Cuando la revuelta empezó en Libia en 2011, Ismaël y Masjdi eran dos estudiantes de 19 años. Como otros tantos miles, estos fervientes idealistas tomaron las armas contra el régimen de Muamar Gadafi sin entrenamiento ni conocimiento alguno de estrategia militar. Los dos jóvenes, que escaparon por poco de la muerte, se encontraron tiempo después en Malta. Durante los combates, Masjdi resultó herido en el rostro y perdió la vista. Ismaël no corrió mejor suerte y sólo puede mover su mano derecha tras quedar paralítico. Se hicieron amigos cuando coincidieron en la unidad de cuidados intensivos. Estuvieron separados durante su convalecencia, pero se mantuvieron en contacto y ahora se ven de nuevo en Misrata siempre que pueden. “Somos como hermanos”, me dicen al unísono.
Masjdi empuja la silla de ruedas de Ismaël mientras este lee a su amigo ciego. Misrata está detenida en el tiempo. Estratégicamente ubicada en el Mediterráneo, la ciudad es conocida tanto por su orgullo e independencia como por sus comerciantes, traficantes y piratas. Sometida a duros combates entre enero y mayo de 2011, Misrata es una ciudad polvorienta, pero también una concurrida urbe en medio del desierto. Fuerte económica y militarmente, sus hospitales están bien equipados y su sistema de salud está mejor organizado que el del este del país. Comparada con Benghazi y Trípoli, Misrata es, por el momento, relativamente segura, lo que nos llevó a instalar aquí nuestra base.
Cada día vemos personas que proceden de África subsahariana, cada una con sus útiles para el campo o sus herramientas de construcción, brochas y taladros. Están en los cruces de la ciudad tratando que alguien les contrate. Algunas son arrestadas y a otras las paran en los puestos de control de la policía y las internan en campos antes de ser deportadas hacia sus países. Se estima que hay unos 10.000 migrantes en Misrata, la mayoría llegados de Níger, Chad y Sudán.
Temerosos de resultar detenidos y deportados, cuando caen enfermos los subsaharianos suelen acudir a farmacias donde compran, a precios altísimos, los medicamentos que les aconsejan. Para las afecciones más graves recurren a los servicios médicos privados. Su coste es muy alto, pero al no ser parte del sistema público de salud, no están obligados a reportar que han atendido a inmigrantes indocumentados. Aquellos que padecen una enfermedad crónica tienen un único deseo: regresar a casa.
Cuando les pregunto si no han querido subir a un barco que les lleve a Europa, sonríen y niegan con su cabeza: “Es demasiado peligroso. No queremos morir en el mar”.
Entre Misrata y Trípoli
Las condiciones de vida y de higiene son realmente desastrosas en un centro de detención ubicado entre Misrata y la capital de Libia. Con capacidad para 400 refugiados, en el momento de nuestra visita había sólo 43 detenidos; 39 eran mujeres procedentes de Egipto, Guinea, Níger y Nigeria. La guardia costera Libia interceptó la lancha neumática en la que viajaban cerca de la costa y las envió a este centro de detención. Llevaban allí un mes sin contacto alguno con el mundo exterior ni sus familias. Las mujeres nigerianas me contaron que sus hogares habían sido bombardeados.
Las habitaciones eran pequeñas, sucias y estaban repletas de colchones. Al entrar al vestíbulo, nos golpeó un hedor terrible. Caminamos a través de charcos de orín. No había duchas, los inodoros no funcionaban y las mujeres tenían que hacer sus necesidades en cubos. Para ducharse tenían que recurrir al agua que tenían para beber. Estaban completamente desesperadas y me suplicaron que las ayudara a regresar a Nigeria. Cuando les expliqué que era médico, al principio no me creyeron; pero poco después terminaron por aceptar el tratamiento que les ofrecí.
La edad media era de unos 22 años y 9 de cada 10 presentaba problemas de salud. Más de la mitad padecía escabiosis o sarna, una enfermedad cutánea contagiosa causada por un parásito, para la que prescribimos tratamiento. Otras afecciones que vimos tenían su origen en traumas emocionales. Cuando les preguntamos si volverían a recorrer este camino hacia Europa, contestaron horrorizadas: “¡Nunca más!”.
Nuestra visita a Sirte nos abrió los ojos. Cercano a los campos petrolíferos, este lugar es conocido por ser el lugar de nacimiento de Muamar Gadafi. En la primavera de 2015, el autodenominado Estado Islámico, que controlaba 300 kilómetros de la costa libia, hizo de Sirte su bastión en el país. No fue hasta diciembre cuando milicias llegadas de Misrata retomaron el enclave con el apoyo de la Fuerza Aérea de Estados Unidos.
La batalla se prolongó durante siete meses. 3.000 personas resultaron heridas en los combates. Una decena de ambulancias resultaron dañadas y tres miembros de los equipos de rescate murieron.
Con un permiso especial y escoltados por la policía conseguimos entrar en el enclave costero. Lo encontramos reducido a escombros, ningún edificio había quedado intacto. Sirte había padecido combates brutales que dejaron un rastro de destrucción total. Un siniestro silencio cae ahora sobre este lugar que, desde una perspectiva histórica, fue probablemente único.
Visitamos el hospital Ibn Sina. Había sido saqueado aunque había resultado relativamente indemne por las bombas. Abandonado desde hacía un año, el hospital fue una vez un centro médico moderno, con 350 camas y equipado con varios quirófanos, una unidad de cuidados intensivos, una sala de resonancia magnética, un laboratorio de cateterización cardíaca y una veintena de máquinas, prácticamente nuevas, de diálisis. Cuando llegamos estaba totalmente en desuso, con el piso inundado, las ventanas rotas y los techos hundidos.
Las ruinas de Trípoli
Cuando llegamos a Trípoli, me quedé atónito ante el tamaño y altura de las ruinas. Equipos de MSF se encontraban en la capital brindando asistencia a las personas retenidas en siete centros de detención.
Muchos de aquellos que pretenden cruzar el Mediterráneo en dirección a Italia proceden de África Subsahariana: de una Nigeria atrapada en un conflicto; de una Eritrea gobernada por un régimen autoritario, y de Somalia, un país enzarzado en una guerra civil.
Son personas que huyen de la pobreza y del terror y que, para llegar hasta la costa libia, deben atravesar Chad y Níger, dos de los países más pobres del mundo. Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), unas 300.000 hicieron esta ruta el pasado año. Sin embargo, no hay cifras de cuántas han fallecido de hambre, o de sed, o por caer de un camión en marcha en el camino.
Muchos cálculos señalan que los muertos en el desierto son, al menos, tantos como las personas ahogadas en el Mediterráneo. Sea como fuere, quienes han sobrevivido aseguran que lo más duro de este largo viaje es, sin duda, atravesar el vasto desierto.
El gran número de migrantes fallecidos también representan un problema. Visitamos varios mortuorios hospitalarios repletos de cadáveres sin identificar recuperados de las playas. Muchos llevan allí meses. Dado que las autoridades carecen de recursos para practicar pruebas de ADN, es imposible identificar los cuerpos y repatriarlos o enterrarlos.
Los enfrentamientos continúan en Libia, un país fragmentado en una multitud de centros de poder. Desde mediados de 2014, la situación humanitaria se ha deteriorado a causa de un nuevo estallido de la guerra civil y la inestabilidad política. Millones de personas se ven afectadas por el recrudecimiento de la violencia, incluyendo refugiados, solicitantes de asilo y migrantes.
*El doctor Tankred Stoebe coordinó una misión exploratoria de Médicos Sin Fronteras (MSF) realizada desde Misrata hasta Trípoli.
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