El atentado de Barcelona puso a la Generalitat y a los independentistas en general ante un complejo dilema a sólo mes y medio del día D de la ruptura con España. Una opción hubiera sido aplazar la fecha del referéndum y bajar el diapasón del enfrentamiento con el gobierno central y los partidos constitucionalistas para dar prioridad a la seguridad de los ciudadanos y a la investigación a fondo del atentado. La segunda opción era mantener la agenda como estaba previsto y no cejar en la búsqueda de contenciosos con el Estado que justifiquen la ruptura.
La segunda opción fue la elegida por Carles Puigdemont, entre otras cosas porque hacer lo contrario hubiera supuesto perder el apoyo de la CUP a su gobierno y, además, poner en riesgo la supervivencia de la coalición Junts pel Sí (JpS).
El mantenimiento del calendario previsto era, por tanto, incompatible con una gestión no política del atentado. Aceptar que la intervención de la Policía y la Guardia Civil (dos cuerpos que tienen acreditada sobrada experiencia y efectividad en la lucha antiterrorista) participaran junto a los Mossos en la investigación de la masacre hubiera supuesto el reconocimiento implícito de una debilidad estructural. De hecho, aun sin poner en duda el buen hacer de la policía autonómica, las competencias sobre terrorismo no las asumió de forma plena hasta 2006, año en que se aprobó el nuevo Estatuto de Autonomía.
Resulta obvio que la participación de Policía y Guardia Civil en la indagación de la cadena de hechos que comienza por la explosión del chalé de Alcanar hubiera minimizado la posibilidad de cometer errores. Pero, desde el primer momento, la decisión política de la Generalitat fue gestionar la investigación en solitario.
El mantenimiento de la agenda independentista y el referéndum del 1-O hacía imposible una gestión no política del atentado de Barcelona
Por su parte, el gobierno de Mariano Rajoy se marcó la prioridad de no tensar la cuerda con la Generalitat y mostrarle su apoyo, a la vez que se daba instrucciones a los ministros para poner en primer plano la solidaridad con Cataluña y con las víctimas del atentado. Esa táctica funcionó razonablemente bien durante las primeras 72 horas tras la masacre de Barcelona.
Pero Puigdemot se dio cuenta de que no podía caer en la complacencia de la colaboración con Madrid si quería mantener el pulso con el Estado. El salto cualitativo, el fin de la tregua, se produjo tras la muerte por disparos de los Mossos del autor material de los atropellos en La Rambla, Younes Abouyaaqoub. La rueda de prensa que se ofreció apenas dos horas después del abatimiento del terrorista estuvo presidida por el propio presidente de la Generalitat. Y no por causalidad. Se trataba, no sólo de apuntarse el tanto de haber acabado con el comando asesino, sino de reivindicar públicamente un puesto para los Mossos en Europol, el organismo europeo de coordinación de la lucha contra el terrorismo en el que cada Estado tiene una única representación.
A partir de ahí, la espiral de desencuentros fue in crescendo hasta alcanzar cotas impensables hace una semana. No ha sido el gobierno, sino los sindicatos de Policía (SUP) y Guardia Civil (AUGC) los que han llamado la atención a la opinión pública sobre el trasfondo de ese enaltecimiento al papel jugado por los Mossos: se trata de demostrar que una Cataluña independiente puede gestionar su seguridad mejor incluso que formando parte de España.
De ahí, la delectación con la que algunos dirigentes independentistas (como Carod Rovira y otros) han leído y replicado un artículo del, en otras ocasiones denostado por ultraconservador The Wall Street Journal, en el que se pone de relieve el protagonismo de Puigdemont en la desarticulación de la célula yihadista.
Sólo faltaba para cerrar el círculo del enconamiento que se diera pábulo a la declaración del alcalde de Vilvoorde, según la cual la Policía belga dio aviso a la Policía española sobre la radicalidad del imán de Ripoll. Las redes independentistas vibraron de jubilo ante la constatación de que la culpa de que el adoctrinador de adolescentes e instigador del atentado se hubiera movido con total libertad durante un año en la localidad gerundense era, naturalmente, de la Policía española.
Movilizar a cientos de miles de ciudadanos de aquí al 1 de octubre va a ser muy difícil. Pero la Generalitat y el independentismo necesitan hacerlo, una vez que han mantenido su reto a la legalidad, para no quedar en ridículo. Por esa razón, el atentado de Barcelona y Cambrils, tras unos primeros días de impacto y zozobra, se ha convertido para los defensores de la secesión en una prueba más de que es mejor vivir separados que juntos.
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