Lo que están intentando los taxistas ya lo hizo antes Metallica. Y acabó mal. En el año 2000, la banda de heavy metal se hartó de que los jóvenes hubieran empezado a intercambiarse sus canciones sin pagar, por culpa de ese invento endemoniado llamado Napster.
Las estrellas de la música no ocuparon el centro de las ciudades, armados con el zumbido de sus guitarras, como ahora hacen los taxistas bramando con el claxon. Se fueron directamente a los juzgados. ¡Qué era eso de escuchar música en el ordenador! ¡Que compren los cedés! Era como pedir a gritos que volviera el siglo XX.
Los taxistas ahora, igual que Metallica entonces, reclaman que se cumpla la ley. Esa que establece el número de licencias privadas que puede haber por cada taxi (una por cada 30). Son cálculos que están hechos antes de que cada ciudadano llevara en el bolsillo un smartphone, ese arma de destrucción masiva de los modelos de negocio tradicionales.
Porque da igual cuántos palos judiciales se lleven Uber y Cabify. Ya han cambiado el transporte en las ciudades para siempre. Le pasó también a Metallica, que ganó la batalla en el juzgado. Pero perdió la guerra. Porque Napster desapareció, pero el siglo XX no volvió. Y la música perdió un tiempo precioso para reconvertir su modelo de negocio.
Hay que cambiar la ley para proteger el statu quo o para garantizar el mejor servicio posible a los ciudadanos?
Este no es un cuento de buenos y malos, sino de legislación obsoleta. Si hay algo en lo que Cabify y los taxistas están de acuerdo es en que la ley actual no sirve. No les permite competir en igualdad de condiciones. Unos se quejan de que todos son servicios públicos, pero por el carril bus solo pueden circular los taxis. Estos protestan porque ellos tienen unos costes fijos más altos y, además, Cabify paga impuestos en Delaware. Está claro que hay que cambiar la ley. ¿Pero para proteger el statu quo o para garantizar el mejor servicio posible a los ciudadanos?
El negocio de la música tardó demasiado en enterarse de que esto de internet iba en serio. E igual que la gente ya no quería comprarse CDs porque prefería tener cientos de canciones disponibles en cualquier sitio, cada vez son más los que prefieren pedir un coche con un clic en vez de levantar la mano. Esas apps ganan cada vez más adeptos porque ofrecen eficiencias que el taxista autónomo no se puede permitir.
A diferencia de los mineros, los estibadores y los controladores aéreos, que han basado en su poder de paralizar un sector entero como herramienta de negociación, los taxistas trabajan de cara al público. Necesitan, por tanto, la opinión pública de su parte para que sigan sentándose en su asiento de atrás.
No iban a dar abasto los antidisturbios si cada día salieran a la calle los sectores a los que internet les ha cambiado las reglas del juego
Por eso la estrategia de las huelgas y las manifestaciones que colapsan el centro de las ciudades para protestar por la nueva competencia que el sector considera desleal puede salirles por la culata. Primero, porque igual que le pasó a Napster cuando Metallica la denunció, es la mejor propaganda que pueden recibir Uber y Cabify, todavía solo conocidos por una minoría. Y, además, porque corre el riesgo con tanto atasco de poner en su contra una opinión pública que todavía no ha terminado de tener claro quiénes son los malos de la película.
No iban a dar abasto los antidisturbios si cada día salieran a la calle los sectores a los que internet les ha cambiado las reglas del juego. Y parece mentira que casi 20 años después de que a la música le tocara ser el conejillo de indias de la transformación digital, el resto de sectores estén cometiendo el mismo error cuando les toca poner sus barbas a remojo. El de pedir que todo siga como antes. ¡Y que vuelva el siglo XX!
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