En una más de las “americanadas” que tanto nos gusta importar a los españoles, la extraña y antiestética celebración de la víspera del día de todos los Santos -que por aquellos lares denominan Halloween- se ha ido colando en nuestra costumbre y desde hace años, con céltica perseverancia, va acumulando el poso que en poco tiempo supondrá el carpetazo sustitutivo de la tradición autóctona.
La tradición irlandesa celebraba que “la delgada línea” que separa el mundo de los vivos del de los muertos esa noche era aún más delgada. Así que era la fecha ideal para acoger a los familiares fallecidos. El resto de rituales servían para evitar que se colaran otros entes en las casas.
Con los años la parte más gore de la tradición se ha ido acentuando y convirtiendo en una apología de un terror y un miedo del todo innecesario, sobre todo con el menú de sustos reales como la vida misma con que nos desayunamos día sí y noche también.
Aunque la exaltación del miedo para ahuyentarlo solo nos devuelve una imagen retorcida y nada edificante del mismo y a pesar de la intrascendencia de su repertorio, quizás algunas de sus manifestaciones si puedan servirnos para extraer alguna lección práctica aplicable a otros ángulos de nuestra existencia.
En concreto me refiero a una de las más absurdas derivadas del evento en cuestión que consiste en elegir al azar a un interfecto del vecindario, plantarse en su puerta y si acude a la llamada del grupo de fantoches disfrazados de calaveras, momias, fantasmas, vampiros, o un adlátere cualquiera de la familia Adams que aporrean su puerta, espetarle que manifieste su elección entre susto o muerte.
Ante tan funesta elección, obviamente casi todo el mundo dice susto, recibiendo una broma en forma de grito acompañada después de un sentencioso “ahhhh, podías haber elegido muerte”.
Es a esa perversa diatriba -a la que cualquiera en su sano juicio respondería: ¿Y por qué tengo que elegir entre dos cosas odiosas?- a la que más pronto que tarde y con unos mercados en valoraciones extremadamente elevados, los inversores van a tener que enfrentarse.
Con unos mercados extremadamente caros los inversores deben enfrentarse al dilema de susto o muerte
El ahorrador se va a plantar ante la puerta de un mercado que en la actual tesitura de valoraciones elevadísimas (tanto en renta fija como variable) solo puede ofrecer una respuesta tan desasosegada como la elegible: susto o muerte.
En esta coyuntura, acudir a los mercados en soledad se antoja una aventura auténticamente suicida y aunque el miedo dispara los niveles de adrenalina y forma parte de la propia vida, el inversor en solitario ya tiene de sobra afrontando los miedos cotidianos y sobreponiéndose a ellos, como para zamparse unos miedos “extras” de postre. El miedo siempre es menos si se afronta en comandita.
Otra opción sería no acudir al mercado y dejar que nos cobren por tener nuestro dinero ocioso en el banco y erosionado por una inflación en crecimiento modesto pero sostenido o custodiarlo en nuestra casa rezando porque no nos lo roben. Opciones que no dejan de ser versiones edulcoradas y engañosas del binomio susto o muerte y por lo tanto de escasa aplicación efectiva.
Para intentar obtener rentabilidad toca entonces, valor y el apoyo de compañías arrojadas. La llamada a la puerta de un mercado que no es un vecino apacible ni receptivo sino más bien un voraz gigante que, como Saturno, se devora a sus hijos en cada desayuno, exige la experiencia, la cabeza fría y el master nivel avanzado en mindfullness de profesionales acreditados, regulados y bregados en las jornadas tenebrosas que suponen las finanzas cada cierto tiempo. Sosias del Dr. Van Helsing, expertos en ahuyentar criaturas nocturnas que quieren drenarnos los caudales a base de sustos mortíferos.
Por lo que si desean ahuyentar la parte oscura de los mercados y recorrer sin miedo sus vericuetos les sugiero que contraten los servicios de un asesor financiero profesional, regulado, intrépido e independiente. En poco tiempo verán que a pesar de las dificultades y el temor, con su ayuda podrán disfrutar de la parte luminosa frente a la oscura de los mercados, de la vida sobre la muerte, de la confianza sobre el miedo y de la gratitud de una colaboración exitosa frente al homenaje al terror en que se convierten los mercados cuando empiezan a sufrir –como ahora mismo- del pavoroso mal de alturas.
Habrá sustos pero triunfará la vida.
Carlos de Fuenmayor es director de Kessler&Casadevall AF
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