¿Cómo debemos interpretar el derecho a la igualdad ante la ley en el ámbito fiscal? Quizás sea predominante la opinión de que dos personas con idéntica capacidad económica ineludiblemente tienen que soportar la misma carga tributaria. Al menos en el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF). Una lectura aislada del artículo 31 de la Constitución y una interpretación de su texto desconectada de otros valores constitucionales en juego, que son susceptibles de entrar en colisión con la igualdad tributaria proclamada por dicho artículo, pueden sustentar dicha opinión previsiblemente mayoritaria. Encender el piloto automático del tren de la igualdad para que circule sin sobresaltos por carriles preestablecidos es una actitud intelectual tan relajante como perezosa. Sin embargo, los partidarios de las soluciones fáciles, como los niveladores de brocha gorda a los que aludo, suelen confundir los planos de la razón abstracta y de la razón instrumental.
No quiero que se me malinterprete. Yo también defiendo ideas nobles, como la idea de igualdad. La igualdad, desde su fundamentación política y económica, debe tener la traducción más genuina posible al lenguaje de la realidad cotidiana. Pero no es factible que ambos mundos –el mundo ideal y el mundo de la realidad, en el que frecuentemente chocan valores legítimos incompatibles entre sí- encajen de manera exacta en la misma plantilla.
Las leyes españolas reflejan continuamente esa colisión, capaz de justificar diferencias de trato respecto a -en términos cuantitativos- idéntica capacidad económica. En primer lugar, las rentas son discriminadas según su fuente o naturaleza, un factor que resulta clave de cara a medir el poder real del Estado para someterlas a gravamen. Es lo que sucede con las rentas del trabajo y las del capital mobiliario. Mientras las primeras tributan en el IRPF a tipos más elevados y progresivos, las segundas se benefician de unos tipos más reducidos y proporcionales. ¿Por qué? Sencillamente, debido a la mayor o menor elasticidad de la oferta de cada uno de los activos –el trabajo o el capital- productores de esos rendimientos.
Los partidarios de las soluciones fáciles suelen confundir los planos de la razón abstracta y de la razón instrumental
A diferencia del capital mobiliario, que se puede desplazar con facilidad de un marco regulatorio a otro gracias a la tecnología financiera, la oferta del factor trabajo está condicionada por su mayor rigidez, lo que la convierte en una presa fácil para el poder tributario de los Estados. Sólo se escabullen de sus tentáculos los empleos muy cualificados e intensivos en capital humano ejercidos más allá de nuestras fronteras (científicos, deportistas de alto nivel…), que suelen ser importados desde el exterior mediante la concesión de regímenes tributarios especiales, de fiscalidad más baja que la dispensada a las rentas laborales cuyo periodo de generación se ha iniciado en el interior de nuestro país. Nadie es profeta en su tierra y mucho menos el que sólo gana lo suficiente para un mediano pasar y no detenta un capitalito extensible como un yo-yo (hoy puede estar aquí y mañana en las Islas del Canal).
En otras ocasiones la discriminación legal (incluso dentro del mismo tipo de rentas) no obedece únicamente a razones pragmáticas relacionadas con el poder fiscal efectivo del Estado, sino también a determinadas opciones de la política social. Es el caso, en los rendimientos del capital inmobiliario, de la discriminación favorable al arrendamiento de viviendas frente al de locales de negocio. En el primer supuesto, el titular de la renta (el propietario-arrendador) se beneficia en el IRPF de una reducción del rendimiento neto del 60%, mientras que, en el segundo, el propietario del local debe tributar por el total de la renta neta. Además de resultar más fácil el control administrativo sobre el alquiler de locales de negocio (los ingresos están sujetos a retención a cuenta y el arrendatario deduce los gastos del alquiler de los ingresos íntegros que le reporta la actividad económica que desarrolla en el inmueble), el legislador tiene otros motivos para estimular la declaración completa de las rentas inmobiliarias otorgando a sus titulares el citado descuento fiscal de más de la mitad de los rendimientos. Entre esas razones adicionales destaca la búsqueda del incremento de la oferta en el mercado de viviendas en alquiler, con la consiguiente (en teoría) reducción de los precios para el inquilino y un acceso más fluido a una vivienda digna. Aquí la ley fiscal es un instrumento de protección de los axiomas constituciones que deben guiar la política social en cuestiones relacionadas con la vivienda (artículo 47 CE).
La discriminación legal no obedece sólo a razones pragmáticas relacionadas con el poder fiscal del Estado, sino también a opciones de la política social
En fin, otras discriminaciones legales no se fundamentan en la distinta naturaleza de la renta ni del activo, tipo de ahorro o clase de inversión que la produce, que pueden ser los mismos. En algunos casos la desigualdad estriba únicamente en la persona titular de la renta o, mejor dicho, la discriminación se funda en su domicilio. Es decir, en un simple dato de la realidad física que no parece un argumento legítimo para quebrar el buen fin del derecho a la igualdad ante la ley. Sin embargo, es lo que sucede con los rendimientos derivados de la Deuda Pública española. Si sus perceptores son residentes en territorio español, dichas rentas tributan hasta el último céntimo. Por el contrario, si el rentista es un no residente, sus ingresos gozan de exención en su imposición personal en nuestro país. Aquí asoma todo su perfil la razón de Estado, a costa del sacrificio del derecho a la igualdad. El Estado, para facilitar la compra de sus títulos de Deuda, le pone la alfombra roja a los inversores foráneos y les regala un caramelo fiscal para que venzan los recelos que siente cualquier ahorrador cuando decide exportar su capital a un país que no es el suyo.
La lista de baches en el camino legal de la igualdad sería interminable. Pero retengamos ahora el dato más relevante en este mosaico jurídico que parece un tanto alejado de la justicia y la igualdad tributarias proclamadas por la Constitución. En este sentido se debe aducir que todas las discriminaciones legales citadas se han forjado, no en una situación crítica para el Tesoro, sino generalmente en tiempos de normalidad y estabilidad de las cuentas públicas. Quizás la repetición continua de dichos agravios comparativos y su aprobación sin sobresaltos, pese a lo dicho al principio de este artículo, han anestesiado a una parte considerable de la “opinión niveladora”, que no percibe cómo esas bagatelas ponen en entredicho el derecho a la igualdad, ni siquiera en su versión más radical.
Todas las discriminaciones legales se han forjado, no en una situación crítica para el Tesoro, sino en tiempos de estabilidad de las cuentas públicas
¿Pero qué sucede cuando la Hacienda Pública está hecha unos zorros y no tiene un duro? Ante esa emergencia, el Gobierno puede declarar un estado de excepción fiscal y, eligiendo el atajo más corto, perforar el corazón de la igualdad tributaria amnistiando rentas y patrimonios ocultos. Es lo que ocurrió con la amnistía fiscal decretada en 2012 por el Gobierno de Mariano Rajoy, que el Tribunal Constitucional –Sentencia del pasado 8 de junio- acaba de vapulear. Aunque nos hemos quedado con las ganas de conocer la doctrina del Tribunal sobre la posible incompatibilidad de esa amnistía fiscal con el derecho a la igualdad tributaria que predica el artículo 31.1 de la Constitución, ya que la Sentencia citada limita su pronunciamiento a invalidar la usurpación de funciones del Parlamento por parte del Ejecutivo, al haberse aprobado la amnistía por un simple Decreto-ley.
La prudencia aconseja ver, oír y callar. O lo que es lo mismo: esperar a que el futuro, si otro caballero audaz repite la jugada, escriba la pertinente doctrina constitucional. Mientras tanto, el más listillo de la clase ha tenido una de sus ocurrencias habituales. Cristóbal Montoro –precisamente el padre de la criatura deforme- propone ahora, justo cuando la marea popular sube y se lleva por delante su perdón a los defraudadores de 2012, negociar en las Cortes una reforma legal que impida en el futuro la concesión de amnistías fiscales. ¿Pero cómo no se le había ocurrido antes al ministro apropiarse del futuro para garantizar la igualdad fiscal de todos los españoles a toque de corneta? Es una pena que tan recta intención tropiece con la chinita del artículo 2 del Código Civil, ese que dice que las leyes se derogan por otras posteriores. Una de dos: o el señor ministro de Hacienda es un ignorante o es un tahúr de Las Vegas.
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