La decisión de la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, de no incluir la ley del Referéndum en el orden del día de la Mesa de la cámara, tras haber sido presentada en el registro el pasado 31 de julio, pone de relieve dos cosas: la división interna que vive el bloque soberanista (evidenciada en el toma y daca entre la CUP y el PDeCAT, con ERC como beneficiario de la trifulca); y, en segundo lugar, la improvisación con la que se conduce un proceso que, no lo olvidemos, tiene como fin nada más y nada menos que la separación de Cataluña de España.
La respuesta al desafío que hubiera supuesto dar luz verde a la tramitación de dicha ley, que lleva consigo el inmediato recurso del Gobierno al Constitucional y su segura paralización, ha hecho que sus promotores se lo piensen dos veces. Ahora la desobediencia tiene nombres y apellidos y a nadie le gusta (o si no que se lo pregunten a Francesc Homs) que le inhabiliten. Forcadell lo dejó claro cuando aludió, como una de las causas para no haber tratado el asunto, a la "presión judicial".
Ahora se especula sobre si la controvertida ley se presentará por sorpresa en el primer pleno del Parlament, que se celebrará el próximo 6 de septiembre, como una forma de calentar la celebración de la Diada. Una manifestación más de la "astucia" con la que se comportan los artífices del procés, que ahora parecen conformarse con que la amenaza de ruptura con el Estado de derecho sirva, al menos, como instrumento de agitación y propaganda para que el 1 de octubre no suponga un rotundo fracaso.
Recordemos lo que sucedió el 9 de noviembre de 2014: 2,3 millones de catalanes votaron en la consulta (un 37% del censo), de los que 1,8 apoyaron la independencia (el 25% del censo).
Los independentistas han convertido su reto al Estado de derecho en una campaña de agitación y propaganda que les permita no hacer el ridículo el próximo 1-O
En realidad, la consulta, impulsada por Artur Mas, entonces presidente de la Generalitat, tenía por objeto crear una situación óptima para que las elecciones autonómicas dieran como resultado una mayoría clara al bloque independentista, que acudió coaligado bajo la marca Junts pel Sí. Las cosas no salieron como estaba previsto y JxS no logró la mayoría absoluta, por lo que tuvo que buscar el apoyo de la CUP, que, a cambio, pidió y acabó consiguiendo la defenestración del propio Mas.
Para el independentismo, la situación ha cambiado para peor. El último dato de la encuesta del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat muestra una caída imparable del apoyo a la independencia (el 41% de los consultados dicen estar a favor, frente al 49% que está en contra). Pero, además, a diferencia de lo que ocurrió cuando se convocó el 9-N, ahora existe un elemento distorsionador que juega un papel político esencial: la CUP.
Mientras que el PDeCAT mira con desconfianza un proceso que le puede hacer perder su ya esquilmada base de apoyo en la burguesía catalana, la CUP trata de marcar la agenda de la Generalitat con exigencias cada vez más perentorias de ruptura con España.
Olfateando esa debilidad estructural, el Gobierno, de una forma un tanto anómala, ha desinflado el victimismo independentista a través del portavoz del PP, Rafael Hernando, que 24 horas antes de la reunión de la Mesa del Parlament desechó la posible aplicación del artículo 155 de la Constitución.
Así las cosas, lo que se vislumbra de cara al 1-O tiene cada vez más similitudes con lo que ocurrió el 9-N. Los independentistas tratarán de conseguir una afluencia masiva a las urnas que no sean retiradas por los Mossos. Quedar por debajo de los 2 millones de síes sería nefasto. Mientras, el gobierno hará todo lo posible para que la CUP no logre el objetivo de provocar situaciones de violencia que puedan ser rentabilizadas mediáticamente.
Al final, los independentistas tratan de volver al punto de partida donde se quedaron el 9-N. Tres años después de aquella pantomima pretenden crear las condiciones para lograr una mayoría absoluta nítida que permita una ruptura pactada con el Gobierno de España. Por desgracia para ellos, la posibilidad de un escenario en el que Cataluña pudiera permanecer como un estado miembro más de la UE ha quedado completamente descartada tanto por Bruselas como por los socios más poderosos de la Unión. La independencia llevaría irremisiblemente al Catexit, cosa que no quiere la inmensa mayoría de los catalanes y que sólo le suena bien a los antisistema de la CUP.
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