiempos distintos, sin duda. Basta comparar el grado de autonomía del que disfrutaban entonces los catalanes con el grado de autonomía del que disfrutan ahora, incomparablemente superior. Pero, entonces como ahora, la sentimentalidad, bien engrasada por los políticos del lugar, cotizaba muy por encima del cálculo. O, si lo prefieren, el corazón muy por encima de la razón. Como si detrás del tan traído Madrid nos roba muchos catalanes estuvieran susurrando, hoy como ayer, un quejumbroso Madrid no nos quiere.
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