Aunque no soy cristiano admiro buena parte de las máximas de Jesús de Nazaret. Mateo (6, 2-4) recoge una de mis favoritas. Dice así: “Cuando hagas, pues, limosna, no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Cuando des limosna, no sepa tu izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna sea oculta, y el Padre, que ve lo oculto, te premiará”.
La enseñanza del nazareno pone negro sobre blanco la inexistencia o la ficción psicológica, en el mundo real donde nos relacionamos las personas, del altruismo y la filantropía. En sentido puro y estricto, el filántropo –el individuo que en el relato evangélico entrega su limosna- no espera obtener nada a cambio. Su generosa conducta no está guiada en teoría por la persecución de un beneficio personal. Es una idea comúnmente aceptada que los actos de un filántropo son actos desinteresados. Pero como ya he dicho, el propio Jesús de Nazaret niega de manera explícita tal ausencia de interés.
Obviamente, existe una gama tan amplia de supuestas conductas altruistas que dicha extensión nos prohíbe emitir una crítica moral, indiferenciada y unánime, enjuiciando de forma idéntica todos los actos de “bondad” que dirigimos a nuestros semejantes. Hay muchas clases de egoísmo disfrazado de benevolencia hacia los demás. En la primera parte del texto de Mateo el altruismo –dar limosna- es sinónimo de hipocresía. Presumir en público de una buena acción a toque de trompeta no denota liberalidad alguna. Muy al contrario, es una pista segura de que su autor desconoce la amistad gratuita y sólo busca una retribución –psicológica o económica- superior al coste que le ha producido su buena acción. Su intención oculta rezuma ánimo de lucro, en alguna de sus diversas variantes.
Hay muchas clases de egoísmo disfrazado de benevolencia hacia los demás
Siempre detectamos en estos casos un rastro indeleble de vanidad y narcisismo (sobre todo cuando la filantropía se ejerce a título particular) o, alternativamente, de sembrar para después cosechar, esto es, de invertir para mejorar la reputación del inversor y lograr de esta forma que el gasto de abrillantar la imagen comercial de la empresa se refleje no sólo en la calidad de la marca social sino también en la cuenta anual de resultados. Es lo que sucede con el patrocinio cultural o social efectuado por grandes entidades financieras o por las mayores empresas de cada sector de actividad. Frecuentemente, la vanidad y el ánimo de lucro van juntos de la misma mano. Aunque ni mucho menos es el único ejemplo disponible, una buena muestra de esta naturaleza mixta lo constituyen las antiguas obras pías (hoy estructuradas en fundaciones) bautizadas con el nombre del mecenas- accionista principal de la corporación empresarial que da sustento a la fundación benéfica.
Estos logros de una filantropía exhibida a bombo y platillo, al ritmo del son de la trompeta evangélica, desmienten el pretendido carácter desinteresado de la actividad que se refugia debajo de tan elevado techo. Por ello, tiene razón Jesús de Nazaret cuando afirma que “en verdad os digo que [los altruistas hipócritas] ya recibieron su recompensa”. Y, si una circunstancia imprevista en el momento de entregar la limosna daña posteriormente el buen nombre y la reputación del filántropo, este último tendrá derecho a ser indemnizado por los perjuicios que se le irroguen. No hablo a humo de pajas, sino absolutamente en serio.
Corría el año 2015 cuando el filántropo multimillonario David Geffen donó 100 millones de dólares para la reforma de la sala de conciertos del Centro Lincoln de Nueva York, que en aquella época se denominaba Sala Avery Fisher. La donación de Geffen no fue pura e incondicional, pues exigió que, a cambio de su limosna, la sala se rebautizara como Sala David Geffen. El Centro Lincoln aceptó (la limosna de 100 millones) sin rechistar, pero se vio obligado a compensar a la familia Fisher con el pago de quince millones de dólares. He conocido esta anécdota leyendo el último libro de David Rieff. Siempre di crédito a la intuición de Lutero de que, realmente, ignoramos los verdaderos motivos que nos impulsan a actuar de una manera y no de otra. Sin embargo, después de observar cómo se las gastan los señores Geffen y Fisher se me ha puesto un poco cara de guardia suizo del Vaticano.
La bondad subterránea no se hace por el bien, sino para recibir un premio
La segunda parte de la narración de Mateo –“…no sepa tu [mano] izquierda lo que hace tu [mano] derecha…”- describe una actitud moral superior a la bondad recompensada mediante la satisfacción del narcisismo y la vanidad. Pero, como esta última, la máxima de Jesús de Nazaret sobre la bondad subterránea desvela igualmente una moral finalista. No se hace el bien por el bien en sí mismo, sino para recibir un premio. Jesús predica la limosna oculta para que el donante anónimo sea premiado por el Padre, que todo lo ve. Si sustituimos la figura del Padre por la conciencia del yo y conectamos esta última con el orgullo y el amor propio (no la soberbia) del individuo humano, la lectura de Mateo sigue plenamente en vigor en nuestra modernidad tardía.
“Dulce et decorum est pro patria mori”. (Horacio, Odas). La filantropía, sin merma de legitimidad, puede desarrollarse en una palestra más reducida que la usual. Puede limitarse únicamente a realizar un sacrificio personal a favor de los compatriotas. “Nunca tantos debieron tanto a tan pocos” fue el agradecimiento verbal y público de Churchill a los pilotos británicos que defendieron con éxito su isla de los ataques de la aviación alemana en 1940, durante la famosa Batalla de Inglaterra. Las palabras del Premier del sombrero de copa y el habano de medio metro traducían el orgullo y el amor propio de quienes arriesgaron y en muchos casos perdieron la vida defendiendo a su país de una agresión injusta procedente del exterior.
Parodiando al hijo más ilustre de los duques de Marlborough, los españoles también podemos decir que nunca una multitud de ciudadanos ha sido tan ominosa y gravemente perjudicada por tan pocos. Me refiero a ese grupito de políticos fatuos, mentirosos y paniaguados que, además de cobrar un buen salario por destrozar los servicios públicos de su comunidad, anuncian, precedidos de la fanfarria compuesta por sus incondicionales, que el 1 de octubre, ganen o pierdan, la patria los coronará con el halo dorado de San Jorge o, en su defecto, con la palma del martirio por su entrega desinteresada a la causa de la independencia de Cataluña. La vanidad y el fuego fatuo de esos filántropos que dejan los ojos en blanco cuando, por ejemplo, se corean sus apellidos (Junqueras, Puigdemont, Forcadell…) ganarían el campeonato mundial de luz y sonido.
Antes los narcisos florecían a finales del invierno. Ahora, como los robellones, los narcisos brotan en otoño. Cosas del cambio climático, al parecer. Yo no me opongo a los cambios, siempre que no ocasionen molestias. Una de ellas es el exceso de oferta de nenúfares y narcisos. Precisamente comparto este diagnóstico con algunas personas corrientes y sensatas: en algunos huertos de la península ibérica no cabe un capullo más.
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