El lenguaje técnico que se emplea en las finanzas suele acusar un grado de complejidad y tecnicismo similar al de otras ramas de las ciencias matemáticas, por lo que nos demanda -a los que nos dedicamos a intentar divulgar los entresijos del universo financiero- intentar encontrar términos sencillos para explicar asuntos complejos.

La cosa se complica cuando la querencia patria por los anglicismos acusa un papanatismo excesivo que parece impedir la traducción a lengua vernácula de un tsunami léxico tan prolijo como cambiante.

Ese no traducir al español llano asuntos tan complejos produce dos efectos no del todo deseables: aumentar la atracción comercial de productos por su exótica denominación, que no por sus bondades, y algunas confusiones fáciles de evitar utilizando el antiguo castellano.

Si al uso oscuro y perverso de los términos le añadimos la dudosa ética de determinados procesos, el merecumbé mental de los inversores alcanza proporciones drásticas.

Ejemplo paradigmático del asunto lo encontramos en los tan traídos y llevados “ratings” por todos más fácilmente asimilables cuando los llamamos en román paladino: calificaciones.

Los ratings se asocian normalmente a las calificaciones que otorgan las llamadas agencias de ratings a bonos y emisiones de otro tipo de valores por empresas y gobiernos. Estos ratings o calificaciones valoran la calidad crediticia de las emisiones o lo que es lo mismo la capacidad de repago de la deuda contraída por los emisores de las mismas.

El negocio de las agencias de ratings se encuentra extraordinariamente concentrado con un oligopolio donde básicamente tres empresas, Moody’s, S&P y Fitch, dominan más del 95% del mercado. Estas agencias se encontraron en el ojo del huracán tras su papel en la gran crisis financiera global del periodo 2007-2009 donde básicamente asignaron la máxima calificación (la famosa Triple A) a emisiones de títulos con subyacentes de hipotecas que básicamente valían muy poco o nada.

El castigo dialéctico (que no de negocio) que sufrieron se centró no en su incapacidad técnica para realizar una buena labor de calificación, sino en los obvios conflictos de interés que acarrea un modelo de negocio en donde el emisor paga al calificador por que éste le asigne un rating determinado y cómodo para sus intereses comerciales.

Se lo traduzco; vendría a ser como si un alumno pagase al claustro de profesores de su facultad para inflar sus calificaciones hasta un punto cómodo para aprobar y evitarse la consiguiente reprimenda de sus progenitores.

Y la cosa no se queda en eso. Todo es susceptible de mejora, por lo que las empresas, a mayor abundancia del pecado del sistema, no solo pagan a quién les ha de calificar, sino que “salen de compras” y buscan el mejor precio (=el mejor rating) entre las diferentes agencias.

Una situación absurda que propició, tras el descalabro de Lehmann, que las autoridades, gobiernos y organismos globales anunciaran cambios radicales al respecto. Cambios que se han ido diluyendo con el tiempo bajo el yugo de los lobbies. En el caso europeo una directiva aprobada en 2013 iba a traer toda una serie de normas nuevas con el objeto de tratar de mitigar los conflictos de interés, aumentar la transparencia y la competencia e incrementar la responsabilidad de las agencias en caso de negligencia o malas prácticas.

Si los inversores pagasen por estos informes, los ratings estarían basados en criterios técnicos

El despliegue de efectos y producción normativa de dicha directiva ha quedado reducido a un conjunto de normas débiles que están sujetas a interpretación, confían los resultados a la adopción de una serie de normas de buena conducta y básicamente no atacan la raíz del problema que es el modelo de cobro.

Efectivamente es de cajón que si los inversores profesionales pagasen a las agencias de ratings por acceder a las calificaciones e informes aparejados sobre los diferentes bonos y emisiones, los ratings estarían genuinamente basados en criterios técnicos y los inversores tendrían la seguridad de que otros intereses no deseables entran en juego.

A este respecto ya existen algunas iniciativas saludables desde hace años como por ejemplo la de la agencia norteamericana Egan Jones, cuyo modelo de negocio es el que por otra parte imperaba hasta los años setenta del siglo pasado, el pago por suscripción de los inversores.

No obstante el monopolio de las tres agencias más potentes ha dejado las cosas exactamente igual, por lo que sus famosas calificaciones –combinación de mayúsculas, minúsculas y signos positivos y negativos– por supuesto en inglés, han de ser tomadas con una sana distancia contemplativa.

Otro campo donde las calificaciones han encontrado campo abonado es el de los fondos de inversión. Aquí han triunfado más las estrellitas que las letras del abecedario. Pues para los inversores de a pie, los grafismos puntiagudos siempre serán más atractivos que las palabras afiladas de un informe escrito.

Lo primero que hay que saber es que los ratings de fondos más difundidos no dicen nada sobre su capacidad crediticia (de devolución del dinero) por parte del fondo calificado. Son simplemente estadísticos cuantitativos, generalmente no complejos, que para su cálculo toman la serie histórica de precios de los fondos a diferentes periodos y una vez obtenidos los resultados los comparan con otros fondos en la misma categoría de inversión.

Seguidamente se ordenan y se segmentan en grupos con el objetivo de calificar cuáles son los que mejor y peor comportamiento han tenido en el pasado. Por tanto, básicamente, que un fondo sea cinco estrellas o líder, según las diferentes agencias, es equivalente en buena medida a decir que por ejemplo un fondo en base a un ratio de rentabilidad versus riesgo determinado se encuentra en el mejor quintil de su categoría de inversión. Además se toman una serie de periodos fijos, como tres años, por lo que el resultado a otro periodo (4, 5 o 7 años) por ejemplo puede ser muy diferente.

Los ratings de los fondos hablan sólo sobre rentabilidades pasadas y son cuantitativos

La primera conclusión que hay que extraer es que todos estos ratings no van a predecir el desempeño futuro, sólo hablan sobre rentabilidades del pasado, y son puramente cuantitativos, es decir, están basados sólo en números y no explicitan nada sobre cómo se han conseguido esos números, el proceso de inversión, la capacidad, calidad y recursos del equipo gestor y de la gestora, la gestión de riesgos, los sesgos, la cartera de inversión, etcétera.

En este punto también se plantea una pregunta muy lógica para el profano y para el profesional. ¿Las rentabilidades pasadas y en este caso los ratings de fondos basados en ratios de rentabilidad/riesgo tienen algún valor predictivo significativo? Pues bien, la respuesta es que no. Seleccionar un fondo cinco estrellas o Triple A por ejemplo no sólo no proporciona ninguna garantía de que tendrá o seguirá teniendo un desempeño superior sino que es, por el contrario, una decisión de resultado aleatorio. Un fondo cinco estrellas pasa frecuentemente a ser degradado a cuatro, tres o menos y a la inversa.

La segunda conclusión es que desde un punto de vista profesional ni es útil ni es serio seleccionar fondos basándose en calificaciones agenciales, entrando en el campo de la negligencia profesional en caso de que estos incurran en problemas. Por ello, entre otras cosas, los reguladores, cada vez más, exigen, con buen criterio, que una recomendación de inversión de un fondo se encuentre debidamente documentada e incluya al menos los criterios de análisis básicos de una due diligence. Ya me perdonarán, pero he caído en el inglés de marras, cuando quería decir: auditoría.

Auditoría que analice exhaustivamente la filosofía y proceso de inversión, gestión de riesgos, costes, capacidad y procesos internos de la gestora, calidad del equipo gestor, etcétera… y realizada por un organismo externo a la agencia de calificación, pues si no estamos en el mismo problema de conflicto de intereses antes tratado.

Las calificaciones han de tomarse con distancia en la selección de un producto de inversión

La conclusión final es que –mientras prevalezcan conflictos de intereses tan groseros-  las calificaciones han de ser tomadas con una sana distancia intelectual como criterio de selección de un producto financiero. Es comprensible que puedan ser usadas en competiciones de inversores minoristas para fardar del número de estrellas o mayúsculas concatenadas que tengan los productos de sus carteras, pero, y por mucho inglés que utilicen, nunca deben ser utilizadas como criterio selectivo por un inversor profesional.


Carlos de Fuenmayor es director de Kessler&Casadevall AF

El lenguaje técnico que se emplea en las finanzas suele acusar un grado de complejidad y tecnicismo similar al de otras ramas de las ciencias matemáticas, por lo que nos demanda -a los que nos dedicamos a intentar divulgar los entresijos del universo financiero- intentar encontrar términos sencillos para explicar asuntos complejos.

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